domingo, 18 de octubre de 2020

Desde mi cielo

 



El césped se encontraba húmedo bajo sus cortas pisadas.

Caminaba resuelto, si bien no acababa de adivinar qué destino perseguía.

A esas alturas ya daba por sentado que el parque no tenía fin.

Tampoco sentía hambre ni sed.

En un amanecer permanente, los atemporales rayos de luz hacían brillar hasta la última de las hojas de los árboles primaverales.

 

Tras uno de ellos, vio como una silueta blanquinegra escalaba por el tronco hasta la seguridad de la altura adquirida.

Sin dudarlo, se acercó a la base del árbol.

En efecto, al alzar su cabeza contempló como una pequeña gatita se agarraba con uñas y dientes a una rama.

—¿Qué te ocurre? — Expresó mediante un corto ladrido.

En ese momento la gata entrecerró los ojos. Se humedecieron paulatinamente, y aunque no rompió su silencio, no le hizo falta para expresarse.

—Entiendo… Tú también te has quedado sola, ¿Verdad? 

Durante un buen rato, el perro trató de animar a su recién encontrada compañera.

¿Sabes? Yo estoy seguro de que, si esperamos lo suficiente, ellos vendrán por nosotros. ¿Cómo no puede ser así?  El perro, de menudo tamaño parejo al de la gata, seguía lanzando su mensaje a base de agudos ladridos.

Pero, cuanto más se expresaba, mayor cantidad de lágrimas brotaban de la fría mirada de la felina.

 

Finalmente, habló.

Yo no creo que eso vaya a ocurrir. Nunca. Entiendes, nunca nos separamos mi humano y yo. Ahora…  La gata agachó de nuevo la cabeza, alicaída.

¿Cómo te llamas?  Tanteó el perro.

Chihiro. 

Aquello pareció insuflar cierta vida en su apagada mirada.

Descendió del árbol, y estirándose al lado del perro, se dispuso a contar algo.

Se me conocía más por Chi. Verás, no es que naciese en compañía de humano, pero de algún modo siempre supe qué tipo de vida me esperaba.

Dio un pequeño zarpazo, sin uñas, en la cara del atento perro.

Ni siquiera mil de tu especie, en aquella perrera, podrían haber destruido mi ánimo.

 

La gata enfiló una carrera colina arriba, que el perro no dudó en perseguir.

Cuando llegaron a su cima, las nubes parecieron arremolinarse conformando una suerte de rostro gigantesco.

Con voz grave pero amable, habló.

 


Estáis a salvo de todo. Simplemente tenéis que esperar a ser reclamados. Vuestros humanos están en camino.

 


En ese momento, una escalera brotó de la sien de la figura. Extendiéndose, encontró en la cima de la colina uno de sus extremos. 

De repente, el perro no hablaba.

Ni siquiera movía su cola.

Con el pulso acelerado, contemplaba como un par de humanos se agachaban arriba, en la escalera.

 


¡Neo!

 


Nunca había corrido tan rápido.

Alcanzó la parte superior de la escalera avanzando escalones de tres en tres.

 

La gata, por su parte, contemplaba el reencuentro con cierta indiferencia.

Ella no creía en los finales felices.

Creía en la felicidad del presente pasado.

Como si aquella vida vivida tuviese que bastar, con la cálida hoguera del recuerdo, para calentar una solitaria eternidad.

 

De repente, su sexto sentido hizo saltar todas las alarmas.

Solo un ser podía sorprenderla de ese modo.

Se encontraba tras ella, paciente, casi conteniendo la respiración.

Cuando Chi se giró, allí estaba él. En pie, su humano le sonreía como si no hubiese existido el dolor de separación alguna.

La gata se abalanzó sobre él, a quién llenó de lametazos mientras la escalera desaparecía tras ellos.

 

Quedaron mirándose fijamente.

No sabían si aquello se trataba de un sueño o de una experiencia única.

No sabían si abrirían los ojos, como tantas veces, para encontrarse el uno al otro.

Solo sentían que estaban juntos pese a todo.

Por encima del paso del tiempo, de cualquier guadaña y lejana distancia.

 

Pronto el lugar se llenó de animales.

Cuando desperté, sentí la agridulce sensación de haberme reencontrado con muchos seres queridos que quedaron atrás.

Pero pronto los lametazos de Chi me hicieron sonreír.

Era feliz, pues el presente aún no había pasado.








sábado, 18 de enero de 2020

El devorador de estrellas | PRIMER ENCUENTRO





El devorador de estrellas

PRIMER ENCUENTRO




Estoy sentado sobre la sección 3 del casco del transbordador Phantom V.
Es todo cuanto se a ciencia cierta.

Ciencia, curiosa palabra la que mi cerebro enarbola en un nuevo intento por ganar esta batalla imposible.
Hace algunas jornadas, la visión del cielo estrellado se me antojaba de lo más solitaria y depresiva. Ahora amputaría una de mis extremidades con tal de ver alguna maldita luz a mi alrededor.
Las del interior de la Phantom hace mucho que deshicieron su paulatino descenso. Lento y desesperante, como el cúmulo de tiempo agónico que me condujo a donde me encuentro.

Quería verlo bien, pienso mientras siento como el traqueteo del temblor de mis huesos me sacude por completo.
Aunque… ¿Quién se preocuparía por su simple cuerpo frente a aquello? ¿Quién emplearía un segundo en preservar el plano físico cuando siente que su alma se le escurre de los dedos?

Cuando el gigantesco ser moviliza su materia hecha de la misma nada, en la inmensidad reducida que lo rodea se pueden adivinar brazos alargados como galaxias en sí mismas.
Algo parecido a una cabeza embiste abruptamente cuanto le rodea. Al apartarse, nada queda tras su paso.
No hay ojos, ni la mirada del villano.
Por no haber, no creo que ni haya consciencia de mi existencia.

Un punto en el espacio.
Tan solo soy eso en la Biblia maléfica que ese ser representa.

Casi me atraganto justo al recordar el nombre con el que la base bautizó el agujero negro que me encargaba de estudiar.
Sátan.
Cómo no.
Solo de un nombre como ese uno puede ver como toda una flota, integrada por amigos leales e incluso tu propia familia, desaparece mientras del portal al abismo emerge la conquista de su alrededor inmediato.

Haría algo.
Quiero hacer algo.
Sin embargo, ni la voz quebrada me permite emitir grito alguno, ni mis músculos entumecidos por el frío espacial, gélido ante esa presencia, parecen querer moverse un ápice.
Tan solo mis ojos desorbitados articulan más allá de la expresión de terror. Se desplazan, lentamente, siguiendo las estelas mediante las cuales la inmensa criatura borra y aniquila. Engulle y extermina.

domingo, 18 de noviembre de 2018

La gitana






Lamía sus pechos con una dedicación nacida desde el mismo epicentro de su pasión.
La penetración era dura y suave, constante, acelerada y frenada.
Una gitana abría sus piernas totalmente entregada al momento.
Una gitana que había crecido, y de qué modo.

Su vida era una amalgama de sensaciones encontradas.
La gitana había dejado atrás a la gitanita, haciéndose un nombre en esta vida que ninguna piedad tiene por los anónimos de espíritu.
De sus errores, había construido un fortín. De sus aciertos, un tesoro.

Eso lo sabía bien yo mientras paseaba mi lengua por su mejilla, sabedor de que a pocos centímetros una lengua húmeda suplicaba para ser recorrida.
Su piel, oscura y clara, lograba que a cada sacudida de nuestros cuerpos, un estremecimiento recorriese mi espalda. La misma que ella agarraba, arañando profundamente mientras gemía, y de qué modo, hacia el inconmensurable infinito.

El universo gira y evoluciona, aparentemente ajeno al devenir de nuestras vidas. Más, ¿No había una bendición suya en ese momento? Como quien contempla la gestación de la vida en un planeta, como quien asiste al desarrollo de una galaxia… Ahí estaba yo, recorriendo incrédulo el cuerpo de aquella gitana, paseando mis dedos caprichosos por sus gemelos y muslos, mientras sentía como la intensidad crecía, invitándonos a terminar juntos aquello. Una obra de arte al amor. Una oda al calor.

Me recosté a un lado habiendo acabado, con ella temblorosa mi lado. Se abrazó a mí, besando mis labios, haciendo suya la superficie de éstos, rogando en una súplica contenida ir a por más.
Afuera ni llovía ni nevaba en aquel invierno que amanecía. 
Ni hacía sol ni viento.
Era un momento imposible, una alucinación onírica que, sin embargo, tenía lugar.

En un torbellino se habían perdido nuestras vidas.
Un viento huracanado se había llevado a los niños y las familias, las parejas y la misma realidad.
Solo quedaba un lecho y una pasión que se antojaba eterna.
Pero, por encima de todo, estaba la negrura en sus ojos, y el brillo en los míos. La luz de su mirada, y la oscuridad de mi interior.
Como si el ying y el yang saldasen diferencias en una fusión definitiva.

La acaricié, sabedor de que bien podría tratarse de la última vez. Sequé la lágrima que nació de ella. Ella secó las mías, que gota a gota salpicaron su torso.
Aquello era una estupidez.
Soñar con los ojos abiertos era un ejercicio en vano.
Sin embargo, el tacto de sus dedos acarició el dorso de mi mano mientras me disponía a pulsar el punto final.

––¿Qué te aflige, querido mío? –– Y ahí estaba ella. A mi lado, una vez más, sonriente pero estricta, comprensiva pero exigente. 

Tuve que respirar hondo en más de una ocasión.
Suspirar, más bien.
Aquel rostro me llevaba atrás en el tiempo, a un lugar donde la esperanza era oxígeno y la ilusión alimento.
Cenas copiosas en las que darse un banquete de gloria era lo más habitual.

Y sentí vergüenza ante las carencias que aquella velada contenía.
Sentí una lástima y un dolor que luego aprendí a volcar en el reflejo de mi interior.
Las gitanas tienen ese sentido extra que, casualidad o no, parece acertar en la diana de los destinos.
Ambos miramos el pequeño lecho que había a mi lado.
Nos perdimos el uno en el otro, tan solo con entrelazar nuestros dedos.
Entonces ella se difuminó.
Una alucinación en mi trayectoria.

Una conversación escrita, en la que cada palabra era una caricia prometida. Cada frase, un cambio de posición. 
Cada segundo, risas tapadas con besos. Cada minuto, una eternidad de placer.

Solo, de nuevo en frío, sonreí.
Las losas de la realidad de la vida servían de ancla para los barcos de mi imaginación.
Estáticos en el puerto, en sus velas el fuerte viento hacía adivinar grandes cotas de energía.
Querían partir, querían viajar.
Sin embargo, los agujeros de cañonazos y pillaje, de sucia piratería y quemaduras irreparables, teñían la estampa de la más irrevocable realidad.

“La flota debe quedar en el puerto”.

Eso escribí en el pergamino de mi corazón, mientras colocaba en una botella el mensaje lanzándolo a las corrientes marinas sin demasiada fuerza.
Tanto dio, pues la corriente se llevó la nota, meciéndola en su oleaje mientras en el cielo del horizonte las nubes fueron dibujando, caprichosas.

Primero un lecho.
Luego una gitana.


jueves, 3 de mayo de 2018

La receta





Los canelones se hacen lentamente en el horno.

La casa vacía comienza a respirar el agradable olor de la receta que se está cocinando.

Ésta contiene grandes dosis de recuerdos.Un buen puñado de alegría. Una pizca de dolor.
Es ese dolor el que, por un momento, parece reavivar cierto ajetreo en el comedor. La tele apagada se enciende súbitamente con las últimas noticias del corazón anunciándose. Hay risas que, de súbito, conquistan el silencio. Una vez más hay reunión familiar.

Pero la abuela no aparece.
Avanzando por largo pasillo, en la penumbra de habitaciones cuyo polvo comienza a acumularse, las luces se van encendiendo, de forma gradual y agradable.
De una radio nace una antigua balada.
La querida nieta canta desde el comedor buscando un eco, pero un nudo hace presa de su garganta mientras ciertas lágrimas asoman en el registro de su voz.
Ante aquello, los cientos de muñecas del dormitorio de las hijas parecen cerrar los ojos, conteniendo su propio llanto.
Ese llanto que parece estar abrazado a la aflicción del hijo mediano, que en un intento por alejarse y aislarse, pasea su mano por los marcos de fotos que maximizan al límite sus emociones.

Los canelones siguen su avance en el horno.
En la receta puede que hubiese algo de resentimiento, pero lo cierto es que ahora que todos esperan, ya sentados, picando unas gambas saladas y un aperitivo variado, no parece haber rastro de él.
Son tantos años.
Son tantas reuniones.
Todas conformando una especie de correcaminos que encuentra su final en este escenario. Un ejercicio literario que pretende verter lágrimas en forma de pulsaciones de teclado desde el corazón desbordado de un nieto que apenas puede distinguir entre qué fue, que es y que será. Perdido en el tiempo, en el laberinto de una casa que, casi sin querer, ha memorizado.
En la última de las habitaciones, donde una improvisada biblioteca luce integrada en la mente de las hijas e hijo, una bata está sobre el sofá. No está ni recogida ni bien doblada. Nada en esta última reunión rezuma el punzante y melancólico orden de las despedidas.
Como despertada por el olor de su mejor receta, la abuela rellena la bata y se pone en pie calzándose sus zapatillas.
Avanza por el pasillo, pero no se detiene en la cocina.
Entra en el comedor donde las sonrisas de quienes integran su núcleo la llenan tanto que, por un momento, parece inhalar profundamente tanto el aire como el aura que todo lo invade.

Recuerdos, alegría, dolor, resentimiento… Parece una receta sencilla.
Pero no lo es.
Tras reír y llorar, el atracón a canelones tiene a todos bien relajados en los sofás. Mientras se hace el café, el juego de tazas más especial es repartido en la mesa.
Al lado, tres hermanos frente a un piano restaurado para la ocasión.
Mozart, susurra la mayor de los tres.
Cuando el hijo toca la primera nota, grave y severa, me giro.
La abuela se retira de nuevo por el pasillo donde apareció. Está satisfecha. Una sonrisa asoma por su perfil mientras la música va creciendo en intensidad.
Miro a mi alrededor y todos tienen los ojos cerrados.
Algunos totalmente empapados.
Hasta el pianista toca de memoria.

No hay duda de que la receta de los canelones tiene mucho de todo aquello. De aquel lugar. De mi familia. Y del mismo modo que la abuela se ha ido, del mismo modo que tantas y tantas cosas parecen ser engullidas por el torbellino que solo dejará en pie los recuerdos, la misteriosa receta partirá.

Ha sido un placer disfrutarla.

sábado, 6 de enero de 2018

Un regalo muy especial





En la calidez del hogar, pequeñas llamaradas ardían tímidamente en la chimenea. Sobre ella, guirnaldas elegantes combinaban colores con adornos variopintos. En uno de ellos, adivinó Brian, se reflejaban algunos de los mágicos colores que tanto le hipnotizaban. Así era, año tras año, la magia de la navidad parecía próxima a ese niño de apenas siete inviernos si éste se encontraba frente a Ramitas.
Era el nombre que había escogido en su momento para el gran árbol de navidad que sus padres preparaban para esas fechas. A esa hora de la madrugada, encontrándose en plena noche de Reyes Magos, podía parecer una temeridad permanecer despierto. Sin embargo, Brian, que padecía de problemas con el sueño, en esa velada un nerviosismo irrefrenable se apoderaba de él.
De modo que hizo lo de siempre. Plantarse frente a Ramitas para perderse en la colorida oleada de luces que desprendía. Sus preferidas eran las que se atenuaban muy lentamente, para luego ir adquiriendo fuerza poco a poco.
El crepitar del fuego, junto con la activación de ese modo en las luces de navidad, causó que Brian bostezara y, poco a poco, comenzase a dar cabezadas tal como estaba, sentado sobre sus talones.
Entonces el ruido de algo metálico lo sobresaltó, aunque no tanto como la voz que escuchó a continuación.
– ¿Te gusta tu regalo? – Era una voz grave con toque quebrado, afónico. No sin dificultades Brian giró su rostro, lo justo para atisbar por el rabillo del ojo una figura enfundada en una túnica, con una gran corona en la cabeza. No parecía negro de piel, y su rey era Baltasar…
– No, no te gires, pequeño, ¡O el regalo se esfumará! – Brian obedeció, mirando frente a él en busca de ese misterioso regalo. La voz prosiguió, ahora entre risas. – No lo encontrarás esta noche, pequeño. El regalo está en este momento, que habrás de albergar en lo más hondo de tu ser hasta que llegue el día de abrirlo.
Mientras el niño reflexionaba, volvieron a escucharse sonidos metálicos, justo cuando Brian se descubrió bostezando y parpadeando como si se hubiese quedado dormido. Frente a él, las luces, ahora como más histéricas, en el modo que menos le gustaba. Tras él, nada, ni nadie, como sonidos tan solo los del fuego y el de su entrecortada respiración.
Muchos años, media vida después, Brian miraba al horizonte a través de diferentes oleadas. No de luces, sino en esta ocasión fruto del resultado del oleaje invernal que aterrizaba, con agresividad en esa jornada, en el pueblo costero donde se encontraba.
No sabía bien porqué, pero esa misma mañana, junto al despertar madrugador, había llegado a su recuerdo la conversación con el Rey Mago de su infancia. Nunca más supo de él, hasta el punto de que tanto enterró el suceso en su interior, que prácticamente había quedado en el olvido hasta ese momento. Una noche de Reyes Magos que pasar sin atisbo ya de la ilusión de décadas pasadas.
Sin embargo, recordando, cayó en la cuenta de que, si el regalo estaba contenido en aquel momento, bien podía referirse a algo que llevaba mucho buscando.
Su vida había estado marcada por graves picos en un estado de ánimo enfermizo. De hecho, mientras las nubes conquistaban los cielos en una amenazadora invitación a refugiarse, el oleaje se tornaba más y más caótico, ganando en agresividad.
En un vano intento por lanzar una sonrisa vacía, pensó que un cuadro de la estampa que estaba presenciando bien podría representar lo que sus emociones solían dibujar.
Entrecerrando los ojos, Brian apuró su pitillo y a zancadas resueltas y espaciadas, tomó rumbo a su casa.
Ya acomodado en ella, el joven de apenas treinta años colocó una manta sobre él, justo después de encender un pequeño árbol de navidad.
Cuando llegó el momento, las lucecitas empezaron a menguar y acrecentar intensidad muy gradualmente, desbloqueando a Brian su propio pasado, su misma niñez, cuando se encontró tras unos instantes ensimismado con el momento que estaba viviendo.
Un escalofrío recorrió de repente su espalda.
Recordó aquella voz, pero pudo ir un poco más allá.
Regresó al rabillo de su ojo, que pudo ver algo más que una túnica y una corona. Ahí había un rostro… Un rostro más que pálido, blanco. Y había rojo, había un riego de... Un fuerte golpe seco en la planta de abajo lo sacó del instante de temor para introducirle directamente en otro terrorífico. Vino seguido de un ruido metálico.
Al mirar el reloj de cuco de la pared, comprobó que era ya de madrugada… Y que la afonía en la gravedad de aquella voz era mucho más terrible de lo que recordaba.
– ¿Has descubierto ya que contenía tu regalo? – Brian rondaba la treintena. De modo que se armó de valor para dirigirse a quienquiera que fuese quien estaba hablándole desde el piso inferior.
– Mi regalo… Es la estabilidad. Debo trabajar duro para… – La carcajada que resonó como si lo envolviese por completo le heló la sangre. Más aún porque parecía desdoblarse, como si algo tan femenino como decrépito acompañase al supuesto Rey.
– Primero Brian, el envoltorio… A ver si te gusta. Es tamaño persona, aunque quizá la postura no te lo recuerde… – En ese momento un cosquilleo recorrió el cuerpo entero del joven, que escuchó como pasos rapidísimos recorrían la escalera que daba acceso a su planta. Al mismo tiempo, una voz chillona gritaba algo incomprensible. Inmovilizado por el terror, Brian dejó ir un grito ahogado cuando lo que quedaba de una mujer ascendió gateando boca arriba y dando vueltas por el piso en el que se encontraba.
Tan pronto como Brian se bloqueó por completo, temblando visiblemente, la mujer desapareció a través de una ventana.
– ¿No te ha gustado el envoltorio? Ahora es cuando hay que abrir el regalo, jovencito. – La voz, cada vez más rota, se fue escuchando más y más nítida a medida que, a pasos lentos, el Rey de su infancia subía también por las escaleras.
Momentos después a Brian le caían lagrimones por las mejillas.
Mientras, la voz del Rey, maquillado como un payaso con intenciones oscuras, repetía una y otra vez: “Te has olvidado de Ramitas”. Emitiendo un sonido de negación con la boca, intercalaba la tranquilidad de su tono. Por un lado, con silbidos que pretendiendo ser tranquilizadores no hacían más que acelerar los latidos de Brian. Por el otro, atando con mimo las luces de Ramitas al cuello del joven.
Con náuseas por la cercanía del fétido aliento del Rey, al cual poco maquillaje le habría bastado para su cometido dados sus psicóticos ojos hundidos y sus dientes quebrados y podridos, la voz le habló por última vez.
Mientras las cuerdas de las luces se apretaban con fuerza descomunal a su cuello, éstas se iluminaron gradualmente. El eco de lo que el Rey le había regalado resonaba en los recovecos de su subconsciente, en el que se hundía irremisiblemente.
Dormir bien… En el sueño eterno.
Las luces comenzaron a apagarse, mientras Brian exhalaba lo que quedaba de su aliento. Todo, en verdad, se oscurecía. Hacía mucho frío cuando cerró los ojos y se dejó caer.



FIN




lunes, 26 de junio de 2017

El juicio del Monstruo (Parte II)





Un Monstruo y una princesa se miraban cara a cara.
Ella, tumbada en una hamaca.
Él, lanzando al aire espesas nubes de humo tratando de calmar su tensión. Porque no quería matar, ni herir, ni amenazar nunca más a esa bellísima persona que tanto le había dado.
Sin embargo, el camino había encontrado caprichoso ese punto de no retorno. Ese punto que requería de un sacrificio.

Cuando un petardo en esa noche de verbena explosionaba tan cerca que el corazón de ambos latía con fuerza, siendo sucedido por una cadena de fuegos artificiales que se extendía por toda la línea visible de costa, el Monstruo podía sentir esa magia que tan bien sabía extinguir. Lo había hecho cientos de veces, haciendo no añicos sino polvo el corazón de su amada.
Un polvo al que ella, haciendo referencia al paso del tiempo, daba escasas pero tangibles opciones de regenerarse en algo parecido a lo que una vez brilló con ilusión.

El Monstruo y Stela se miraban cara a cara.
Él tendría una última oportunidad… Si desaparecía para siempre.


– ¡Dígame que relación le une a ese Monstruo! – El cubo de agua helada sacó del estupor a Víctor, que perplejo sintió la punzante arremetida de los cubitos afilados contra su rostro ensangrentado y empapado.
Mientras le golpeaban el costado a patada limpia, tan solo pudo balbucear algunas palabras tratando de evocar los conceptos que, caóticos, recorrían su mente.
– ¡Stela! ¡San Juan! ¡¡¡Oportunidad!!!
La pausa apenas le sirvió para tomar aire en una sonora bocanada resentida en el corazón de sus costillas.
El jefe de la guardia, al menos ante quienes todos parecían responder, se curvó sobre la mesa para apagar su puro en el dorso de la mano zurda del interrogado. Al parecer, era su manera de invitarle a prestar suma atención, pues agarró su rostro con la mano que le quedaba y escupió sus últimas palabras.
– ¿Cree que no se dónde más le aterra acabar? ¿Cree que no puedo hacerle desaparecer para siempre en un psiquiátrico?
Víctor escupía saliva del dolor que le provocaba el agarre al que estaba siendo sometido junto con la gran quemadura que su mano ya lucía.

Finalmente un gran empujón le catapultó junto a su silla al suelo.
– ¡Quitadlo de mi vista!
Mientras era arrastrado por los oscuros pasillos, se preguntó cuándo acabaría aquello, pues prefería la muerte a esa temible amenaza que le había sido lanzada.


Nostalgia y melancolía.
Eso era lo que le acechaba siempre que estaba en su celda preso de sus pensamientos.
Se preguntaba de dónde debía nacer la fuerza incansable del Monstruo, que en un constante ir y venir siempre lograba mandar al traste con todo aquello que los que le juraron algún tipo de lealtad construyesen.
Incluido él mismo.

– ¿Qué te ocurre? – De repente, esa voz tan familiar, como atrapada en algún rincón de los siempre esquivos sueños. No obstante, no eran esquivos para Víctor. Nunca lo habían sido.
Alzó su vista amoratada y cansada para contemplar a Vanny, solo que ésta era una versión en miniatura que parecía flotar en el aire.
Las palabras no tardaron en salir.
– Tú… Ardiste… – Ella revoloteó en su aletear hasta posarse cerca de su nariz, de modo que Víctor pudiese verla lo más de cerca posible.
– Era solo una pesadilla… – Respondió, con esa voz de tono agudo que tan familiar resultaba al hombre que, por algún motivo, estaba resuelto a proteger al ser que iba a protagonizar un juicio muy esperado.
Una lágrima se deslizó lentamente por el rostro aún ensangrentado, aterrizando en una hinchada mejilla amoratada desde que la guardia había pasado de las palabras a los puñetazos.
Víctor cerró los ojos y balbuceó.
– Él quería hacértelo de verdad… Él quería… – Guardó silencio, súbitamente aliviado y atisbando desde la negrura de sus ojos cerrados con fuerza como una especie de brillo recorría su rostro.
Un susurro acompañaba el movimiento de esa extraña luz.
– Víctor, lo haces estupendamente, abre los ojos.

Cuando lo hizo, palpó su cuerpo hasta comprobar que las magulladuras habían desaparecido, y que la puerta de su celda estaba abierta, donde un paso más allá el brillo de esa hada en la que Vanny se había convertido para ir a buscarle le estaba esperando, invitándole a salir.


No les costó llegar al exterior. Al parecer la prisión subterránea era mucho más simple de lo que se antojaba en la mente de Víctor.
El sol castigaba con fuerza unas calles desiertas de lo que parecía un poblado abandonado, de no ser por el alboroto que no muy a lo lejos se escuchaba.
Vanny se había posado sobre el hombro del joven, de nuevo asumiendo su rol de observadora analítica tal y como él recordaba.
De pronto no solo escucharon, sino que sintieron, el demencial y aterrador rugido.
Provenía del mismo lugar de donde se escuchaba el alboroto, ahora ya distinguible como un gentío, una masa de gente agitada.

Al llegar a los alrededores de lo que resultó ser una plaza, Víctor se secó el sudor de la frente fruto del sofocante calor.
Dos cosas les dejaron boquiabiertos, una a Vanny y otra a él.
A Vanny la paralizó la sorpresiva llegada de un hombre uniformado y armado que lanzó al cielo el grito de Tylerskar cuando vio a su amigo.
A Víctor, la visión del Monstruo rugiendo al cielo diurno y despejado atado a lo alto de un mástil lo petrificó por completo.



Continuará...