Se miraban fijamente.
El oleaje lamía los pechos de la
sirena, que había pasado una gran cantidad de tiempo tratando de
hacer ver al hastiado hombre algo que no acababa de entender.
En el cuello de la sirena, una especie
de figura, como si de un tatuaje a medio camino entre la cabeza y el
corazón se tratase, lucía en esa noche donde las lejanas luces
anaranjadas permanecían cada vez más tenues y apagadas.
Pero hay que echar la vista atrás para
comprender por qué estaba hastiado el hombre.
Se había pasado nadando, resistiendo
por mantenerse a flote, los diez últimos años de su vida. Y no lo
había hecho donde el mar estaba en calma o ligeramente embravecido.
Lo había hecho en el mismo centro de
la gran e inmensa tormenta.
Desde que vio los relámpagos tiempo
atrás, pensó que allí daría con la solución. Muchas otras
personas lo habían intentado y algunos de los cadáveres aún
permanecían a flote.
Pero él peleaba y peleaba con sus
afiladas armas.
Lanchas cargadas de alcohol y lanchas
cargadas de medicamentos.
Mientras él veía como era sacudido e
impulsado por olas de tamaños imposibles, le parecía ver en el
lejano horizonte tres luces naranjas que a cada acometida del alcohol
parecían brillar más.
Y es que... ¿Cómo le iban a ayudar
unos medicamentos cuando lo que requería en esas terribles aguas era
pelear al máximo nivel?
Todo acababa siempre igual.
Cuando había logrado vencer a un buen
número de olas, llegaba las más terrorífica y gigantesca, que le
hacía perder el conocimiento, despertando de nuevo en algún punto
intermedio entre las anaranjadas luces y la gran tormenta.
La noche eterna se cernía sobre él
cuando, agotado de intentar superar la tormenta peleando cara a cara
contra ella, recurría a los medicamentos para descansar y al alcohol
para liberarse de su sufrimiento soñando con poder dar con tierra
firme algún día.
Cuanto más alcohol bebía, más
furioso se ponía, y un día se acercó tanto a las luces, quizá
sedado por la medicación, que contempló como las luces
correspondían a tres enormes volcanes que escupían su lava
incendiando toda la costa de lo que parecía ser una pequeña isla.
Resultaba en ese momento evidente para
él, que existía una estrecha relación entre esos volcanes y la
ingesta de alcohol, pues a cada trago un estruendoso estallido de
piedras y lava salía de ellos.
A veces le parecía a personas
asustadas a lo lejos, pero él seguía sin admitir ninguna otra
posibilidad que no fuese la salida de ese infierno emocional a través
de la superación de las aguas de la tormenta.
Emocional porqué, tras tanto tiempo
tratando de salir de esas aguas, se había al parecer creado un
vínculo entre él, las olas y los volcanes.
Los cientos de relámpagos iluminaban
tanto la noche como la ubicación de la tormenta.
Con todas las fuerzas que le quedaban
se introdujo en ella.
Y creyó haber escalado la gran ola.
Sin embargo, el resultado fue una
multiplicación de la virulencia de la gran tormenta. Era como mil
veces más potente. Y en algún punto de su incredulidad el hombre
fue catapultado a algún punto desconocido de ese oscuro mar de
emociones descontroladas, entre los volcanes y la maldita tormenta.
Lloró, lloró desconsolado largas
jornadas, desesperado por ya no saber que hacer, cuando súbitamente
se percató de dos cosas.
Una, que los volcanes se habían
prácticamente apagado.
Y dos, que una preciosa sirena había
emergido de las profundidades para quedárselo mirando fijamente.
Finalmente, el hombre, horrorizado y
ensimismado al mismo tiempo, comprendió todo cuanto la sirena había
tenido a bien transmitirle.
Era hora de empezar a actuar.
Y lo principal era dejarse llevar por
la corriente.
Sin embargo, la despedida de la sirena,
que, contenta, regresaba a las profundidades del océano, dejó al
hombre confundido.
Miró a los cercanos volcanes de la
pequeña isla y a la lejana tormenta, situada en extremo opuesto.
Volvieron las lágrimas y su cabeza se
partió en dos. Por un lado sabía que su deber contraído con la
sirena era dejarse llevar por la corriente. Mientras que, por otro
lado, una extraña frustración alimentaba y alimentaba su interior
de algo claramente desagradable.
Y fue esa parte la que cogió fuerza,
ganando terreno mientras su responsabilidad quedaba más y más
oculta.
Pero no desapareció.
Mientras causaba la mayor triple
erupción, que habría de arrasar con toda isla en las próximas
jornadas, una energía impresionante llegó a él cuando nadaba a un
ritmo frenético directo a la tormenta, habiendo aparentemente
olvidado todo cuanto la sirena y él habían compartido.
Pero ese pequeño compromiso adquirido,
y la pequeña parte de él que aún se resistía a desaparecer,
hizo que detuviese su marcha junto a
una lancha de medicación.
Y, quizá por vez primera en los diez
años de lucha, se medicó consciente de que eso daría al traste con
las violentas erupciones volcánicas y su enésimo intento por
superar la tormenta escalando todas las olas, incluida la monstruosa
y psicótica ola final.
Todo se detuvo.
Regresó a un punto cercano a la
parcialmente desolada isla y, concentrado en los significados que
podía tener la figura del cuello de la sirena, se hizo el muerto y
se dejó llevar por la corriente.
Poco después, su cuerpo notó tierra
bajo él.
Se levantó y vio a lo lejos como
familiares y amigos, que parecía hacer una eternidad que no veía,
acudían a toda prisa a ayudarle.
Antes de caer al suelo y desmayarse, no
vio rastro de volcanes, ni de grandes tormentas, ni de sirena alguna.
Pensó en lo mucho que quedaba por
hacer, aliviado de estar al fin en tierra firme, allí donde se
construyen las cosas que de verdad son reales, que de verdad merecen
la pena.
No hubo lágrimas para la sirena en esa
ocasión. No porqué pensase que fuese una posible alucinación, que
no consideraba que lo fuese, sino porqué la sirena iba a poder verlo
y sentirlo durante el resto de su vida en esas aguas calmadas,
estables, donde durante tanto tiempo se miraron, transmitiéndose el
uno al otro cada uno su mensaje.
Él la llevaría por siempre en su
corazón, y es que por mucho que no perteneciesen al mismo mundo, por
mucho tiempo o distancia que acabase por separarles, ya llevaba por
siempre un pedacito de ella en él.
Cayó al suelo mareado, y justo antes
de que todo se volviese negro, ya con sus seres queridos bien cerca,
pensó en lo mucho que le quedaba por hacer, y deseó ya por fin
poder empezar lo antes posible tras diez años de dolor y de locura,
de volcanes y tormentas y lucha sin sentido común.
Cuando un extraño atisba aunque solo sea de refilón ese oceano embravecido y esos volcanes en erupción no puede evitar un estremecimiento, lo más normal es poner tierra de por medio. No es el caso. El relato y la alegoria son muy buenos, pero lo es más el descarnado y crudo detallismo de ese océano embravecido. Suerte que haya podido salir de él, esperemos que esta vez sea definitivo.
ResponderEliminarGracias, el comentario es genial :)
EliminarMe ha gustado mucho. Me parece genial la descripción de las tormentas y su metáfora, y como por fin, después de tanto tiempo y esfuerzo, el protagonista consigue calmar su propio océano y empezar de nuevo en un mar en clama. Por desgracia hay muchos que se quedan en la tormenta o que tarde o temprano vuelven a ella. Espero de todo corazón que no sea el caso del protagonista de este relato ^^:
ResponderEliminarGracias por comentar. El protagonista no volverá a esa tormenta nunca más ;)
EliminarEl relato es muy bueno. La descripción también.
ResponderEliminarSaludos!
¡Gracias!
EliminarUn saludo
Hola. El relato muy bueno. Me recordó a Robison Crusoe.
ResponderEliminarTe he nominado al premio Dardos.
http://jbaenac.blogspot.com.es/2014/09/nueva-nominacion-al-premio-dardos.html
Wow!
EliminarMe alegra que te guste, ¡Gracias por la nominación!
Espero q el protagonista se quede fuera de la tormenta y que ningún volcán le salpique con sus explosiones. Siempre lejos. En tierra firme. ;))))
ResponderEliminarEso sería lo ideal... ¡Pero a veces cuando vas a escoger ya estás bien metido en la gran tormenta!
EliminarGracias por leer Hada, un abrazo ;)