Ascendía la cuesta
mientras encendía un pitillo.
El humo se esparció
a su alrededor tras la primera calada.
A pasos ralentizados
el joven emprendía la marcha a su casa.
Era una noche en la
cual el invierno llamaba a las puertas de su final. El hombre se
llamaba Jamie, y tras su media melena castaña se le adivinaba una
mirada enturbiada por el alcohol.
Como cada día,
Jamie había pasado la tarde bebiendo.
Ahora tras un breve
tambaleo la compostura le reforzaba nuevamente, junto con la ilusión
por ver a su gata… Tras ese paseo.
La ruta era
serpenteante en cuanto a ascensos y descensos, y ciertas curvas le
otorgaban un aire caótico para un caminante inquieto.
Todo lo que Jamie
atesoraba como valioso en compañía tenía un precio en soledad.
Y en ese regreso
conmemorativo a tantos y tantos momentos la pena era máxima.
De modo que el
joven, cabizbajo y taciturno, caminó y caminó surcando la noche, en
busca de su casa.
De pronto a lo
lejos, en la soledad de aquel cabo, pareció distinguir una figura.
Unos pasos más
revelaron la silueta lejana de una mujer, para finalmente ir
dibujando a una esbelta joven semidesnuda, tapada con unos harapos
azules y de piel enfermizamente blanquecina.
Jamie no osó mirar
más en plena bajada de la carretera, girando la pronunciada curva.
Pasó junto a la figura, sin mediar mirada ni palabra.
Al día siguiente,
cuando la particular jornada en el bar concluyó, Jamie había
olvidado lo ocurrido la noche anterior.
Sin embargo, cuando
puso el primer pie en el asfalto de salida del local, un escalofrío
recorrió su cuerpo al invadir su mente las imágenes de lo que
ocurrió en la curva del cabo.
Mientras serpenteaba
junto a la senda hacia su casa, un gato se puso a caminar junto a él.
Eran abundantes las
colonias en ese lugar, y lo cierto es que Jamie agradeció ese buen
detalle que el destino tenía guardado.
Pero no sabía lo
que esa noche hostil de viento desapacible le iba a reservar.
De nuevo, unos
metros más adelante, la figura estiraba esta vez su brazo derecho
hacia la posición de Jamie, que detuvo su paso congelado, no sabía
bien si bien por el miedo bien por la curiosidad.
En cualquier caso,
se precipitó de bruces al perder las fuerzas cuando,
simultáneamente, cayó en la cuenta de que el gatito recién nacido
que ella sostenía tenía una pata roída, el pelo arrancado a
mechones y el rostro mutilado, y que el rostro de la mujer, en lugar
de ojos y boca, poseía agujeros profundos y negros como la noche en
la que se encontraban.
Jamie rodó varios
metros atrás por la bajada.
Entró rápidamente
en casa y abrazó a su gata.
Horas más tarde
dormía profundamente.
Su gata se había
posado entre sus brazos y su pecho.
No obstante, un olor
le despertó. En la oscuridad de la habitación, al acariciar a su
gata no fue el cambio de tamaño lo primero que notó. Fueron los
mechones arrancados, el putrefacto olor de infecciones sin nombre.
Abrió los ojos de
par en par al comprender súbitamente lo que ocurría.
Mientras ella le
abrazaba por detrás, un ahogado gemido de Jamie sonó en la casa del
cabo.
Un cabo silencioso.
Un cabo con mujeres
en las curvas.
Joder, que mal rollo. Has conseguido que se me ponga la piel de gallina. Siempre te he dicho que el terror se te da bien, aunque es normal que no te centres en él.
ResponderEliminarSigue así, este me ha gustado mucho