La mudanza
Jerry conducía por encima del límite de velocidad en dirección a su casa. Cada vez que miraba por algún retrovisor ahí estaba ella, esa extraña mujer.
Se había mudado hacía bien poco a una casita en las afueras, y desde entonces que le sucedía algo de lo más peculiar, ahí donde mirase su reflejo aparecía también el de una mujer de unos treinta años observándole atentamente.
Era como si controlase permanentemente sus movimientos.
Aún no había dicho nada a su esposa, Mery, ni a sus dos hijos, Peter y Anthony.
Ni siquiera el día en que, presa del pánico, golpeó con tal fuerza el espejo del baño que lo partió en mil pedazos. Sin ningún resultado salvo la cabeza y la mano magulladas, en los restos del cristal seguía vislumbrándose la silueta del espectro.
Dijo que había sido un accidente.
Ahora se disponía a hacer algo que antes le había tenido totalmente atemorizado, subir al ático de la casa.
Debía hallar el modo de deshacerse de la entidad antes de que todo comenzase a complicarse. Peter ya había advertido que sentía cosas extrañas por las noches, y Anthony empezaba a tener miedo a la hora de irse a dormir.
De modo que subiría al ático de la casa a ver que encontraba, pues era el único sitio en el que todavía no se había puesto a mirar.
El entierro
Cuando Jerry subió al ático enseguida
vio aterrorizado lo que en esa casa le había estado esperando. Se
trataba del cadáver medio descompuesto de, supuso, la mujer que le
perseguía a través de todo reflejo en el que detuviese la vista.
Tocó una de sus piernas y tuvo una
visión, un terrible asesinato de una niña pequeña a base de
golpearla dentro de un saco con un bate de béisbol. Vio como unos
padres destrozados la enterraban en el jardín exterior de la casa.
Imaginó que ese cadáver debió
pertenecer a la madre de la criatura, y que todo cuanto deseaba
después de suicidarse era descansar junto a los restos de su hija.
Mery había ido a buscar a los niños a
la escuela, tenía tiempo de sobra para llevar a cabo la labor.
Pensó que si llamaba a la policía
nunca se desharía de las terribles visiones de esa mujer que le
perseguía desde que llegaron a su nuevo domicilio.
Una hora más tarde Jerry había dado
con los restos de la niña asesinada y había enterrado junto a ellos
el cadáver encontrado en el ático.
Entró en la casa, se dio una ducha y
se relajó en su sillón sirviéndose un whisky, esperando a los
suyos.
Pero no fueron ellos los que llegaron.
De las llamaradas de la hoguera que
ardía frente a Jerry, emergió el rostro de una niña que se
retorcía de dolor emitiendo unos gritos que más bien parecían
aullidos recién salidos del mismísimo infierno.
El demonio
Las visiones de la mujer no solo no
desaparecieron. Se les sumaron las de la niña, su hija.
Desesperado, finalmente Jerry decidió
pasar horas frente al espejo del baño esperando algo, alguna señal
de lo que debería hacer.
Al cabo de unos cuantos días, la mujer
habló.
— ¡Sepáralos! ¡Por lo que más
quieras sepáralos! — Fue lo que le dijo.
Al instante Jerry supo que el cadáver
hallado en el ático no correspondía a la mujer de sus apariciones,
sino al asesino de la inocente niña pequeña.
Habló con un colega parapsicólogo que
le dijo que al unir ambos cadáveres había ligado al mismo tiempo
las almas de ambas entidades. Ya de nada servía separarlos en el
plano físico, la unión astral estaba hecha, y al parecer el alma
del cadáver del ático estaba ligada a la de un antiguo demonio.
En sus visiones, la mujer aparecía la
mayoría de las veces llorando, con su hija al lado, gritando
histérica por el dolor que se le estaba infringiendo.
Angustiado, Jerry habló al fin con su
mujer, que en un principio no se creía la historia que estaba
oyendo.
Mery creía que si un demonio era lo
que torturaba a la niña, necesitarían a un exorcista para que madre
e hija pudiesen descansar en paz.
El exorcismo
Robert, el colega parapsicólogo de
Jerry, sabía hacer exorcismos, según le había contado en un puñado
de ocasiones.
Se reunieron él y Jerry en el ático
de la casa, donde originariamente había sido encontrado el cadáver
del supuesto asesino.
Allí la energía era más intensa,
según decía Robert. Debió ser el lugar donde tuvo lugar el brutal
asesinato.
Media hora después todo era un
festival fantasmagórico. Las cosas volaban por todas partes mientras
Robert pronunciaba las palabras de cierto antiguo ritual.
Una hora después todo había acabado.
Robert y Jerry se despidieron, quedando
en que si algo raro ocurría se llamarían de inmediato.
Las visiones seguían ahí, aunque
ahora madre e hija se abrazaban mirando fijamente, aterrorizadas, a
Jerry.
«Al menos la pequeña ya no sufre»
Pensaba Jerry.
El exorcismo había alejado de la alma
de la pequeña al demonio, al que no obstante habían perdido la
pista.
El interrogatorio
— ¿Dice que no se acuerda de nada? —
La voz del policía sonaba grave, inquisitiva.
Jerry estaba en una sala de
interrogatorios. Había sido hallado en el ático de su casa, tumbado
en el suelo con un montón de fármacos a su alrededor.
— No, todo está confuso desde que vi
a Robert por última vez... — Ya les había contado la historia del
cadáver en el ático, el entierro en el jardín y el exorcismo.
Un segundo hombre entró en la sala.
— ¿Les reconoces, hijo de puta? —
Dijo golpeando unas fotos sobre la mesa de metal.
Los rostros desfigurados por los golpes
de Mery y los pequeños Peter y Anthony hicieron que Jerry rompiese a
llorar.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Quien ha
hecho esto? — Balbuceaba.
Lo condenaron a muerte por el asesinato
de su familia.
Antes, no obstante, recibió la visita
de su amigo Robert.
Lo que le reveló lo dejó patidifuso.
— Vaya Jerry, siento verte metido en
este lío. — Robert estaba diferente a como lo recordaba Jerry. —
El demonio me habló, Jerry, habló conmigo. — En este punto su
mirada se encendió.
— ¿Qué te dijo? — Preguntó
Jerry, furioso, incrédulo.
— Un último huésped, era todo
cuanto quería. A cambio me ofrecía largos años de vida.
Cuando Jerry se puso agresivo se lo
llevaron para adentro de nuevo, mientras Robert salía silbando de la
prisión.
En su celda no había espejo, pero cada
vez que pasaba cerca de alguna superficie reflectante, podía ver a
las aterrorizadas madre e hija, abrazadas, mirándole fijamente, a
las que se había añadido su propia familia.
Dicen que les metió vivos en sacos,
para luego apalearlos hasta la muerte.
Él había sido un huésped, pero no el
último.
El demonio jamás se detendría.
El fantasma de Jerry
Cuando se hubo cumplido la condena,
Robert descansaba cómodamente, sabedor de que gracias a su pacto
nada podía quitarle la vida hasta dentro de muchos años.
Un día, cepillándose los dientes, al
alzar la mirada vio a Jerry mirándole en el espejo. Se giró
velozmente pero no había nadie.
Las visiones, con el tiempo, no
hicieron más que intensificarse, en número y magnitud, hasta que a
Robert no le quedó otra que obedecer los designios del fantasma que
le atormentaba.
Fue a la antigua casa de Jerry, subió
al ático, y ahí se quito la vida. Al parecer, los demonios no
cumplían sus promesas.
El espíritu del demonio quedó
finalmente asociado al cadáver de Robert, a la espera de que alguna
otra desdichada familia decidiese mudarse a aquella acogedora
urbanización.
El fantasma de Jerry, por su parte,
quedó condenado a no poder ver a los suyos por siempre jamás, pues
habían sido sus propias manos las causantes de la muerte de éstos.
En el solitario entierro de Jerry,
apenas un puñado de personas lo acompañaban, en la gran foto que
presidía la lápida, se podía ver reflejada la silueta de la mujer
y su hija que, abrazadas, sonreían felices, al fin juntas, lejos del
demonio que un día las separó.