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Había cuidado cada pequeño detalle.
Era imposible que los otros muñecos de nieve se diesen
cuenta.
Todos habían sido creados con el mayor mimo posible, pero
desde un punto de vista ajustado a una realidad aplastante. Tenían que aceptar
que no siempre podrían ser felices, ni ganar eternamente, ni mucho menos huir
con éxito de sus miedos más arraigados.
El paso del tiempo pasó para todos los muñecos de la
bonita calle de Infancia.
Salían en Navidad para plantar su base en la gruesa capa
de nieve que los tiempos favorecían, y junto a sus amigos y familiares pasaban
ratos inolvidables.
Sin embargo, sujetos a la lógica de un paso del tiempo
inclemente, se deshacían para renovarse en otras formas, aprendiendo que en los
pueblos vecinos de Adolescencia y Madurez deberían esforzarse por avanzar en un
lugar donde el mal barrio de la Vejez llamaba
con lúgubre iluminación a cualquier alma perdida que llegase a sus
calles.
El chico, no obstante, había fabricado un disfraz de
muñeco de nieve con el que pasar desapercibido de sus semejantes.
Hubiese bastado con que se hubiese mirado a un espejo
para que comprobase que su naturaleza ya era la de un flamante muñeco de nieve
con las mismas ganas de vivir que el resto, pero el caso es que prefirió
crearse una imagen artificial con la que poder aguantar más tiempo en un estado
que al parecer llamaban felicidad.
Así fue como cuando las nevadas cesaban y el frío se
desvanecía él seguía luciendo su nieve artificial, resistente al tiempo cálido,
con sus mejores galas que al parecer le llenaban de regocijo al ser observado
por extrañados transeúntes.
De noche, cuando nadie miraba, el chico hacía pequeños
retoques en su disfraz pretendiendo que éste durase más y más, sintiendo como le era reportada esa
dicha de la que se había convertido en adicto.
Décadas pasaron y el chico ya crecido se encontró con que
los muñecos de nieve ya no poseían el significado que siempre había creído que
tendrían.
Muchos vivían ya habiendo abandonado esa forma en los
pueblos vecinos, ya como árboles de navidad alrededor de los cuales un año de
esfuerzo y constancia daba pequeños fruto de ilusión y esperanza que consumir
en pequeñas dosis.
Demasiado tarde entendió el porqué de que la extrañez que
mostraron en su día quienes le observaban se había tornado en precavido
desprecio.
Las frutas que adornaban su disfraz, por ejemplo, se
habían podrido, y el resto de adornos desgastados por el paso del tiempo ya no
lucían naturales, como si su alucinógeno efecto que emulaba el aspecto de lo
vivo se hubiese transformado en algo desagradable a la vista.
Ser un muñeco de nieve en Infancia, Adolescencia y
Madurez le había servido para aparentar mediante su disfraz que era inmune al
proceso vital de la existencia.
Pero tanto disfraz como chico habían recibido los
impactos de un periplo caminado contra natura.
Una noche, cuando se miró a un espejo, descubrió a una
persona desconocida, y para su horror se dio cuenta de que se trataba de su
reflejo en uno de los escaparates abandonados del barrio de la Vejez.
Muñecos de nieve decrépitos, árboles de navidad partidos
y desarraigados, regalos a medio envolver de los que emergían insectos y demás
visiones que llenaban de ansiedad el corazón del chico le saludaban como si le
conociesen de toda la vida.
Allí no había integridad, no parecía nadie tener
consciencia de su verdadera naturaleza, y los comportamientos eran variados,
todos ellos salpicados por la locura o el deseo de felicidad pasajera.
El chico regresó al barrio de Infancia.
Quiso ponerse en su jardín como recordaba que tantos
muñecos de nieve hicieron de buen inicio, de un modo mejor o peor, pero sincero
y natural.
Pero la mirada de los que escrutaban su aspecto denotaba
desaprobación, en el cielo un sol abrasador mantenía firme su guardia y no
había ni rastro de una nube.
No podía ocultarse, no podía aprovechar la noche para
crear una imagen navideña adecuada.
Las callejuelas de Vejez eran su destino.
Y poco a poco, lentamente, fue mudándose a aquel mal
barrio.
De vez en cuando, como aguardando un milagro, alzaba su
mirada al cielo desde cerrados ambientes cargados de frustración y desengaño,
esperando contemplar un caer de copos de nieve que le permitiesen volver a
empezar.
Pero había pasado demasiado tiempo disfrazado, sin darse
cuenta de que solo tenía que haberse mirado a un espejo.
Un día, paseando por su jardín en Infancia encontró algo
envuelto con un mimo solo posible en tiempos pasados.
Era una foto del chico que una vez fue, construyendo con
ilusión un improvisado disfraz de muñeco de nieve.
En el reverso había una nota breve.
Lleva esta foto contigo a Madurez, y pregunta por el
paradero de Identidad.
Espectacular, y sin embargo, real. De vez en cuando, y a lo largo de nuestra existencia, se nos presentan situaciones de las que no queremos salir nunca, porque somos felices, y buscamos la manera de hacer eterno lo pasajero. Da mucho que pensar. Un abrazo
ResponderEliminarGracias, veo que has entendido la esencia que quería imprimirle al cuento. Me alegra que te haya resultado interesante :) Un abrazo
EliminarUn poco triste este relato de alquien que no quería crecer. A veces no nos damos cuenta de que aceptar el paso del tiempo y vivir cada segundo sin mirar el pasado es la mejor manera para ser felices.
ResponderEliminarMe has hecho reflexionar.
Un besillo.
Mucha razón en tus palabras María, un beso
EliminarEn este relato no he sabido leer entre líneas, para comprenderlo. Creo que hablaba de la vida misma durante el paso de los años a través de un niño disfrazado de muñeco de nieve. Eso sí se respira mucha soledad y anhelo en él. Y tiene cierto aire de nostalgia.
ResponderEliminarSaludos.
Lo que respirar es lo que pretendía impregnar al cuento, y no vas desencaminado con lo que has analizado.
EliminarGracias por leer una vez más Jose, un saludo.