Smith buscó a Dios, y en su búsqueda terminó por decidir que le
serviría un encuentro con cualquier Dios.
Ante su fracaso, pasó a escribir dios con un desprecio que no
hacía más que acrecentarse a cada nueva experiencia en su confusa
existencia.
Finalmente sintió que quería desaparecer en cuerpo y alma de la
faz de la existencia.
Liquidar todo rastro de vida de su cuerpo se le antojaba sencillo,
pero eliminar el rastro de su existencia como parte de la energía
que le debía dar forma a todo cuanto le era negado a sus ciegos ojos
era más complicado.
Si bien para alcanzar una presencia cercana a lo divino tuvo que
construir y construir dando rienda suelta a toda su imaginación y
miles de experimentos con lo que se consideraba real, decidió que
para borrarse a si mismo debía emular a una especie de agujero
negro. Un agujero tan inmenso y poderoso que actuase de imán para
todo lo conocido en cualquier línea de tiempo.
Fue ahí donde Smith desarrolló la mayor desesperanza, la más
absoluta melancolía y la más hiriente tristeza jamás imaginados.
Se ató a ese agujero negro para custodiarlo hasta el final de su
proyecto, ese punto en el que cualquier atisbo de vida ya hubiese
sido absorbido y destruido, ese punto donde incluso las últimas
estrellas ya comenzasen inevitablemente su viaje al agujero negro,
obligando al universo conocido a replegarse paulatina pero
constantemente, siempre escoltado por la tétrica melodía que
representaba la sonrisa, casi carcajada, de un Smith satisfecho con
la destrucción de todo y todos, pues en su extinción radicaba la
única forma que concebía de hacerse desaparecer a sí mismo.
Como si de un virus informático se tratase, éste impregnó
velozmente a muchas de las criaturas vivas del universo. Smith se
sorprendía de lo efectivo que resultaba, una vez despojado de su fe
y su esperanza, atrapado en la tela de araña de la melancolía donde
la ilusión se marchitaba hasta la muerte de su luz, que un ser
quisiese acabar con su vida del mismo modo que Smith deseó una vez
cuando tuvo su oportunidad de hacer de su hábitat algo mejor.
Y resultaba contagioso.
Funcionaba.
El potenciar los miedos una vez el ser vivo se topaba con la
encrucijada de vivir libre o ser preso de ellos era como un
interruptor en el proceso suicida que Smith había diseñado.
En su búsqueda de dioses éste había informatizado prácticamente
todo cuanto conocía, incluidos los sentimientos, para ir escalando
la pirámide que finalmente le condujo a la rebeldía absoluta ante
toda creación.
Así pues, el plan era perfecto, ya tan solo era cuestión de
esperar, llamando a propios y extraños atrayéndolos al agujero
negro que representaba la destrucción final, la nada absoluta frente
a lo eterno y lo infinito.
La maldad que emanaba de este pérfido plan era el océano donde,
a la deriva, un simple ser humano se movía. Unas veces con más
intensidad que otras, las tormentas de la tristeza y la melancolía
sacudían las aguas del descontento provocando que la luz de su
ilusión se diluyese sin remedio ante un pasar de los días cada vez
con menos sentido e importancia.
La desesperación y el cansancio ya eran notorios, parecía que su
mente se había lanzado a una cruzada donde o irreal y lo real
batallaban sin descanso en una lucha a muerte.
No había puerto, no se discernían faros en la continua noche,
hasta que ella apareció.
El hombre ya sospechaba desde hacía mucho tiempo de la existencia
del agujero negro cuyo objetivo no era más que la siembra de el peor
de los dolores. Por más que buscaba soluciones siempre se topaba con
que lo que ideó Smith, mucho más complejo e informatizado, frío y
calculado, de lo que él podría concebir jamás.
Hasta que ella apareció.
Tras un saludo formal, en apenas unos instantes minúsculos de
tiempo, ya hablaban de un modo que el hombre veía como prácticamente
imposible. Puesto que anulaba la desesperación y la melancolía del
agujero negro, era una constante que Smith había pasado por alto.
Éste no tardó en responder con un ejército de miedos tanteando
al hombre que no respondía a los patrones a los que debería
responder ya tocado y hundido desde hacía años.
¿Volvería a verla cuando acabase su hospitalización?
¿Era recíproco lo que sentía el hombre al hablar con ella?
¿Se trataba de un rostro enmascarado lo que tenía enfrente, con
una mente que primaba el análisis de datos?
Las preguntas parecían no tener fin. Sin embargo, ¿Qué
diferencia la incertidumbre del miedo y la inseguridad?
Eso se planteaba hombre cuando, sonriendo, se percataba por
enésima vez de que no servía absolutamente de nada tratar de
controlar o vislumbrar más allá de los sentimientos de uno mismo
con el fin de sentirse más seguro.
Le habían regalado unas horas de felicidad justo cuando se
encontraba exhausto de tanto nadar en un furioso océano que
amenazaba con tragárselo para siempre.
¿Qué derecho tenía a pedir más?
¿Qué derecho tenía a
querer controlar la situación?
¿Qué derecho tenía a pretender
que ese farolillo de luz que sentía en su interior y asía con sus
manos no se extinguiese ya nunca?
Ningún derecho, se respondía, mientras soltaba el farolillo y,
con una tímida sonrisa dibujada en la comisura de sus labios,
contemplaba quedándose dormido como éste volaba ya lejos de él,
ascendiendo hacia las estrellas creando el efecto óptico de que una
nueva había nacido.
Cuando despertó, lo hizo en tierra firme, con un cercano amanecer
libre de nubes gestándose sobre él. Un hombre mayor que paseaba se
acercaba hacia su posición. Sintió un estremecimiento al contemplar
el océano que había dejado atrás en su vida y comprobar como, en
muchos de sus puntos, aleatorias y lejanas tormentas lo sacudían
apresando, a buen seguro, a otras personas que se encontraban
perdidas, muertas de miedo quizá sin saberlo del agujero negro que
Smith había ideado.
Pensó en cómo el miedo, la inseguridad y la desesperanza podían
transformar y desfigurar a las personas hasta convertirlas en parte
de un ejército de contagio del que muy pocos podían escapar a
tiempo.
Ya no podía ver el farolillo de la luz de la ilusión, del cual
se deshizo para regalarlo al mundo así como le había sido regalado
a él. Pero no era eso lo más relevante, sino que aún podía
sentirlo en su interior.
No podía responder a ninguna de las preguntas de Smith y su
ideación, pero sí podía sentirse con fuerzas para conservar esa
luz por siempre jamás, transformándola en eterna e infinita,
haciéndola a ella, que no a él, inmortal.
De ese modo podía negar a Smith lo infalible de su creación.
Pues, aunque ésta lo volviese a conducir al terrible océano para
pelear sin rumbo como a tantos otros, el hombre sentía que, al menos
un puñado de horas, se había sentido feliz, acompañado, entendido,
correspondido y rescatado, creando ésta combinación un chispazo de
luz en un reino de oscura soledad.
Que podía convertirse en hoguera o no.
Que podía crecer hasta iluminar más que un amanecer sus días o
no.
Lo importante era el chispazo original, que había nacido de la
nada para sacarlo del océano.
Si de la nada podía surgir algo tan maravilloso, entonces el
agujero negro de Smith no podía significar la extinción final. Pues
el chispazo valía para combatir cualquier miedo, cualquier
contratiempo, cualquier desgracia, con una energía positiva que no
era más que el regalo que la propia vida tiene a bien otorgarnos de
vez en cuando, para que podamos seguir adelante.
El hombre mayor llegó hasta donde se encontraba el hombre, que se
encontraba sumido en sus pensamientos mientras contemplaba el
amanecer aparentemente sereno y calmado.
– ¿Cómo has logrado llegar hasta aquí? – Le preguntó el
hombre mayor, de aguda y rasgada voz y ojos azules que se confundían
con el cielo que tanto hacía que no veía el hombre.
– Alguien me dio fuerzas... – Respondió el hombre, ya
sonriendo más notoriamente.
– ¡Pues menudo regalo! ¡Ayer la tormenta fue espantosa! –
Dijo el hombre mayor. – ¿De quién se trataba? – Añadió.
El hombre sonrió un poco más mientras se levantaba de la arena
de la playa y palmeaba el hombro del hombre mayor. Por el modo en el
que cruzaron miradas quedó claro que ambos tenían mucho que decir,
aunque no era en absoluto necesario. Cada uno se fue por su camino.
<< Una estudiante de psicología... >> Respondió el
hombre para sus adentros, mientras ponía su vista en el horizonte
donde los rayos solares comenzaban a hacerse visibles.
<< Una preciosa, inteligente y cargada de empatía
estudiante de psicología. >>
Si cada ser vivo pudiese ser capaz de recibir los regalos que la
vida otorga, los verdaderos y valiosos regalos cargados de luz, sin
tratar de conquistarlos o hacerlos suyos, simplemente con el único
objetivo de dejarlos ir y venir a su antojo, interiormente fascinados
por su existencia, la oscuridad que trata de engullirlo todo quedaría
tan iluminada que ni Smith, ni su agujero negro, ni cualquier diablo
inventado o por inventar podrían hacer nada para impedir que la
felicidad de los seres vivos perdurase, cuanto menos, durante ese
maravilloso instante en que, súbitamente, se produce el chispazo de
luz que te hace desear compartir una y mil vidas con esas increíbles
criaturas que te lo regalan como si de poca cosa se tratase, cuando
en realidad, solo con uno de ellos puede encenderse en tu interior
una hoguera que, bien gestionada, te permitiría vivir en confusos
tiempos con la seguridad de que, pase lo que pase, en cualquier
momento, alguien puede llegar o regresar para dibujar en tu rostro la
más especial de las sonrisas.
Ya en el paseo costero, con mil preguntas en la cabeza que hacer a
la persona que lo había sacado en unas pocas horas del embravecido
océano, el hombre imaginó que de algún modo ella le estaba leyendo
el pensamiento.
Podía formular cualquiera de ellas.
– Gracias. – Susurró en voz alta.
Fue lo más sincero que pudo decir.