jueves, 25 de septiembre de 2014

Amanecer de invierno



Hace diez años ya que un hombre cayó en un sistema de cuevas.
En la laberíntica oscuridad, avanzaba a ciegas hasta que vio una luz a lo lejos, acercándose. Se trataba de un individuo vestido de blanco que ostentaba una antorcha. Para sorpresa del hombre, que aún trataba de acostumbrarse a la luz, vio como el individuo de la antorcha lo agarraba por sus ropajes y lo lanzaba a un pozo donde le advirtió que estaba prohibido todo menos quedarse quieto.
Escuchó como se alejaba el individuo, aunque debió dejar la antorcha pues la luz no cesó.
Las paredes del pozo estaban repletas de frases plagadas de locura, y de tanto leerlas, desesperado ya, el hombre comenzó a pedir ayuda a gritos.
Acudieron varios individuos de blanco, y mediante cuatro clavos, lo inmovilizaron en el suelo.
Las horas siguientes sirvieron para que el hombre aprendiese a que en ese lugar gritar no le salvaría, mientras que al mismo tiempo alimentaron su ira, su furia y su deseo de venganza.
Le lanzaban comida desde lo alto de vez en cuando, dejando que hiciese sus necesidades en ese horrible lugar al que le habían lanzado por pedir ayuda.
Finalmente le liberaron.

Su fobia al color blanco era ya una realidad.
Veía a grupos efectuando estúpidas actividades, y, de vez cuando, casi sentía como una mujer lo atravesaba con la mirada desde una altura imposible de escalar, mucho menos con las heridas.
Tardó en comprender que si quería seguir libremente y con una antorcha su camino que debía sacarle de esas cuevas, debía participar en cada estúpida reunión, cada estúpido juego y reírle las gracias a cada estúpido ser vivo que morase en esas tierras.
Lo logró... Para encontrarse con el mismo sistema de cuevas de nuevo, aunque a una altura diferente.
Y siempre la mirada atravesándole el cerebro.
Un mal día, sobrecargado de sufrimiento, arremetió contra ella verbalmente y alteró todo aquello que en aquel lugar significaba la caída al pozo donde ser clavado. Fueron semanas de generar caos.
Entonces supo que había cometido el mayor error de toda su vida.

El hombre pasó meses en el infierno.
Se trataba de un encarcelamiento en una inmensa cueva, donde el hombre hizo lo que pudo ante el objetivo de los hombres y mujeres de blanco del lugar, doblegar la mente de las personas para hacerlas caer rendidas a sus pies dándoles la razón en todo, haciendo que el diablo que a buen seguro moraba esa cueva se alimentase constantemente de la personalidad, los ideales y el corazón de todos ellos.

Cuando salió, tras largo tiempo recuperándose de sus heridas, ya libre de continuar su camino por las cuevas, tergiversó un plan para ayudarse a sí mismo y lo enfocó a todo lo existente. Lo que finalmente explotó fue su cerebro.
Porqué delante suyo había un agujero desde donde entraba pura luz. Era la salida de la cueva.
Pero volvieron los individuos de blanco con la mujer rubia en cabeza.
El hombre sentía que podía dominarlos a su antojo, e inició un periplo con ellos que le confundía gravemente. Ver el sistema de cuevas desde esa perspectiva le daba a todo cierta lógica, pero la furiosa ira y la sed de venganza del hombre eran aún insaciables. A veces le dejaban visitar algunas cuevas que, en ese nivel, suponían siempre un gran descubrimiento acompañado de un profundo dolor.

Hasta que finalmente llegó a una acogedora cueva y, tras conocer al personal que curiosamente no iba de blanco, se sentó al lado, no cara a cara, de una mujer que le cambió la vida.
Mientras el equipo de la cueva decorada con dibujos y otras obras le demostraba con palabras y actos que no había nada que temer, la mujer de lo más profundo de la cueva no desarmaba al hombre, sino que le daba la oportunidad de despojarse de todo lo malo que esos diez años habían generado. Poco a poco el hombre fue cambiando, conociendo a personas increíbles que habían sufrido tanto o muchísimo más que él.
Comprobó como incluso los individuos de blanco también tenían corazón.
Y finalmente no le quedó más opción que perdonar y, sobre todo, pedir perdón.
Esperaba estar a tiempo de dar alegrías a su familia en lugar de hacerlo arder todo con cada antorcha que encontraba por el laberíntico entramado de cuevas.
Preguntó a la mujer cómo salir de ellas.
La respuesta fue que el hombre la albergaba en su yo interior, silenciado por tantos años de destrucción.

Se quedó en la cueva todo el tiempo que pudo, como en estado de shock. Finalmente le obsequiaron un grueso abrigo.
No hicieron falta preguntas, el agradecimiento del hombre era inmenso.
Recorrió todo el largo trayecto hasta el mismísimo punto inicial, donde tantos años atrás cayó en las cuevas de la sanidad mental.
Al haberlo visto en perspectiva todo resultaba mucho más sencillo.
Un desprendimiento de rocas favorecía la escalada casualmente y, al mirar arriba, se emocionó y lloró ríos de lágrimas. Subió, ascendió, y cada paso se le antojaba más importante que cualquier kilómetro recorrido en las cuevas.

Finalmente, estaba fuera.
Hacía frío, el clima era algo hostil y apenas tenía un par o tres de instrucciones para aprender a guiarse, pero en comparación con lo vivido...
Se puso el abrigo e inició su camino.
Entre las nubes grisáceas se contemplaba el tenue brillo de un sol que emergía.
Se trataba de un precioso amanecer.
Un amanecer de invierno.

martes, 23 de septiembre de 2014

Miedo y Destrucción



Caminaba solo por la base de la montaña, hacia el punto de escalada donde había quedado con tantos otros. El suelo de oscura roca le hacía jadear cada vez que tenía que saltar de piedra en piedra para no caer en grietas donde, demasiado lejos, se apreciaba el final. Estaba en baja forma.
De repente varios relámpagos, tremendos truenos, justo encima de él, y una lluvia torrencial.
Le pareció ver a un hombre a su derecha pero, cuando giró la vista, únicamente vio la abertura de una cueva. Tenía tiempo antes de llegar al punto de encuentro, de modo que se dirigió hacia ella para resguardarse del temporal.
Se trataba de una pequeña cueva donde moraban un hombre y su bestia. Sin duda era el hombre que había visto, no solo instantes antes, sino varias veces mucho tiempo atrás, siempre con aspectos diferentes. La última, en una cena muy especial en una cabaña que le producía escalofríos recordar.
Ahora Miedo ya no era un hombre que a plena luz se mostraba como un delgaducho trozo de pan asustadizo, sino que, mucho más fuerte en su mirada y su físico, sujetaba con una única mano a una especie de gigantesco cruce entre lobo, león y hiena.
Su gruñido ponía los pelos de punta.
– ¿Y ahora qué? – Dijo sonriente Miedo.
Como siempre, lo dijo acompañando la pregunta con docenas de preguntas que provocaban que la inseguridad y el sufrimiento alcanzasen cotas tan impresionantes que a uno ya no le quedasen más fuerzas que caer rendido al suelo y, entre lágrimas, rezar para que Miedo no soltase a la bestia.
Tras varias preguntas más y más dolorosas el punto de encuentro de escalada ya prácticamente no tenía sentido para un hombre que ni quería compañía ni nada que no fuese arremeter con fuerza contra Miedo. ¿Pero cómo demonios deshacerse de la bestia?
– Esta es Destrucción, amigo mío, y más te vale estar en pie sin lloriquear en diez segundos.

Fue en ese punto donde recordó.
Había peleado contra la bestia tanto en la realidad como en terreno onírico, tan solo necesitaba su ebria espada para amansarla.
En ese instante se puso en pie y, cuando se dirigía a la salida de la maldita cueva, el suelo se desplomó ante él haciéndole saltar hacia atrás para evitar lo que antojaba una muerte segura.
Se giró justo a tiempo para agarrar los colmillos de la bestia y lanzarla a un lado. Mientras Destrucción y el hombre batallaban, Miedo reía con todas sus fuerzas.
Entonces fue cuando, en la entrada de la cueva, algunos últimos integrantes de la escalada iban pasando de largo, hasta que ciertos familiares y buenos amigos se quedaron petrificados al contemplar el espectáculo.
– ¡Pasadme la espada! – Gritaba el hombre desesperado, sin ser consciente de que ya no se escuchaba a Miedo.
– ¡No hay nada contra qué luchar! – Le respondían su familia y amigos.
En ese instante, bajando crédulo la guardia, se giró de nuevo para contemplar como la bestia Destrucción atravesaba su piel de un modo increíblemente doloroso a lo largo de la cara y su brazo, hasta llegar al corazón.

Se hizo el silencio en la cueva. El hombre de espaldas parecía en paz, callado, hasta que comenzó a formular las preguntas adecuadas.
– Caed.
Las afirmaciones adecuadas.
– Desapareced.
Los elevados tonos de voz adecuados.
– Morid.
Finalmente el hombre se desmayó.
Al despertar la invitación al punto de encuentro para la escalada seguía en pie, y el hombre pidió perdón a cuantos se vieron afectados por la táctica más sucia de Miedo, ir aprendiendo de él para, algún día, convertirte en parte de sus bestias, en el núcleo de Destrucción.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Tristeza y Alma




Caía una fina lluvia sobre los árboles del bosque de Tristeza.
Alma caminaba entre resuelta y distraída, tocando con sus finos dedos la húmeda madera de los troncos de los gigantescos árboles cuya copa caía vencida en dirección al suelo.
Era aparentemente una chica de unos quince años, de rubia y corta melena y grácil rostro.
Aunque lo más importante era el control que mostraba en todo tipo de escenarios.
Ahora se encontraba sola, en un bosque que, salpicado por la lluvia, mostraba los últimos trazos de un precioso atardecer.
Sabía que Tristeza aparecería en cualquier momento, y así fue.
Casi cae al suelo de rodillas al sentir esa sensación de que uno cae y cae, sin medida, en un lugar más oscuro que el negro más absoluto.
– ¿Qué ocurre, chica? – Preguntó una voz débil, agudamente rota.
Cuando Alma alzó la vista, pudo ver la figura encorvada de una anciana protegida por una capa negra con capucha que se acercaba muy lentamente a su posición.
Alma había escuchado historias acerca de ese bosque y de Tristeza, de cómo la inmensa mayoría habían salido corriendo sin mirar atrás al ver a esa mujer mayor aparecer de la nada para, con su discurso, hundirlos en la más absoluta de las miserias.
Pero para Alma las historias eran eso, meras historias que ensalzan o diluyen la verdad acerca de algo mucho más simple y concreto.
Por eso había acudido al bosque.
– He tropezado. – Respondió tajantemente Alma, una vez pudo poner su mirada en la sucia mirada de Tristeza. Daban igual los ropajes, las arrugas del anciano rostro o la higiene, lo que de verdad le importaba a Alma, en lo que sabía que jamás se equivocaría, era en las invisibles pinturas y nunca escritas palabras que las miradas transmitían.
– No veo con qué puedes haber tropezado, chiquilla, aquí no hay obstáculo alguno. – Tristeza emitió una débil carcajada.
– Contigo, Tristeza, desgraciadamente he tropezado contigo. – Parecía que Alma recuperaba algo de aliento al pronunciar esas palabras.
Súbitamente sucedieron varios acontecimientos resaltables al mismo tiempo. Una oscura y fría noche llegó al bosque de Tristeza, mientras la suave llovizna se transformaba en una gran tormenta que, en pleno diluvio, invitó a la anciana a hablar.
Más bien a gritar.
Le dijo todos los deseos que le quedaban y siempre le quedarían sin cumplir, le explicó pinceladas de lo absurdo de la existencia y, haciendo alusión a sus miedos, su nostalgia, su melancolía, trató de englobar todo cuanto Alma amaba para después poder hacerlo reventar.
Pero de los ojos de Alma, empapados por la lluvia, no salió ninguna lágrima. Eso pareció extrañar a Tristeza que, atónita, contempló como todos sus argumentos eran rebatidos con una sonrisa tan sincera que no daba crédito a lo que estaba viendo.
Parecía que la chica era inmune a todo ataque que proviniese de cualquier tipo de maldad e intensidad de daño.
Fue entonces cuando Tristeza comprendió que Alma pertenecía a su mundo y no al de los humanos.
Sabía de una chica a la que nadie solía escoger para emerger del letargo y acudir al mundo real, pero nunca imaginó que Alma fuese una criatura libre de pasearse por todo el espacio de transformación humana sin más ataduras que su propia moral y ética le indicasen.
Confusa y vencida, Tristeza partió a las profundidades del bosque cuando la lluvia ya amainaba.
El cielo se abrió y Alma por fin pudo sentir algo, curiosamente parecido a la Tristeza, pero que colocaba una sonrisa en su rostro.
Se trataba de la visión de las estrellas junto con las tres lunas.
Se apoyó sentada contra un árbol y, ligada emocionalmente a la tercera, no la más brillante ni la más grande, se quedó dormida justo después de desear que alguien humano la escogiese para poder escapar de ese lugar, un territorio plagado de pruebas de donde pocos humanos, muy pocos, lograban salir con la entereza con la que una vez entraban en él.

domingo, 14 de septiembre de 2014

La montaña de la soledad






El primer tramo resultaba sencillo, tan solo había que caminar, como si de dejarse llevar por una cálida corriente se tratase.
Ya en las primeras rampas nevadas uno podía ver a otros abandonar la marcha, renunciando a la escalada para acudir en busca de un lugar o una compañía acogedoras.
Ya superado el primer tramo era cuando, con dificultades para observar por culpa de ciertas ventiscas, uno podía ver la primera gran pared de hielo que se erguía hasta decenas de metros sobre él. Era en ese momento cuando el hombre se percataba del valor que tenían realmente los dos picos que dos mujeres, una rozando la veintena y la otra la cuarentena, le habían regalado en diferentes puntos de su vida.
Probó suerte durante horas, golpeando con fuerza la gran pared de hielo, siendo los picos constantemente escupidos por un muro al que parecía no hacerle ni cosquillas.
Entonces comprendió que, aunque sus manos indicasen cierta intencionalidad por escalar la pared de hielo, su cabeza seguía aferrándose a recuerdos plagados de calidez, lejos de ese lugar tan hostil y frío. Y de algún modo supo que solo logrando una perfecta armonía entre sus pensamientos, emociones y acciones, los picos realmente funcionarían.
Debía ser consciente de la situación en la que se encontraba en ese preciso instante, y grabársela a fuego para no perder el rumbo en una escalada que, habiendo apenas comenzado, ya producía en él una sensación de agotamiento mental.
Pero alzó la vista a lo alto de la pared de hielo, y gritando y golpeando con máxima intensidad, se sinceró con toda la montaña que le observaba y le sentía firme e imperecedera.
Tengo miedo a la soledad. Eso fue lo que le dijo, y el pico de su mano diestra se clavó en el hielo.
Y así continuó durante lo que se le antojaron horas.
Cuando hubo llegado a lo más alto del muro de hielo, quedo tirado en el suelo, rendido, pero analizando lo ocurrido.
Comprendió que la montaña era simplemente eso, una montaña que él quería escalar. En realidad lo verdaderamente importante no eran los metros ascendidos, sino que se había estado sincerando consigo mismo durante horas, como si el hielo hubiese actuado como una especie de espejo al que solo servía decirle la verdad.
Pero sentía que quedaba camino, mucho camino, para coronar la montaña.
Tras varias laderas, laberínticas y solitarias, sintió un atisbo de pánico cuando vio una cabaña, al parecer abandonada, en el centro de un lugar rodeado de muros de hielo de los que docenas de avalanchas caían para morir a lo lejos, lamiendo los pies del lugar donde se encontraba.
Un anciano, cargado con madera, se acercó a su posición y le preguntó si quería pasar, puesto que se disponía a encender una gran hoguera y celebrar la llegada de un amigo.
Él ya le conocía, pero al parecer el anciano no recordaba nada.
Sintió un estremecimiento al declinar la oferta y seguir con su camino, puesto que en un mismo instante una serie de relámpagos iluminaron la noche, y no supo qué le dio más respeto, si la visión de las furiosas avalanchas o la mirada completamente ida del anciano.
En ese punto comprendió la abrumadora cantidad de respuestas que uno puede obtener simplemente guardando silencio.

Siguió su camino, y tras escalar varios muros más, sinceridad en mano, le invadió la tristeza y la desesperanza. Cayó arrodillado al suelo preguntándose entre un torrente de lágrimas si alguien en ese momento estaría pensando en él, queriéndolo cuando él había demostrado con los picos no quererse en absoluto.
Fue entonces cuando su vista se posó en su muñeca derecha.
Alguien había renunciado a parte de su suerte para entregársela a él.
Y las lágrimas brotaron con aún más intensidad, en un nudo de diferentes emociones capitaneadas por la tristeza y la felicidad.
Hasta que una melodía deshizo el nudo de las emociones y quitó el control a la cúspide de la pirámide, que llamaba rugiendo a los sentimientos descontrolados para hacerle sufrir al máximo, o reír, o cualquier cosa llevada a su máxima expresión.
Mientras la música fluía haciéndose ecos por todo rincón de la montaña, suave y elegante como la caricia de una voz que cantaba exigiendo con muy buenos modales que había llegado la hora de levantarse y acabar con el trayecto.

Necesitaba estabilidad y libertad en ese tramo final, pues la melodía había disipado la ventisca que lo cegaba y frente a él se encontraba el último muro que conducía a lo desconocido, lo que moraba en la cima de la montaña de la soledad.
Y de algún modo, en quizá su fantasía, era consciente de que había personas preocupadas por él que deseaban que lo lograse con todas sus fuerzas.
Así pues, alimentó el hambre que sus emociones habían pasado durante años y años de ingesta de alcohol. La alimentó con emociones reales, no distorsionadas, en pequeñas cantidades pero a ritmo organizado.
El muro final no se iba a ir a ninguna parte, y él tampoco.
Medicó su mente sintiendo tristeza por el anciano del camino.
Y sólo cuando estuvo preparado, picos en mano y mochila vacía, le contó a la montaña, a su yo interior, a su imaginación y a su realidad, al holoceno y al mundo real, que sus habituales castillos en el aire ya no aparecerían nunca más.
El día a día marcaría su vida, y él trataría de superar los obstáculos exactamente como todos los demás seres adultos, encajando el golpe y volviéndose a levantar sin perder la cabeza por el camino.
Fue el ascenso más sencillo, aunque también fue una despedida... Hacia sí mismo.

En la cima no había primavera. No había fiesta sorpresa. Había pedruscos y paz. Y vistas.
Pasó horas admirando el laberinto de montañas que se erguían sobre y por debajo de la montaña de la soledad.
Identificó la que podría ser su montaña del miedo, negra como la noche más cerrada, pudiendo comprender como llegar y salir de ella, como escalarla en caso de que fuese necesario. Contempló la del amor, colorida y bella. La de la rabia y muchas, muchísimas más.
Eran las vistas más privilegiadas que había contemplado jamás.
Y gracias a la escalada de la montaña de la soledad, al fin tenía una brújula, su brújula, para poder viajar sin miedo a quedarse solo, pues se tenía a si mismo, quizá por primera vez.
No quería detenerse, no todavía.
Frente a él, a meses de camino, quizá años, un escarpado pico se erguía imponente sobre el resto de montañas que parecían montoncitos de arena en comparación.
Quizá lo consiguiese, haciendo justicia a los picos que habían regalado, capaces de destrozar el hielo más férreo con la única exigencia de la sinceridad.
Recordó la melodía que tanta fuerza le había dado, y se dispuso a viajar en dirección a ese pico que decidió llamar como nunca esperó llamar a reto alguno en su vida.
Era el pico de la independencia.

domingo, 7 de septiembre de 2014

La sirena



Se miraban fijamente.
El oleaje lamía los pechos de la sirena, que había pasado una gran cantidad de tiempo tratando de hacer ver al hastiado hombre algo que no acababa de entender.
En el cuello de la sirena, una especie de figura, como si de un tatuaje a medio camino entre la cabeza y el corazón se tratase, lucía en esa noche donde las lejanas luces anaranjadas permanecían cada vez más tenues y apagadas.

Pero hay que echar la vista atrás para comprender por qué estaba hastiado el hombre.
Se había pasado nadando, resistiendo por mantenerse a flote, los diez últimos años de su vida. Y no lo había hecho donde el mar estaba en calma o ligeramente embravecido.
Lo había hecho en el mismo centro de la gran e inmensa tormenta.
Desde que vio los relámpagos tiempo atrás, pensó que allí daría con la solución. Muchas otras personas lo habían intentado y algunos de los cadáveres aún permanecían a flote.
Pero él peleaba y peleaba con sus afiladas armas.
Lanchas cargadas de alcohol y lanchas cargadas de medicamentos.
Mientras él veía como era sacudido e impulsado por olas de tamaños imposibles, le parecía ver en el lejano horizonte tres luces naranjas que a cada acometida del alcohol parecían brillar más.
Y es que... ¿Cómo le iban a ayudar unos medicamentos cuando lo que requería en esas terribles aguas era pelear al máximo nivel?
Todo acababa siempre igual.
Cuando había logrado vencer a un buen número de olas, llegaba las más terrorífica y gigantesca, que le hacía perder el conocimiento, despertando de nuevo en algún punto intermedio entre las anaranjadas luces y la gran tormenta.
La noche eterna se cernía sobre él cuando, agotado de intentar superar la tormenta peleando cara a cara contra ella, recurría a los medicamentos para descansar y al alcohol para liberarse de su sufrimiento soñando con poder dar con tierra firme algún día.
Cuanto más alcohol bebía, más furioso se ponía, y un día se acercó tanto a las luces, quizá sedado por la medicación, que contempló como las luces correspondían a tres enormes volcanes que escupían su lava incendiando toda la costa de lo que parecía ser una pequeña isla.
Resultaba en ese momento evidente para él, que existía una estrecha relación entre esos volcanes y la ingesta de alcohol, pues a cada trago un estruendoso estallido de piedras y lava salía de ellos.
A veces le parecía a personas asustadas a lo lejos, pero él seguía sin admitir ninguna otra posibilidad que no fuese la salida de ese infierno emocional a través de la superación de las aguas de la tormenta.
Emocional porqué, tras tanto tiempo tratando de salir de esas aguas, se había al parecer creado un vínculo entre él, las olas y los volcanes.

Los cientos de relámpagos iluminaban tanto la noche como la ubicación de la tormenta.
Con todas las fuerzas que le quedaban se introdujo en ella.
Y creyó haber escalado la gran ola.
Sin embargo, el resultado fue una multiplicación de la virulencia de la gran tormenta. Era como mil veces más potente. Y en algún punto de su incredulidad el hombre fue catapultado a algún punto desconocido de ese oscuro mar de emociones descontroladas, entre los volcanes y la maldita tormenta.
Lloró, lloró desconsolado largas jornadas, desesperado por ya no saber que hacer, cuando súbitamente se percató de dos cosas.
Una, que los volcanes se habían prácticamente apagado.
Y dos, que una preciosa sirena había emergido de las profundidades para quedárselo mirando fijamente.
Finalmente, el hombre, horrorizado y ensimismado al mismo tiempo, comprendió todo cuanto la sirena había tenido a bien transmitirle.
Era hora de empezar a actuar.
Y lo principal era dejarse llevar por la corriente.

Sin embargo, la despedida de la sirena, que, contenta, regresaba a las profundidades del océano, dejó al hombre confundido.
Miró a los cercanos volcanes de la pequeña isla y a la lejana tormenta, situada en extremo opuesto.
Volvieron las lágrimas y su cabeza se partió en dos. Por un lado sabía que su deber contraído con la sirena era dejarse llevar por la corriente. Mientras que, por otro lado, una extraña frustración alimentaba y alimentaba su interior de algo claramente desagradable.
Y fue esa parte la que cogió fuerza, ganando terreno mientras su responsabilidad quedaba más y más oculta.
Pero no desapareció.
Mientras causaba la mayor triple erupción, que habría de arrasar con toda isla en las próximas jornadas, una energía impresionante llegó a él cuando nadaba a un ritmo frenético directo a la tormenta, habiendo aparentemente olvidado todo cuanto la sirena y él habían compartido.
Pero ese pequeño compromiso adquirido, y la pequeña parte de él que aún se resistía a desaparecer,
hizo que detuviese su marcha junto a una lancha de medicación.
Y, quizá por vez primera en los diez años de lucha, se medicó consciente de que eso daría al traste con las violentas erupciones volcánicas y su enésimo intento por superar la tormenta escalando todas las olas, incluida la monstruosa y psicótica ola final.
Todo se detuvo.
Regresó a un punto cercano a la parcialmente desolada isla y, concentrado en los significados que podía tener la figura del cuello de la sirena, se hizo el muerto y se dejó llevar por la corriente.

Poco después, su cuerpo notó tierra bajo él.
Se levantó y vio a lo lejos como familiares y amigos, que parecía hacer una eternidad que no veía, acudían a toda prisa a ayudarle.
Antes de caer al suelo y desmayarse, no vio rastro de volcanes, ni de grandes tormentas, ni de sirena alguna.
Pensó en lo mucho que quedaba por hacer, aliviado de estar al fin en tierra firme, allí donde se construyen las cosas que de verdad son reales, que de verdad merecen la pena.
No hubo lágrimas para la sirena en esa ocasión. No porqué pensase que fuese una posible alucinación, que no consideraba que lo fuese, sino porqué la sirena iba a poder verlo y sentirlo durante el resto de su vida en esas aguas calmadas, estables, donde durante tanto tiempo se miraron, transmitiéndose el uno al otro cada uno su mensaje.
Él la llevaría por siempre en su corazón, y es que por mucho que no perteneciesen al mismo mundo, por mucho tiempo o distancia que acabase por separarles, ya llevaba por siempre un pedacito de ella en él.

Cayó al suelo mareado, y justo antes de que todo se volviese negro, ya con sus seres queridos bien cerca, pensó en lo mucho que le quedaba por hacer, y deseó ya por fin poder empezar lo antes posible tras diez años de dolor y de locura, de volcanes y tormentas y lucha sin sentido común.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

El espejo de Sarah





Sarah era psicóloga forense.
En su trabajo había resuelto miles de casos, aliviando o castigando, y seguía en ello, pero ya con menos ímpetu, menos efusividad.
La noche del veintitrés de marzo, a la edad de cuarenta años, tuvo una experiencia que quedó grabada a fuego en su interior para siempre.
<< Quizá fue solo un sueño... >> Se decía ya diez años después intentando reducir la ansiedad que el mero recuerdo de los acontecimientos le provocaba.

El caso es que una noche, mirándose al espejo tras lavarse la cara, contempló como su campo de visión se desdoblaba y como, súbitamente se sentía mirándose al espejo y al otro lado de él al mismo tiempo.
Sentía su mirada cargada de empatía y buenas intenciones, que trataba de dar con el motivo de porqué ese reflejo suyo la miraba de ese modo.
Pero al mismo tiempo también sentía la mirada del otro lado del espejo, encendida y furibunda, escudriñándola tratando de dar con la brecha por donde poder hundir los victoriosos dedos de quien da con el talón de Aquiles de su más acérrimo enemigo.
Fue en ese instante cuando se fue la luz.

Era como si hubiese desaparecido todo menos el suelo que las sujetaba. La respiración agitada de la Sarah que solo pretendía ayudar chocaba con la Sarah que, aunque invisible, se podía notar, casi palpar, como anunciando algo que iba a marcar el curso de sus vidas.
La Sarah buena dio un brinco cuando la otra asió su mano y comenzaron a caminar.
Como muertos vivientes recorriendo una eterna senda de sufrimiento contemplaron todos y cada uno de los casos que Sarah había resuelto.
Unos se acercaban a la Sarah más empática en busca de un abrazo que culminaba con sus cuerpos en el suelo de ese abismo y el vello de la psicóloga totalmente erizado.
Otros, en cambio, huían despavoridos tras aguantar unos segundos la mirada de la Sarah que había emergido del espejo, que con unas pocas palabras y alguna que otra pequeña carcajada que solo la primera Sarah sabía escuchar y comprender, provocaba tal reacción.

Cuando hubieron concluido el bagaje, ya repasados todos los casos de más de una treintena de años de trabajo, ambas Sarahs quedaron frente a frente, mirándose tal y como lo habían hecho en el espejo del baño, parecía, mucho tiempo antes.
Estaba claro que la ayuda que la Sarah más calmada y cargada de buena fe le era escupida de inmediato por la otra Sarah, que tan solo aguardaba un descuido, una bajada de guardia, para atacar directa a donde más dolía.
La primera Sarah se percató de que posiblemente la única vía para resolver esa situación era fusionarse con la otra Sarah, a la que conocía bien. Pero la otra Sarah tenía ansias de existir más tiempo, pues no consideraba que estuviese obrando mal, sino impartiendo justicia de un modo que la saciaba de una felicidad casi parecida a la diversión.
Tras horas mirándose fijamente con suma concentración, volvió la luz.

La Sarah que, aún con la cara mojada, miró al espejo, no vio más que su amable mirada, y resopló para sus adentros.
Pero ya no volvió a dormir bien nunca más.
Pues desde esos adentros, cada vez que cerraba los ojos en la oscuridad, le era devuelta una tímida carcajada de quien había nacido para dar con las brechas de las malas personas y hacer de sus defensas mil pedazos para condenarlos al infierno.

martes, 2 de septiembre de 2014

Un paso a la realidad



Cuando las pesadillas comenzaron a torturarle, el chico tuvo que aprender forzosamente la existencia de dos mundos que se entremezclaban en su cabeza.
Pronto, a la edad de siete años, a la agonía de la mayoría de sus agitadas noches se le sumó la agonía en el supuesto mundo real donde se suponía debía estar a salvo.
Sin verdaderos amigos, presa del pánico nocturno, fue creciendo acumulando puñaladas, que su ya por entonces maltrecha mente filtraba en un odio irracional a todo aquel que se acercase para mostrarle algo de cariño y comprensión.
Aceptarlos hubiese sido lo más lógico, lo más sencillo, lo más sano... Pero algo se había despertado en su interior.
Se trataba de una ira rabiosa con la que él podía jugar como si uno más de sus muñecos se tratase.
El truco simplemente consistía en no dejarse conocer, o mostrar las partes adecuadas.

Evidentemente el chico tuvo que crecer hasta la adolescencia para diseñar inconscientemente la técnica. El periplo que lo condujo hasta ese punto era una repetición constante de horribles pesadillas y personas que le fallaban, e incluso herían en lo más hondo de su ser.
Fue en ese punto donde la primera capa de cebolla lo envolvió.
Su risa y afecto quedaron sellados en sus primos, mostrando a los demás una cara de poker que solo su mirada podía romper.
Fue tras una pelea familiar que él orquestó desde el centro del huracán haciéndolo saltar todo por los aires donde lo perdió todo por primera vez.
O eso es lo que sintió.

Eran tantas ya las capas de cebolla alcanzada la madurez que él ya no sabía del todo bien ni quien era. Parapsicólogos indicando direcciones revolucionarias, alucinaciones y delirios que parecían fusionarse a la perfección con sus peores pesadillas y, ya quizá demasiado tarde, la irrupción de un ejército de psicólogos y psiquiatras que parecían concluir lo mismo... La gestación de la locura.
Intentó mantenerse en pie, hasta que finalmente eran tantos los disfraces, tan elevado el miedo a la soledad y tan intensa la ira contenida, que las capas de cebolla dieron paso a una armadura con la que moverse aplastando a placer a los demás, amigos o enemigos, familiares o desconocidos.
Desde dentro de la armadura el sujeto parecía haber sufrido una especie de regresión.
Era como un niño jugando con su juguete preferido.

¿Por qué contener la ira ante alguien que considerabas te había fallado cuando podías volatilizar su corazón?
¿Por qué arriesgarse a moverse a un lugar cuando mentalmente podías crear anticipatorias casi infinitas hasta dar con el motivo de no hacerlo?
¿Por qué dejarse ayudar por una familia que te trata como un niño cuando es la armadura lo único que debería quedar visible de ti?
¿Por qué confiar en unos médicos que te habían encerrado en los lugares más horribles que tu imaginación había podido concebir?

La respuesta, claro está llegó tarde. Porqué el hombre no era quien para juzgar a nadie, y mucho menos viendo la realidad a través de una armadura. Porqué en esta vida hay que caminar y arriesgarse, y hacerlo totalmente ebrio le quita todo el sentido a cualquier paso que des. Porque su familia nunca, jamás, le desearía ningún mal, bajo ninguna circunstancia. Y finalmente, porqué los médicos no ganan nada torturándote, a no ser que te encuentres en una situación muy grave y sea necesaria cualquier tipo de intervención.

Era una respuesta que ponía en jaque todo por cuanto había luchado, por él y por su dios imaginario, durante prácticamente una década.
Era una respuesta que invalidaba severamente no ya únicamente el uso de la despiadada armadura, sino cualquier capa de cebolla inventada o por inventar.
Era una respuesta que ahogaba la ira en un mar de lágrimas, invitándole a moverse sin miedo, confiando en los suyos y en la ayuda de unos profesionales que muy probablemente le conocían mejor que él a si mismo.

La armadura comenzó a pesar una mala tarde y una peor noche. Pero se negó a quitársela. Aprovechó los acontecimientos para iniciar un vuelo suave con ella. Un vuelo de esos que suelen acabar mal para él o los demás.
Tras unas horas de vuelo, una de esas pocas personas que a lo largo de su vida le habían visto realmente, sufriendo generalmente y totalmente aislado de la realidad, le habló sin tapujos acerca de varios temas relacionados con el modus operandi de lo que había creado.

– Esto es para ti. – Le dijo al individuo de la armadura.

Cuando él miró de que se trataba, esperándose ya lo peor, contempló con ojos cansados que se trataba de una preciosa flor.
Y redirigió su odio hacia las preguntas nocivas que durante tanto tiempo se había hecho.
Pues, ahora que tenía la respuesta, se percataba de que esa persona no había hablado con la flamante armadura, ni con ningún conjunto de las capas de cebolla, sino que había hablado con esa persona que tanto se ocultaba y tan esquiva resultaba.
Le parecía una blasfemia agarrar la flor con la armadura puesta, fingiendo que sentía su tacto o podía oler su fragancia.

Finalmente se quitó la armadura y la dejó allí, abandonada en un recóndito lugar del que pasado poco tiempo saldría y esperaba regresar solo para dar unas inmensas gracias a un equipo que, poco a poco, con mimo y paciencia, logró dar con la forma de efectuar un espejo ante alguien que se niega a abrir los ojos.

Ahora sí podía asir con delicadeza la flor.
Olía a vida, a deporte y a formación.
Y tras tanto tiempo perfumado con el olor de la guadaña de la psicosis, putrefacta e irreal, esa flor, ese eco de esperanza, le pareció el regalo más bonito que se le podía hacer a alguien gravemente lesionado en esa zona donde muchas veces te preguntas por qué hay que aferrarse a lo real cuando la mente tiene viajes a tantos lugares.

La respuesta, quizá llegó a tiempo.
En la realidad se hayan todos esos pequeños momentos que dan verdaderas fuerzas para continuar, en un conjunto de caminos que se entrelazan y se separan, pero en los que hay que poner el verdadero empeño por seguir, ya que eso es lo lógico, lo duro y lo bonito de lo real.