Llevaba toda la vida adorando el frío,
la nieve, la lluvia, el viento y las furiosas tormentas. Llevaba toda
la vida haciéndose amigos como peluches o secciones marítimas.
Llevaba toda la vida como un rey que se enroca cada vez más en una
partida de ajedrez que parece no tener fin. Sus peones, a modo de
personalidades, ocultan su llanto, su reina, a modo de su fe,
consuelan sus lágrimas. Mientras sus torres, alfiles y caballos, a
modo de cerebro y corazón, atacan a ciegas a un enemigo desleal que
intuye pero cuesta horrores vencer.
Cuando cree tener la partida en la
mano, cuando todo cobra sentido y al fin se considera digno de mirar
a su rival a los ojos para arrancárselos y finalizar con la raíz de
todo mal, entonces la reina da una orden imprevista. Le dice al rey
que no llore más y deponga sus lágrimas de dolor. Que pierda esa
partida.
Puesto que personifica su fe, la reina
hace abdicar mediante un breve tiempo de reflexión al rey que da la
orden directa al resto de sus servidores al arrodillar él su misma
rodilla ante Ella.
Has ganado la batalla, le susurra su
Reina mientras el rey descubre arrodillado lo que es llorar de
alegría viendo como el mal destruye el tablero erigiéndose como
justo ganador.
Llevaba toda la vida queriendo frío y
mal tiempo para poder encontrar un lugar en el que su corazón
vistiese a juego. Una vida donde los peluches eran sus amigos puesto
los seres vivos no le habían demostrado ser lo suficientemente sanos
como para poder confiar ciegamente en ellos.
Y ahora le aseguraban que iba a salir
el sol.
¿Estaría preparado para disfrutar de
un cálido verano?
¿Un ser herido de muerte podía aún
resucitar cual ave fénix y recuperar su vuelo?
Tan solo unos pasos más allá, unos
pocos pero estrictos pasos, estaba todo cuanto el sujeto anhelaba.
De momento debía despedirse de su mar
y su peluche, de su partida ganada o perdida y su relamer diario de
las heridas.
Porque había que ponerse a caminar.
Nunca el esfuerzo había sido tan bien
recompensado.
Lejos, muy lejos ya, su antiguo rival
se burlaba de él por su derrota. El sujeto sonreía, pues su corazón
ya podía confesar que odiaba el mal tiempo, y que estaba dispuesto a
buscar el calor que su Reina, su fe, siempre persiguió.
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