Los canelones se hacen lentamente en el horno.
La casa vacía comienza a respirar el agradable olor de la receta que se está cocinando.
Ésta contiene grandes dosis de recuerdos.Un buen puñado de alegría. Una pizca de dolor.
Es ese dolor el que, por un momento, parece reavivar
cierto ajetreo en el comedor. La tele apagada se enciende súbitamente con las
últimas noticias del corazón anunciándose. Hay risas que, de súbito, conquistan
el silencio. Una vez más hay reunión familiar.
Pero la abuela no aparece.
Avanzando por largo pasillo, en la penumbra de
habitaciones cuyo polvo comienza a acumularse, las luces se van encendiendo, de
forma gradual y agradable.
De una radio nace una antigua balada.
La querida nieta canta desde el comedor buscando un eco,
pero un nudo hace presa de su garganta mientras ciertas lágrimas asoman en el
registro de su voz.
Ante aquello, los cientos de muñecas del dormitorio de
las hijas parecen cerrar los ojos, conteniendo su propio llanto.
Ese llanto que parece estar abrazado a la aflicción del
hijo mediano, que en un intento por alejarse y aislarse, pasea su mano por los
marcos de fotos que maximizan al límite sus emociones.
Los canelones siguen su avance en el horno.
En la receta puede que hubiese algo de resentimiento,
pero lo cierto es que ahora que todos esperan, ya sentados, picando unas gambas
saladas y un aperitivo variado, no parece haber rastro de él.
Son tantos años.
Son tantas reuniones.
Todas conformando una especie de correcaminos que
encuentra su final en este escenario. Un ejercicio literario que pretende verter
lágrimas en forma de pulsaciones de teclado desde el corazón desbordado de un
nieto que apenas puede distinguir entre qué fue, que es y que será. Perdido en
el tiempo, en el laberinto de una casa que, casi sin querer, ha memorizado.
En la última de las habitaciones, donde una
improvisada biblioteca luce integrada en la mente de las hijas e hijo, una bata
está sobre el sofá. No está ni recogida ni bien doblada. Nada en esta última
reunión rezuma el punzante y melancólico orden de las despedidas.
Como despertada por el olor de su mejor receta, la
abuela rellena la bata y se pone en pie calzándose sus zapatillas.
Avanza por el pasillo, pero no se detiene en la
cocina.
Entra en el comedor donde las sonrisas de quienes
integran su núcleo la llenan tanto que, por un momento, parece inhalar
profundamente tanto el aire como el aura que todo lo invade.
Recuerdos, alegría, dolor, resentimiento… Parece una
receta sencilla.
Pero no lo es.
Tras reír y llorar, el atracón a canelones tiene a
todos bien relajados en los sofás. Mientras se hace el café, el juego de tazas
más especial es repartido en la mesa.
Al lado, tres hermanos frente a un piano restaurado
para la ocasión.
Mozart, susurra la mayor de los tres.
Cuando el hijo toca la primera nota, grave y severa,
me giro.
La abuela se retira de nuevo por el pasillo donde apareció.
Está satisfecha. Una sonrisa asoma por su perfil mientras la música va creciendo
en intensidad.
Miro a mi alrededor y todos tienen los ojos cerrados.
Algunos totalmente empapados.
Hasta el pianista toca de memoria.
No hay duda de que la receta de los canelones tiene
mucho de todo aquello. De aquel lugar. De mi familia. Y del mismo modo que la
abuela se ha ido, del mismo modo que tantas y tantas cosas parecen ser
engullidas por el torbellino que solo dejará en pie los recuerdos, la
misteriosa receta partirá.
Ha sido un placer disfrutarla.
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