El marine avanzaba
cautelosamente por el sendero de tierra que se adentraba en la zona
enemiga.
Algo sorprendido por
la total ausencia de resistencia al grupo explorador que conformaban
él y sus compañeros, comenzaban a escucharse algunas mofas por
parte del resto de soldados.
– ¡Mearse en la
colmena merece la pena! – Las risas tímidas dieron paso a sonoras
carcajadas cuando Barry Thompson dejó escapar su ocurrencia.
Claymore, jefe de la
unidad visiblemente exacerbado, trató haciendo una serie de
aspavientos con sus brazos ocupados por su gran rifle que guardasen
silencio.
No le gustaba tanta
tranquilidad en el entorno.
Un pequeño
montículo parecía delimitar el acceso a un páramo abierto en el
terreno.
Cuando hubieron
alcanzado el punto para contemplar el lugar, no fue necesario que
Claymore ordenase silencio para que éste cayese como una tumba sobre
la unidad.
Cientos, más bien
miles, de huevos zerg se amontonaban por el terreno, abiertos y
sospechosamente aún viscosos.
Unos minutos después
algunos soldados comenzaban a desfallecer ante el ritmo con la que la
unidad se batía en retirada hacia el campamento base.
Lo que a sus
espaldas había comenzado como un lejano rumor se había tornado en
un ruido ensordecedor.
Esos malnacidos les
pisaban los talones.
Cuando Claymore, al
ver la fortaleza a lo lejos, comunicó, vaciando sus pulmones voz en
grito, que abriesen las puertas, no tuvo tiempo de contabilizar
cuantos de sus compañeros habían quedado atrás.
Sólo se escuchaban
gritos desgarradores, auténticos alaridos de dolor que se perdían
en el torbellino de guturales sonidos de los incontables Zerglings.
Mientras los
supervivientes vaciaban sus cargadores contra la plaga, valoró
sintiendo un escalofrío las escasas posibilidades que la fortaleza
tenía de resistir esa brutal ofensiva del enemigo.
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