En Greenroys su población se tomaba
las cosas con calma.
Se trataba de un pequeño pueblo cuya
principal característica eran los numerosos comercios que decoraban
sus calles aquí y allá.
Tan tranquila era su gente que al
inspector Matthew McConelly le sobraba una barbaridad de tiempo a lo
largo de la jornada para sumir su mente en todo tipo de pensamientos.
Y de lectura.
Era un apasionado de las novelas
policíacas, como si no tuviese suficiente con su trabajo.
Sin embargo, nunca había estado al
frente de ningún caso lo verdaderamente destacable como para
enorgullecerse de su labor.
Aburrido, a un paso de caer en el pozo
del alcohol, el inspector Matthew apuraba un cigarrillo en un lugar
que le gustaba mucho visitar.
En un pueblo costero cercano, Matthew
daba unas últimas caladas con la vista puesta sobre el mar.
Se encontraba en la cima de un
acantilado, y un fuerte viento golpeaba su rostro mientras su
gabardina marrón claro ondeaba en su base.
El corazón le palpitaba fuerte.
Como cada lunes a primera hora, deseaba
una y otra vez que la semana trajese a sus manos un caso que lo
sacase de su rutinaria vida, al menos por un tiempo.
Penny se despedía de su madre dentro
del coche estacionado frente al colegio.
Una nueva semana comenzaba y, pese a su
corta edad, la pequeña siempre se emocionaba justo antes de entrar
presa de un súbito pánico por ver de nuevo a Tom, el chico más
guapo de su clase.
De todo el colegio, según Penny.
Su madre, Carla Swanton, reía cuando
la veía salir del coche dando tumbos por la inseguridad en dirección
a las aulas.
Divorciada desde hacía años, Carla
recibía la pensión de su ex marido religiosamente, aunque el muy
canalla apenas tenía tiempo para su hija. Estaba de nuevo casado y
con hijos, habiendo formado una nueva familia en tiempo récord.
Tom McConelly era el único hijo del
inspector Matthew.
Todo el mundo conocía la desgracia de
aquel pobre hombre, dedicado al cien por cien a su trabajo en un
lugar que no parecía necesitar de sus servicios.
Un único caso destacable, del que
Matthew no pudo encargarse dado el estado de shock en el que quedó.
Su mujer, hacía ya muchos años, había
muerto a manos de un granuja que estaba de paso por el poblado.
Quedó viudo y con un recién nacido a
su cargo.
A Tom se le veía bien, como bien sabía
Penny, pero la sombría mirada de su padre hacía que sintieses
compasión por él.
Nunca dieron con el culpable, que se
dio a la fuga tan pronto cometió el horrible crimen.
Penny tenía el pulso acelerado.
Su compañera de mesa se había puesto
enferma, dejando vacío el sitio para otra persona.
Y Penny, sentada con una sonrisa
esperando a que entrasen todos sus compañeros, estaba obsesionada
con que esa otra persona fuese Tom.
Éste entró en el aula.
Ni siquiera la miró.
Se sentó dos filas por delante de
Penny, dejándola con la sonrisa helada y el rostro compungido.
En lugar de eso el pesado de Karl, el
chico más gordo y feo del mundo, ocupó el lugar que con tanto mimo
había estado guardando.
– Hola Penny, ¿Cómo está hoy mi
princesita? – Le dijo Karl mientras estiraba de su rubia coleta en
todas direcciones.
– ¡Largo de aquí! – Penny se
sujetaba el pelo apartando con la otra mano a aquel desagradable
chico. – ¡Señorita!
El grito alertó a la profesora, que no
reparó demasiado en la escena mientras preparaba el contenido de su
clase.
– Penny Swanton, tu compañera está
enferma. Los sitios son de todos, que te quede claro.
Mientras Karl reía, la pequeña de
ojos verdes infló sus mofletes mostrando así su enfado.
La clase transcurría con el alboroto
habitual.
Penny se sonrojaba cada vez que Tom
parecía girarse tímidamente para mirarla de reojo, pillándola
siempre con las manos en la barbilla y una mirada ensoñadora que
esperaba de modo impaciente la hora del recreo para tratar de hablar
con ese chico aunque fuese poco rato.
Carla esperaba ya con el atardecer
consumiéndose que Penny saliese por la puerta del colegio. Matthew
apareció con su mirada sombría por el aparcamiento, y se puso al
lado de ella, tocándose un extremo del sombrero a modo de saludo.
– ¡Inspector Matthew! – El padre
de Tom rara vez llevaba o iba a buscar a Tom al colegio últimamente.
Lo cierto es que vivían bien cerca. – ¿Acaba pronto de trabajar
hoy? – Matthew sonrió. Habiéndose habituado a que sus jornadas
consistiesen en darle vueltas y vueltas a la cabeza, las jornadas se
podría decir que nunca acababan, solapándose unas con otras en un
bucle sin final.
– Eso me temo señorita, mire, ya
salen.
Penny emergió cabizbaja por la entrada
del colegio.
Tras ella, Tom miró hacia ellos cuando
el inspector lanzó un silbido e hizo una serie de aspavientos con
los brazos para avisar a su hijo de que había ido a buscarle.
Cuando Penny abrazó a su madre, la
miró con ojos de súplica, sin saber qué hacer.
Carla sonrió de modo cómplice.
– Inspector Matthew, me pregunto si
le apetecería que cenemos hoy con los niños.
– Oh, no queremos resultar una
molestia señorita Swanton.
Penny entró entonces en la
conversación.
– ¡No lo seréis! ¿Verdad, mamá?
Carla sonrió de nuevo, esta vez más
ampliamente.
– Por supuesto que no. ¿Te gustan
los macarrones, Tom?
El pequeño se escondía tras el cuerpo
de su padre. Asintió con timidez, dejándose ver un poco más.
– ¡Bien! ¡Una cena juntos! –
Penny daba saltitos de emoción, después de haber soportado todo el
día al pesado de Karl encima suyo.
– ¿Le va bien a las nueve,
inspector?
– Muchas gracias señorita Swanton, a
las nueve será perfecto.
Carla hizo una mueca de desaprobación.
– Llámeme Carla, inspector Matthew.
– De acuerdo, Carla, usted puede
llamarme simplemente Matthew.
Despidiéndose cada uno hacia su coche
con sus respectivos hijos, a Carla se le hacía curioso que, a
excepción de unas pocas conversaciones superficiales, poco habían
intimado Matthew y ella en todos los años que habían coincidido con
los niños en el colegio.
Encogiendo los hombros, puso en marcha
el coche para dirigirse al supermercado donde iba a comprar lo que
pretendía que fuese una deliciosa cena para Penny y sus invitados.
Cuando el timbre sonó Penny y su madre
introducían con cuidado la segunda bandeja de macarrones en el
horno.
No sabían si a Tom y al inspector
Matthew les gustaba el queso, de modo que habían hecho dos bandejas,
una sin queso y la otra a rebosar.
A Penny le chiflaba que estuviese
derretido en el centro y gratinado en la cima.
– Penny, querida, vigila el horno.
Voy a abrir.
Carol miró el reloj de la entrada y en
él se marcaban las nueve.
Una puntualidad encomiable la del
inspector.
Abrió la puerta y allí estaban, los
dos ataviados con unas galas que avergonzaron un poco a Carol, pues
tanto ella como Penny no iban ni de lejos tan bien vestidas.
– Ins... Matthew, ¡Qué elegante va
usted!
Carol miró entonces al pequeño Tom,
al que acarició un poco el pelo engominado.
– ¡Y tú también, Tom!
Mathew y Carol rieron mientras ella
los invitó a entrar en su casa.
– ¡Penny, mira quien ha llegado, ven
a saludar!
No lo tuvo que decir dos veces.
La pequeña salió disparada por la
cocina y casi ahoga a Tom del abrazo que le pegó.
Minutos más tarde todos se encontraban
en el comedor, comiendo los macarrones de Carol.
Tom devorando, más bien.
Resultó que también le encantaba el
queso, y ahora ponía caras divertidas junto a Penny, ensimismada en
el rostro de su invitado.
Matthew se decantó por la bandeja sin
queso, alegando que a buen seguro los pequeñajos acabarían con ella
sin problemas.
Cuando hubieron acabado, Penny y Tom
fueron a jugar a la consola. De algún modo el pequeño sabía qué
consola tenía Penny, y como él tenía la misma trajo algunos juegos
para enseñárselos.
Carol recogió la mesa, ayudada en todo
momento por Matthew, para finalmente ofrecerle una copa que el
inspector aceptó de buen grado.
– ¿De modo que su trabajo le resulta
aburrido? – Carol tomaba un poco de brandy al lanzar esa pregunta,
ya sumida junto a Matthew en plena conversación.
De fondo los niños gritaban
pasándoselo realmente bien.
– Sumamente, Carol. Pero es lo que se
busca en el fondo, tranquilidad, ¿No cree?
– Exactamente. Hace ya mucho tiempo
que no ocurre ninguna desgracia en Greenroys.
Carol miró entonces al suelo. Había
metido la pata.
Se había tratado de convencer de que
no sacaría el dichoso tema, pero la bebida le había pasado una
mala jugada.
– Lo siento, Matthew... – Carol se
disculpó prácticamente de inmediato.
– No se preocupe. – El inspector
lucía ahora la mejor de sus sonrisas, cálida y amable. – Hace ya
mucho que lo superé.
Claramente el inspector mentía.
El alcohol se estaba tornando su
acompañante diario, y las no había noche en que las pesadillas le
diesen tregua.
A menudo recreaban de diferentes formas
los acontecimientos de aquel fatídico día en el que su esposa
falleció.
Fue asesinada más bien.
– Vaya, que tarde se ha hecho.
Era cierto, aunque Carol se encontraba
realmente feliz.
Penny y Tom habían dejado hacía rato
la consola para subir a la habitación de la pequeña, donde a buen
seguro Penny estaría enseñando a Tom su colección de muñecas.
Estaría muy contenta por lo de aquella noche, y tenía pinta de
poder volverse a repetir.
– ¿Qué deben estar haciendo los
pequeños? – Preguntó el inspector.
– Estando en la habitación de Penny,
lo más probable es que Tom esté siendo obligado a aprobar todas y
cada una de las muñecas de mi hija.
Las risas de Matthew y Carol mientras
subían al piso superior se vieron interrumpidas por parte del
inspector cuando algo le vino a la cabeza.
– Acabo de recordar algo que quizá
le interese. Mañana abre en pleno centro una tienda de muñecas
antiguas.
Carol lanzó un pequeño grito antes de
taparse la boca. Hacía mucho tiempo que Penny no recibía ninguna.
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Bueno, bueno a ver que nos depara esta vez esta serie de relatos tirando a terror. Por ahora solo conocemos a los personajes, así que espero con ansías su continuación
ResponderEliminar^^ Muy pronto me pongo a saco con esta historia Silvia :)
EliminarGracias por leer, un abrazo
Me has dejado con ganas de mas. Espero una nueva entrega pronto, a ver que nos deparan estos personajes de este pequeño pueblo. Un saludo.
ResponderEliminarGracias María, ¡Bienvenida al blog!
EliminarPronto llegará la continuación :D
Saludos