El primer tramo resultaba sencillo, tan solo había que caminar, como si de dejarse llevar por una cálida corriente se tratase.
Ya en las primeras rampas nevadas uno
podía ver a otros abandonar la marcha, renunciando a la escalada
para acudir en busca de un lugar o una compañía acogedoras.
Ya superado el primer tramo era cuando,
con dificultades para observar por culpa de ciertas ventiscas, uno
podía ver la primera gran pared de hielo que se erguía hasta
decenas de metros sobre él. Era en ese momento cuando el hombre se
percataba del valor que tenían realmente los dos picos que dos
mujeres, una rozando la veintena y la otra la cuarentena, le habían
regalado en diferentes puntos de su vida.
Probó suerte durante horas, golpeando
con fuerza la gran pared de hielo, siendo los picos constantemente
escupidos por un muro al que parecía no hacerle ni cosquillas.
Entonces comprendió que, aunque sus
manos indicasen cierta intencionalidad por escalar la pared de hielo,
su cabeza seguía aferrándose a recuerdos plagados de calidez, lejos
de ese lugar tan hostil y frío. Y de algún modo supo que solo
logrando una perfecta armonía entre sus pensamientos, emociones y
acciones, los picos realmente funcionarían.
Debía ser consciente de la situación
en la que se encontraba en ese preciso instante, y grabársela a
fuego para no perder el rumbo en una escalada que, habiendo apenas
comenzado, ya producía en él una sensación de agotamiento mental.
Pero alzó la vista a lo alto de la
pared de hielo, y gritando y golpeando con máxima intensidad, se
sinceró con toda la montaña que le observaba y le sentía firme e
imperecedera.
Tengo miedo a la soledad. Eso fue lo
que le dijo, y el pico de su mano diestra se clavó en el hielo.
Y así continuó durante lo que se le
antojaron horas.
Cuando hubo llegado a lo más alto del
muro de hielo, quedo tirado en el suelo, rendido, pero analizando lo
ocurrido.
Comprendió que la montaña era
simplemente eso, una montaña que él quería escalar. En realidad lo
verdaderamente importante no eran los metros ascendidos, sino que se
había estado sincerando consigo mismo durante horas, como si el
hielo hubiese actuado como una especie de espejo al que solo servía
decirle la verdad.
Pero sentía que quedaba camino, mucho
camino, para coronar la montaña.
Tras varias laderas, laberínticas y
solitarias, sintió un atisbo de pánico cuando vio una cabaña, al
parecer abandonada, en el centro de un lugar rodeado de muros de
hielo de los que docenas de avalanchas caían para morir a lo lejos,
lamiendo los pies del lugar donde se encontraba.
Un anciano, cargado con madera, se
acercó a su posición y le preguntó si quería pasar, puesto que se
disponía a encender una gran hoguera y celebrar la llegada de un
amigo.
Él ya le conocía, pero al parecer el
anciano no recordaba nada.
Sintió un estremecimiento al declinar
la oferta y seguir con su camino, puesto que en un mismo instante una
serie de relámpagos iluminaron la noche, y no supo qué le dio más
respeto, si la visión de las furiosas avalanchas o la mirada
completamente ida del anciano.
En ese punto comprendió la abrumadora
cantidad de respuestas que uno puede obtener simplemente guardando
silencio.
Siguió su camino, y tras escalar
varios muros más, sinceridad en mano, le invadió la tristeza y la
desesperanza. Cayó arrodillado al suelo preguntándose entre un
torrente de lágrimas si alguien en ese momento estaría pensando en
él, queriéndolo cuando él había demostrado con los picos no
quererse en absoluto.
Fue entonces cuando su vista se posó
en su muñeca derecha.
Alguien había renunciado a parte de su
suerte para entregársela a él.
Y las lágrimas brotaron con aún más
intensidad, en un nudo de diferentes emociones capitaneadas por la
tristeza y la felicidad.
Hasta que una melodía deshizo el nudo
de las emociones y quitó el control a la cúspide de la pirámide,
que llamaba rugiendo a los sentimientos descontrolados para hacerle
sufrir al máximo, o reír, o cualquier cosa llevada a su máxima
expresión.
Mientras la música fluía haciéndose
ecos por todo rincón de la montaña, suave y elegante como la
caricia de una voz que cantaba exigiendo con muy buenos modales que
había llegado la hora de levantarse y acabar con el trayecto.
Necesitaba estabilidad y libertad en
ese tramo final, pues la melodía había disipado la ventisca que lo
cegaba y frente a él se encontraba el último muro que conducía a
lo desconocido, lo que moraba en la cima de la montaña de la
soledad.
Y de algún modo, en quizá su
fantasía, era consciente de que había personas preocupadas por él
que deseaban que lo lograse con todas sus fuerzas.
Así pues, alimentó el hambre que sus
emociones habían pasado durante años y años de ingesta de alcohol.
La alimentó con emociones reales, no distorsionadas, en pequeñas
cantidades pero a ritmo organizado.
El muro final no se iba a ir a ninguna
parte, y él tampoco.
Medicó su mente sintiendo tristeza por
el anciano del camino.
Y sólo cuando estuvo preparado, picos
en mano y mochila vacía, le contó a la montaña, a su yo interior,
a su imaginación y a su realidad, al holoceno y al mundo real, que
sus habituales castillos en el aire ya no aparecerían nunca más.
El día a día marcaría su vida, y él
trataría de superar los obstáculos exactamente como todos los demás
seres adultos, encajando el golpe y volviéndose a levantar sin
perder la cabeza por el camino.
Fue el ascenso más sencillo, aunque
también fue una despedida... Hacia sí mismo.
En la cima no había primavera. No
había fiesta sorpresa. Había pedruscos y paz. Y vistas.
Pasó horas admirando el laberinto de
montañas que se erguían sobre y por debajo de la montaña de la
soledad.
Identificó la que podría ser su
montaña del miedo, negra como la noche más cerrada, pudiendo
comprender como llegar y salir de ella, como escalarla en caso de
que fuese necesario. Contempló la del amor, colorida y bella. La de
la rabia y muchas, muchísimas más.
Eran las vistas más privilegiadas que
había contemplado jamás.
Y gracias a la escalada de la montaña
de la soledad, al fin tenía una brújula, su brújula, para poder
viajar sin miedo a quedarse solo, pues se tenía a si mismo, quizá
por primera vez.
No quería detenerse, no todavía.
Frente a él, a meses de camino, quizá
años, un escarpado pico se erguía imponente sobre el resto de
montañas que parecían montoncitos de arena en comparación.
Quizá lo consiguiese, haciendo
justicia a los picos que habían regalado, capaces de destrozar el
hielo más férreo con la única exigencia de la sinceridad.
Recordó la melodía que tanta fuerza
le había dado, y se dispuso a viajar en dirección a ese pico que
decidió llamar como nunca esperó llamar a reto alguno en su vida.
Era el pico de la independencia.
Bueno, ameno, interesante, profundo, descriptivo... Son meros adjetivos. Uno lleva ya un cierto bagaje de lectura abarcando diferentes temáticas y sólo un autor ha conseguido llevarme a mundos complicados, paralelos, angustiosos... El gran Kafka. Lejos ya de simples valoraciones literarias llega el momento de establecer un nexo de unión en estos breves relatos aparentemente inconexos pero que en realidad nos conducen al
ResponderEliminarUniverso más complejo y apasionante, en el que todo cabe y donde uno puede perderse irremediablemente. Es pues tiempo de análisis, de comprender océanos, montañas, lagos, viajes, y cierta cabaña perdida en la mitad del camino que una vez superada queda ahí como una mera descriptiva aún sin poder evitar el miedo y la angustia al percibirla una vez más. ¿ El relato ?, bueno. Lo verdaderamente importante y esencial es auténtica epopeya de un viaje pleno de dificultades donde poco a poco el autor parece ir conquistando metas y nuevas alturas en su búsqueda interior y., por ende, de la búsqueda interior de tantas y tantas almas atormentadas que buscan desesperadamente un sentido en sus vidas. Saludos
¡Gracias, menudo comentario!
EliminarUn saludo