viernes, 30 de mayo de 2014

El niño con catarsis piramidal



El niño detiene su paso para observar su vestimenta,
un cuerpo humano, para lo bueno y para lo malo.
Lo bueno es que siente que debajo hay algo más,
Lo malo es que, tras milenios de ciego bagaje,
el destino final se acerca a todo gas.

Un destino construido entre todos,
con nuestras mentiras y nuestros miedos,
saltando al escenario a bailar sin moverse,
como peones en un ajedrez propiedad del diablo,
donde esperamos que un dios tenga a bien a desperezarse.


Mientras tanto la religión nos ase
por donde no hay escapatoria,
y los valientes incrédulos de lo que se nos vende,
dan rienda suelta al monstruo que llevamos dentro,
tratando de escalar la pirámide cruel y fría,
queriendo destruir el ojo que en su cima habita,
quedando desechados en la cuneta,
sin memoria para recordar lo que el niño sentía.



La educación nos coloca las cadenas,
la pubertad descubre todo nuestro peor lado,
la adolescencia nos da a escoger caminos trampa,
unos para acabar estampado,
otros para contemplar el infierno desde otro costado.

Cuando llegamos a adultos, el infierno nos rodea en vida,
y cuan lejos queda el Paraíso.
Sin saber muy bien qué decir,
Con la sensación de estar dándole vueltas a lo mismo,
hasta que la guadaña tenga a bien o mal pasarse por aquí.



Mientras tanto la religión nos ase
por donde no hay escapatoria,
y los valientes incrédulos de lo que se nos vende,
dan rienda suelta al monstruo que llevamos dentro,
tratando de escalar la pirámide cruel y fría,
queriendo destruir el ojo que en su cima habita,
quedando desechados en la cuneta,
sin memoria para recordar lo que el niño sentía.



No puede hacerlo uno solo,
debemos despertar todos al auténtico amanecer,
y para eso escribo, para eso canto,
para eso sufro, me retuerzo y lloro,
para eso vivo, respiro y muero.

¿Qué hay debajo de la vestimenta de piel?


Mientras tanto la religión nos ase
por donde no hay escapatoria,
y los valientes incrédulos de lo que se nos vende,
dan rienda suelta al monstruo que llevamos dentro,
tratando de escalar la pirámide cruel y fría,
queriendo destruir el ojo que en su cima habita,
quedando desechados en la cuneta,
sin memoria para recordar lo que el niño sentía.


¿Qué hay debajo de la vestimenta de piel?
No hay reyes magos, ni dioses ni diablos,
Debajo hay nuestra energía positiva,
la que nos conduce a alimentar nuestro amor,
la que unida en una gran masa de personas,
podría derrocar al ojo
situándose justo enfrente de su esplendor.



Letra construida a partir del ensayo de Aküô Hunav Ku, "Trepando la Pirámide", en facebook.

viernes, 23 de mayo de 2014

Cielo de lluvia



Salió a la calle consciente de la situación. No desperdició la oportunidad de, en cuanto pisó la calle, alzar la mirada al tapado cielo por unas nubes lo suficientemente oscuras como para interpretarlas como una promesa de que todo el día sería así.
Un día de grises, como si el mundo de repente estuviese dibujado en blanco y negro a carboncillo.
Sonrió para sus adentros tanto que incluso se asomó en su rostro un ápice de mueca de sonrisa, pues le encantaban esos días. Ahí donde vivía esos días escaseaban cada vez más, de modo que inició un paseo sin más rumbo que el de disfrutar el espectáculo de aura triste y melancólica en contraste al brillo que él sentía en su interior.

Súbitamente una gota en su frente sirvió de anuncio introductorio a un chispear constante. Se estaba poniendo a llover. Media hora después él estaba ya lejos de su casa, sin estar empapado pero si con la ropa humedecida por la incesante tímida lluvia que ese día le había regalado.
De pronto truenos a lo lejos.
Miró de nuevo hacia el horizonte hasta acabar por mirar justo encima de él. Las nubes eran mucho más oscuras. Eso solo podía significar que se estaba gestando la tormenta. La ansiada tormenta.
La gente iba armada con paraguas o huían a refugiarse en algún local o en sus casas, mientras él seguía avanzando hacia el destino que parecía haberle escogido.
Se trataba de un lejano territorio donde los campos de cultivo abundaban, así como construcciones a medio hacer que algún día podrían ser chalets o masías.

Ahí si que llegó empapado. De los truenos a la lluvia torrencial pasó una diminuta fracción de tiempo, y le pilló desprotegido de lleno. Su sonrisa, ya ampliamente visible, aprobaba de todas todas la que le estaba cayendo encima. Como si Dios se hubiese puesto a llorar, provocando que toda una corte de ángeles hiciesen lo propio, con tanta sensibilidad y pasión que las lágrimas gigantescas se habían tornado en una fina pero bestial descarga de lluvia.
Siguió caminando, chapoteando en los charcos, hasta que llegó a un punto donde podía ver el horizonte en cualquier dirección. Un horizonte coronado, allí donde mirase, por bellísimos relámpagos que le indicaban su ubicación exacta, que no era más que el centro de esa majestuosa tormenta que el día había tenido a bien regalarle.

No había nadie en el punto en el que se encontraba, de modo que cerró los ojos y sintió como el agua caía sobre su cuero cabelludo para después deslizarse por su rostro, pareciendo la escena un espectáculo de desconsuelo y desesperanza. No era así, a él la lluvia le daba ánimos para continuar durante la mayoría absoluta de días calurosos y soleados.
Decidió dar media vuelta.
A medida que se acercaba de nuevo al núcleo de la población, iba cayendo en la cuenta de que a la escasa suma de personas que quedaban en la calle, la lluvia se les antojaba algo desagradable y molesto y, mirando al cielo, le preguntó al Hacedor porqué la condición humana tenía que ser así.
La lluvia ya no era torrencial, y cesando, devolvía al lugar su textura de blancos, negros y miles, millones de grises. No quería llegar a casa, pero no le quedaba elección.

Quizá desde su cama, relajado, aún podría oír el ya escaso crepitar de las gotas sobre sus bordes de la reja de aluminio de su balcón. Quizá una llamada inesperada lo habilitase a contar como se sentía. Abandonado. Por su Dios y su Hacedor en un mundo que había inventado otros de menor escala para hacer fácil su vida, no así su existencia.
No le resultó difícil comprender que para él, la lluvia era un canal directo a su sentimiento de abandono, y que el hecho de sentirlo caer sobre él le apaciguaba el dolor que su alma sentía.

Ya en la cama, desnudo y escuchando los restos de ese majestuoso día, antes de caer dormido pensó en todas las personas que apreciaba, y deseó para ellas un calor y una calidez que, por algún motivo, a él le repelían tanto como le apaciguaba lo triste y melancólico de un día con el cielo de lluvia.

martes, 20 de mayo de 2014

La mosquita y el dinosaurio



Podríamos imaginar un cuenco lleno de mandarinas con demasiados días a cuestas. Ahí, casi desapercibida, flota lentamente una mosquita con unos deseos de lo más razonables.
Ella ha visto la gran velocidad que adquieren las moscas y sus piruetas, el agresivo vuelo de los moscardones y, como no, la impresionante envergadura de las polillas cuyo único talón de Aquiles es acercarse demasiado a la luz cual kamikaze.
En alguno de sus viajes la mosquita incluso ha visto a unas maravillosas criaturas que vuelan agitando a velocidad de vértigo unas alas plagadas de los más variopintos colores.

Podríamos imaginar un mundo pasado en el cual unos reptiles gigantescos reinaban sobre el planeta. Carnívoros, herbívoros y todo el elenco de posibilidades con una característica común en la mayoría de ellos: Su descomunal tamaño.
Podríamos visualizar en aquella época como la misma mosquita que nos ocupa lo pequeña, frágil y miserable que se sentiría.
Incluso podríamos entender que quisiese morir cuanto antes para ver si, por alguno de los avatares del destino, su siguiente reencarnación le otorgaba las piruetas de las moscas, la velocidad de los moscardones, el impresionante tamaño de las polillas o la hermosura de las mariposas.

Lo que costaría más sería inmiscuir a los dinosaurios en el siglo que nos ocupa, en el que la mosquita sigue existiendo. Pero la sorprendente realidad radica en que coexisten a un nivel metafórico lo suficientemente ajustado como para que tal dupla se antoje posible.
Vivimos en una época donde las mosquitas pueden, en vez de aguardar su muerte real, aprovechar cualquiera de las múltiples muertes que tendrán en su vida para tratar de evolucionar. Y eso los dinosaurios no saben como hacerlo, de tanto que han crecido.
Así pues, en la actualidad ciertos seres humanos son como la mosquita con la que hemos empezado esta reflexión. Sus muertes vienen dadas por épocas de grandes cambios a nivel interno, y según se afronten la mosquita pasará a ser una cosa u otra.

En su primeriza vida, la mosquita humana vaga por el mundo a lenta velocidad, flotando sobre su propio cuenco de excrementos, incapaz de salir de él. Así trata de llamar la atención de otras personas, que de ser de buena condición no dudan en echarles un cable con tal de que abandonen su miserable vida, que no merece ni ser llamada existencia. La mosquita cuenta con unos pocos recursos, como las lágrimas de cocodrilo, la huida como sistemático recurso ante la adversidad o la ocultación de sus virtudes y defectos con tal de evitar críticas ajenas.
Tan solo si aprovechasen una de las muchas oportunidades que la muerte en vida les ofrece, ya dejarían de ser mosquitas para siempre. Pero como si de un imán gigantesco se tratase, la mosquita humana se ve atrapada en su propia cadena de repetitivos acontecimientos que, mientras sigan existiendo desconocidos, seguirá funcionando a pleno rendimiento.

Lo curioso es la existencia actual de dinosaurios humanos. Éstos aprovechan el tamaño de su ego para apoderarse de la débil mosquita y encadenarla a ellos para que, bajo su encubierto militar mando, hagan todo cuanto el dinosaurio desee. Con la suficiente astucia, incluso impiden que mosquitas destinadas a madurar o evolucionar queden estancadas en su mísera vida a la sombra de alguien que cree ser mucho más grande de lo que los espejos reflejan.
Cruel es el dinosaurio ante tal ejercicio de cobardía de la mosquita humana.
No obstante, coexisten y suelen producirse alianzas de este tipo.
El resto de la humanidad navega en la escala de grises que permite que el dinosaurio deje de comportarse como tal, y la mosquita pueda evolucionar hasta ponerse a su altura, provenga del campo que provenga.

Así pues vivimos en un mundo donde las mosquitas, las moscas, los moscardones, las polillas y las mariposas son en realidad una misma persona con larga experiencia a sus espaldas si empezó en su día por el eslabón más bajo.
Un mundo donde los dinosaurios vuelven a campar a sus anchas, esta vez mucho más astutos y pérfidos que en su verdadera época.
Es la inevitable consecuencia de situar la condición humana sobre estos seres.
La deformación aparece en forma de lucha de egos, y no hay nada mejor para una persona necesitada de sentirse importante que la constante compañía de una persona absolutamente necesitada de cuidados por ser dependiente.
El dinosaurio humano se alimenta de la energía vital de la mosquita, hasta que lo inevitable acaba ocurriendo.
La mosquita humana, al igual que la mosquita del cuenco de mandarinas, quiere crecer, quiere madurar y quiere evolucionar. De modo que el dinosaurio saca a relucir su contenido potencial para, aprovechándose de su tamaño, aplastar a la mosquita a modo de castigo, convirtiéndola en una mosquita muerta.

Hay que tener cuidado con quien se usa el término mosquita muerta, pues en su fuero interno igual late el corazón de una bellísima mariposa que tan solo necesita algo de tiempo para transformarse.
Lo que está claro es que vivimos en un mundo donde los ricos se asemejan cada vez más a los dinosaurios, y los pobres a las mosquitas.
Con esta disposición de ajedrez, dicho lo dicho y visto lo visto, ¿Cómo creéis que acabará el cuento?

Mosquitas muertas tiradas en el suelo por todas partes.
Mosquitas revoloteando alrededor de un cuenco que no contiene nada saludable.
Mosquitas con ganas de más pero sin técnicas ni recursos para lograr sus objetivos.

La eterna lucha vista desde otro punto de vista.
Quizá si las mosquitas humanas pasasen a ser moscas y luego moscardones, tal vez podríamos algún día montar un ejército de polillas que, suicidas, apagasen todas las luces que protegen al reino de los dinosaurios.

La revolución empezaría por una sola mosquita valiente... A la que los poderosos dinosaurios no dudarían en tildar de mosquita muerta con su ejército de policía, psiquiatras y el mismísimo ejército.

domingo, 18 de mayo de 2014

Sangre contaminada



La mujer gata, como no le gusta que la llamen, se revuelve en su fuero interno presa del borde más agresivo de un huracán emocional que no le da tregua.
Tan solo unos pocos momentos de paz, instantes en toda un vida, la hacen reflexionar y darse cuenta de lo peligroso de su situación.
Seduce y conduce a su terreno a otras personas, que cuando quieren darse cuenta de a dónde se dirigían en ese simpático juego de caminar con los ojos vendados confiando en el guía, descubren horrorizados de que se encuentran en uno de los filos de navaja más peligrosos que pueden existir.
Y es que ella tiene la sangre contaminada.
Entendemos sangre por todo el flujo artístico que una persona puede condensar en su interior. Ya sea capacidad para el dibujo, para la música, para la escritura, todo ello conforma un canal sanguíneo del que muchas personas carecen y unas pocas nacen con ello.

La mujer gata, como no le gusta que la llamen, nació con esas cualidades bien potenciadas. Fluye mucha sangre por sus venas, pero el huracán emocional que la sacude haciéndole dar vueltas y vueltas alrededor de un mismo punto desplazándose por todo el planeta hace que el flujo se vaya contaminando lenta, paulatinamente, aunque de modo constante.
Nadie hace nada por evitarlo.
Es una tragedia anunciada para el buen observador.
Personalmente me encantaría poder ayudarla a dejarse ayudar como es debido, pero tal y como te acercas al borde del huracán, éste se desmelena y te aleja a gritos desgarrados de orgullo amenazándote con llevarte a ese filo de navaja tan molesto, tan cruel y despiadado.
No obstante hay quienes lo intentan, una y otra vez, sabedores que si ese huracán se detuviese, si la mujer diese la orden de desactivación, toda la sensibilidad artística que conforma su sangre se estabilizaría dando unos espectaculares resultados que harían llorar de emoción al planeta que ella misma se encargó de desolar durante la primera mitad de su vida.

La mujer gata, como no le gusta que la llamen, en ocasiones huye de su propio fantasma, un horrible ser que, demacrado, la asalta en ocasiones obligándola a correr sin rumbo. No sufras mujer, se le habría que decir, que no es más que un mentiroso reflejo de un tramposo cristal nacido de tu contaminado interior. Pero el huracán hace las veces de guardián de los acontecimientos, y hay que dejar que corra, que huya, rezando para esperar su regreso a salvo.
Ella no es culpable de que su flujo sanguíneo se haya visto contaminado, no es culpable de que su condición de artista contenga una horrible contradicción en su interior más profundo. Su alma es humilde y de ahí surgen sus mejores obras, pero su coraza de vano orgullo las envuelve en un papel de regalo mal escogido que hace que pocos quieran abrirlas de un modo receptivo.
Esto la enerva. Le hace entrecerrar los ojos buscando culpables, ignorante de un modo absoluto de que, mientras el huracán emocional esté activo, nunca cambiará el papel de regalo, y su obra nunca estará completa, pues completa sería que fuese presentada desnuda, sin envoltorio ni dedicatoria, gratuita al mundo entero.

La mujer sensible, como le gusta que la llamen, avanza dando palos de ciego hacia un destino incierto. Por muchas metas que se marque el huracán la desplaza en dirección contraria o destruye su objetivo sistemáticamente. La mujer sensible debe suprimir su propio huracán para dejar de bailar sobre la cuerda que se sujeta sobre su dantesco filo de navaja, para dejar de conducir a otros a ese horrible lugar en el que todo está deformado, antinatural, despiadado y afilado.


La mujer gata sensible, a lo que no sabe que sentir ni que responder, sostiene en sus suaves manos la contradicción que la destruye en lo más profundo de su alma. Debe llegar hasta ese punto para resolverla. Y el huracán se apagará. Y saldrá el sol. Y ella reirá. Y todos se acercarán.



sábado, 17 de mayo de 2014

Perdido en la gran ciudad



Todo empezó por ella.
Si imaginásemos nuestra mente como un laberinto, fácilmente podríamos compararla a una gran ciudad.
Pues bien, yo me encuentro en el centro de esa gran ciudad y busco la salida a través no solo de las barras de los bares, sino también del alcohol que cualquier supermercado pueda venderme.
Es inevitable pasear por esa ciudad mental sin percatarse de que hace mucho tiempo que no pasas por ciertos puntos ya transitados en tu lioso pasado. Con los bares y comercios plagados de clientes, con las carreteras plagadas de vehículos circulando a gran velocidad, vas sintiendo como la soledad va inundando tu interior, que a su vez la busca a ella desesperadamente, esa mujer a la que una vez amó.
Tu salud se consume a cada trago, a cada porro o cada cigarro que te metes, convirtiendo el paraíso que una vez representó para ti la ciudad en un infierno hecho a medida de un hombre hundido en melancólica soledad.
Por vez primera percibes que todo puede acabar mal, y empiezas a tener miedo de ti mismo.
Ya que, de nuevo, estás perdido. Perdido en la gran ciudad.

Del transporte público bajan muchas personas, y piensas que la mayoría de ellas se dirige a su casa con su respectiva familia. Estás confundido, sientes en tu interior un frío que cada vez más escala a través de tu interior para apoderarse de toda tu consciencia, cuando de repente, al otro lado de la acera, una enérgica voz grita tu nombre.
¿Quién es?
Cruzas velozmente la amplia calle, pero cometes un fatal error y te ves arrollado por un coche que deja tu magullado cuerpo tendido sobre el ensangrentado asfalto.
Estás perdido en la gran ciudad de tu mente, y ese accidente representa de qué modo tu cerebro se ha ido a peligrosos lugares a los que la gente cuerda no tiene acceso.
Ya no tienes claro quién eres, de donde venías y a donde te dirigías. Ni siquiera tienes claro donde te encuentras. Te preguntas a ti mismo mirándote en un espejo imaginario qué es lo que quieres, suplicándote dejarte en paz de una maldita vez dentro de ese laberíntico lugar en el que estás atrapado.

De repente abres los ojos y poco tardan en aparecer las primeras lágrimas de lo que será un auténtico torrente de alivio y desahogo.
Ella duerme tranquila a tu lado.
Te enciendes un cigarro y recuerdas que has soñado que estabas solo, perdido en una gran ciudad. Recuerdas que estabas deprimido y desconcertado, dando palos de ciego por salir de un horrible lugar que representaba tu propia mente desestabilizada.
Cuanto más recuerdas la fría soledad que sentías en tu sueño más gritas de dolor por dentro, hasta que te permites el lujo de apagar el cigarro y girarte hacia ella. Le acaricias suavemente el hombro y dejas caer la última lágrima, poco antes de caer dormido de nuevo.

Corres. Estás perdido en la gran ciudad.
Las mismas calles una y otra vez. Ya no sabes a donde dirigirte. Sientes que has desperdiciado tu vida entera tratando de salir de ese laberinto usando el alcohol de los bares o supermercados, cometiendo los mismos errores una y otra vez. Con la única intención de dar con ella, en medio de la oscura noche iluminada por cruel neón, quieres gritar alto para que alguien te oiga. Pero nadie puede escucharte, ni hay atajos posibles.
Estás perdido en la gran ciudad.
Vuelves a recorrer el oscuro sendero de la depresión, vuelves a sentir el duro martillo del desconcierto. Eres consciente de que te has vuelto a perder, y que lo estás por ella.
Una ascensión por un edificio en obras te permite ver con algo de perspectiva elevada la gran ciudad, y cuando llegas a la cima vuelves a tener claro lo que en un principio sospechabas.

Todo empezó por estar sin ella.

Dedicado al tema Perdut a la gran ciutat de Vintage.


miércoles, 14 de mayo de 2014

La soledad: Paraíso o infierno



El vacío existencial es la arma más peligrosa y efectiva de la que goza la soledad. Juega con ella en una especie de combate de esgrima con nuestra alma.
Quienes logran vencer dicho combate disfrutan de una soledad plácida y placentera, en la que consigo mismos danzan al ritmo que marca la vida.
Otros, en cambio, sucumben al pozo que conduce al gran abismo. En esa caída por el túnel del vacío existencial, sueñan en el oscuro pozo con que las drogas o la fe podrán rescatarlos de tal situación de emergencia. Algunos son rescatados. Otros en cambio, agotan su tiempo en el pozo para caer totalmente a la deriva por el gran abismo, ése que una vez te traga rara vez te deja ir y, de hacerlo, lo hace habiéndote herido casi mortalmente para que te arrastres en vida.

Escribo estas líneas desde el segundo punto de vista. Desde que nací que la soledad representa un infierno para mi. Hace tiempo que la oscuridad me tragó y que caí por el pozo que conduce al abismo.
Ahora, años después, parece que las tenues luces de algunos farolillos generosos me indican el camino de vuelta a la realidad, para que desde ella pueda hacer de mi infierno un paraíso, como tantas otras personas logran hacer día a día.
El lento caminar por los senderos de la vida lo hace uno mismo en soledad, siendo acompañado, en ocasiones escuetamente y en otras de modo más longevo por compañeros de viaje.
Una esposa o un marido, una novia o un novio, una hija o un hijo, son regalos de la vida que complementan nuestra soledad como armas vengativas a la del vacío existencial. Escudos más bien, para resistir las duras y constantes acometidas de una soledad que no descansa ni duerme, ni tiene necesidad alguna de cesar en su empeño de materializarse en nuestro interior, haciéndose notar para bien o para mal.

En un mundo hiperpoblado, resulta curioso que haya espacio para Soledad. Inicio su escritura en mayúscula porqué, así como los seres humanos podemos personificar nuestra resolución, nuestra rectitud, nuestra consciencia, esperanza o ilusión, nuestra cobardía o nuestra temeridad, del mismo modo podemos personificar a Soledad para poder hablar con ella y saber qué nos tiene preparado en todo momento.

--- ¿Qué te angustia? --- Preguntó en ese momento Soledad.
--- Estar contigo. --- Respondí sin vacilación.
--- Pero si yo no existo... --- Respondió algo atónita Soledad.
--- ¿Entonces de donde nace mi vacío existencial, mi ausencia de aplomo? --- Tanteé.
--- No entiendo esas cuestiones, basta con que te mires al espejo para despejar muchas de tus dudas. --- Soledad parecía muy convencida en ese último punto.

Y así hice, me planté delante de un espejo y contemplé mi rostro, mi cuerpo y mis ojos. Lo hice de un modo analítico, y cual fue mi sorpresa al comprender que tenía ante mi al reflejo de Soledad. Que cada ser vivo, en su reflejo, es su propia Soledad. Nos acompaña hasta tal punto que mora en algún punto de nuestra misteriosa mirada, naciendo toda su esencia de nuestro interior.
Volví a preguntarme acerca del vacío existencial, de cómo había llegado a causar tanta mella en mi, de cómo había estado a la deriva en el gran abismo, y llegué a la conclusión de que solo Soledad había estado en realidad constantemente a mi lado. Es decir, que solo me había tenido a mi mismo, sin saberlo, durante mucho tiempo.

Aprender a quererse, querer cuidarse, cuidar de uno mismo parecían ser ahora los pilares de ese personaje imaginario llamado Soledad. Nunca había sido la enemiga.
El verdadero enemigo somos nosotros mismos, que con nuestros tambaleos y flaquezas abrimos las compuertas de la tristeza y la melancolía, y es cruzando ese umbral que accedemos al negro pozo que conduce al abismo.

La soledad puede ser infierno o paraíso. Sabiendo eso... ¿Quién quiere arder entre las llamaradas de su ira y su frustración habiendo elección?

Si hay elección, elijo el paraíso de una soledad que, siendo el reflejo de mismo, aún le queda mucho por limpiar, mucho por pulir y mucho por moldear.



lunes, 12 de mayo de 2014

Una canción y una fotografía



A la deriva en un océano de sensaciones,
con un rumbo fijo que apunta siempre al norte.
El norte donde se encuentra el bienestar,
donde se hallan la paz y el consuelo,
lejos de las furiosas olas de la desesperanza,
cerca del calor del saber ser y el saber estar.

A la deriva en un océano de contradicciones,
con un rumbo fijo que apunta siempre al norte.
El norte donde las dolencias se curan,
donde las enfermedades se estabilizan,
un lugar lejano al dolor implícito a la vida,
al que llegar mientras las heridas supuran.

Supuran dolor y sangre de un horrible pasado,
un pasado cargado de ira y desconsuelo,
plagado de soledad y gélido malestar,
formando todas y cada una de las olas del mar,
que arremete con furia con su oleaje maléfico,
al barco de Anabel que se dirige al norte.
A la deriva, pero sin perder un instante su radar.

Un radar destinado a ser compartido con los demás,
condenado a ser calibrado a diario en soledad,
una preciosa brújula de plateado cristal,
un tesoro en un mar de inmundicia y podredumbre,
destinado a salvar a cuantos sea posible,
del furioso océano, lejos hacia el norte, sin olas de sal.

A la deriva en un océano de demonios,
con un rumbo fijo que apunta siempre al norte.
Un destino casi angelical donde el sol siempre sale,
radiante y espléndido, perfecto y cálido,
eliminando las sombras y los males,
suprimiendo a las criaturas que se aferran a nosotros,

acercándonos siempre un poco más al norte.




La fuerza de Olga es su debilidad. 
Es en esos momentos donde todo flaquea y parece desfallecer, cuando un chispazo de vitalidad se produce en su interior.
Emerge del abismo que parece invitarla a tragársela con todas las de la ley, y vuela libre de nuevo riéndose de sí misma y de la desgracia que, por enésima vez, ha logrado eludir.
Pero hay momentos en los que Olga no puede más. Necesita apoyo y cariño, comprensión y calor, pues su chispa interior en ocasiones queda empapada por una misteriosa lluvia de melancolía que le impide retomar el vuelo comportándose como ella sabe que realmente es.

Es en esos momentos donde me gustaría estar a mi. Es en esos momentos donde más tranquilo estoy pues se de buena tinta que está rodeada de las personas adecuadas que saben ver cuándo esos momentos puntuales hacen acto de presencia. 
Todo empieza con el lento crepitar de unas gotas de tristeza contra la mojada tierra de su fértil interior, para verse éstas incrementadas con el paso del tiempo haciendo que Olga busque refugio, débil y friolera, para encender su hoguera y  salvarse de un fatal destino. En muchas ocasiones lo logra con soltura, efectuando el chispazo interior que la catapulta hacia los cielos de su felicidad, en cambio en otras...
En otras la lluvia se torna en tormenta, y no existe refugio que no sea golpeado por una incesante lluvia de amargo vacío.

Es en esos momentos cuando ella necesita ayuda.
Es en esos momentos cuando sus lágrimas harían llorar a todo un planeta.
Es en esos momentos cuando Olga muestra sus dos caras, su contradicción, una impresionante mujer capaz de surcar los cielos de la felicidad y al mismo tiempo una joven asustada ante una tormenta que arremete con furia contra ella y su mundo.
Es, en ese instante, cuando la amas más que nunca por lo que es y lo que representa.

La fuerza de Olga es su debilidad.
De ahí sacó sus alas, que tantos y tantos días podemos ver surcando los cielos que con tanto anhelo deseamos tocar.

domingo, 11 de mayo de 2014

Astral: Segundas y terceras voces




Betheos siempre dio por supuesto que los soles se comunicaban entre ellos forjando algún tipo de sistema dictatorial en la aparente anarquía universal.
No fue hasta su primer y único grito que se percató de la terrible y sobrecogedora verdad. No existía ninguna estrella consciente hasta ese mismo instante. Las voces que comenzaron a llegarle a través de la inconmensurable distancia no eran más que furiosas voces llenas de ira contenida, con lo cual no le costó demasiado deducir que se trataban de voces de soles recién despertados.
Con el tiempo los dos soles del sistema de Betheos, lleno de todos los satélites de la fallida Astral fundada por sus antiguos habitantes, fueron consumiendo su energía hasta convertirse en enanas blancas, estrellas de menor tamaño cuyo destino estaba claro: La inevitable explosión en supernovas que destruiría a Betheos para siempre jamás.
Como primera voz, éste conjuró a las segundas voces conformadas por varios de los soles más impresionantes del universo a resucitarle en un futuro incierto, y trazaron un plan.
Para ello sería necesaria la colaboración con una tercera fuente de voces, que estaría formada por todos los planetas habitables que, a su vez, se comunicarían con sus especies inteligentes para generar lo único que podría devolver a Betheos a la vida.

Finalmente la supernova se produjo, y el estallido de las dos enanas blancas que un día fueron los soles del sistema de Betheos produjo la más grande explosión luminosa jamás vista, para extinguirse tras varios años para siempre.
El plan era desplazarse hacia el lugar donde una vez se encontró Betheos para producir allí un agujero negro que desplazase toda la materia existente e inexistente a otro universo donde Betheos pudiese volver a latir en su propio sistema de soles.
El resto de soles respetaban a Betheos puesto que, a parte de despertarles, quedaba claro que había sido la primera gigante roja de la historia del universo, esto es una estrella que se ve obligada en cierto punto de su existencia a aumentar su tamaño y temperatura para así garantizarse continuidad.

Así fue como los soles obligaron a ponerse manos a la obra a los planetas habitables, creando éstos vida y aguardando a que su evolución e inteligencia alcanzase cotas lo suficientemente maduras como para comunicarse con ellos tal y como una vez hizo Betheos con su poblado de seres duros como el hierro. Cuando esa comunicación se producía, los enigmas del alma del ser vivo se veían aplacados, las religiones abolidas, y solo quedaba pues un mito, un mandamiento, que era desarrollar una flota lo suficientemente magna como para plantarse en el remoto punto del universo donde se encontraba Betheos para generar allí el agujero negro.
Era una misión suicida, pero los habitantes de los planetas sentían tal fe por ellos que no les importaba el precio a pagar.
Quedaba, pues, el momento de poner en común acuerdo a diferentes especies para que conformasen una alianza sólida para llevar a cabo el plan. Los planetas daban pistas, guiados por las voces de sus soles, emitiendo señales tecnológicas a través del espacio para ver si alguna especie las interceptaba asumiendo así la existencia de vida inteligente más allá de la suya, y el sistema funcionaba. Iban al encuentro los unos de los otros, creaban lenguas comunes, y aunque a veces el precio a pagar fuese algún tipo de guerra, el mero comunicado de la vigilancia de los soles ya serenaba los ánimos.
Cabe decir que se trataba de especies muy evolucionadas, de modo que podían hablar telepáticamente con su planeta sin apenas problema alguno.

Lejos de todo, apartado, un planeta llamado Tierra observaba atentamente el universo tratando de comprenderlo antes de lanzarse a él. No lo sabían, pero en su evolución se hallaba el secreto que todos buscaban con anhelo. La formación de agujeros negros estaría lista en unos miles de años, si es que la especie dominante lograba evolucionar y comunicarse con su planeta a tiempo.


La pregunta que quedaba era: ¿A dónde iría a parar el espíritu de Betheos una vez cruzase lo que fue su materia el agujero negro?


Para leer el capítulo anterior clicka aquí

sábado, 10 de mayo de 2014

Astral: La primera voz




Cuando Betheos despertó, a todo el mundo le pilló por sorpresa.
El planeta se comunicaba con sus especies, dando órdenes de como debían coexistir para un futuro mejor para ambos.
Betheos es un planeta volcánico, gigantesco en comparación a los que solemos conocer en nuestra galaxia, y sus habitantes eran duros como el hierro.
No fue, no obstante, suficiente la característica como para que no se arrodillasen ante su nuevo, único y verdadero Dios, que era Betheos, la tierra que pisaban, las montañas que contemplaban, los volcanes que los castigaban.
Betheos prosperó siguiendo todos las indicaciones de éste, y llegó a convertirse en un imperio llamado Astral, pues sus habitantes controlaron el dominio de los cielos estelares y colonizaron a todo el sistema solar de doble sol.
El dominio de Astral duraba bajo las órdenes de Betheos, el primer planeta al que se le recuerda despertar en consciencia. Sabía cuando debían colonizar y cuando cuidar, cuando sembrar y cuando destruir.
Así pasaron miles de millones de años, con Betheos viendo como se erguía en su superficie todo un sistema de templos con los que los poco longevos habitantes pretendían demostrarle su lealtad absoluta.
Pero Betheos tenía otros planes. Le aburría su existencia, atrapado en la misma vorágine existencial cíclica que ya se sabía de memoria. Los habitantes celebrando los ciclos mediante los cuales Betheos giraba alrededor de los dos soles, adorándole sin faltarle al respeto, pero sin comprender el verdadero enigma de su planeta, su enigmática soledad.
Betheos pensó que, si había logrado comunicarse con sus habitantes y sus especies, también de un modo parecido podría comunicarse con otros planetas en su misma o parecida situación. De ese modo pasó a centrarse en el espacio exterior, olvidando lenta pero inexorablemente a su propio destino y su propio sistema.

Tanto lo olvidó, que en su furia por no obtener respuesta del universo exterior, calcinó toda la superficie de su planeta en una apocalíptica sucesión de erupciones volcánicas a la que ni siquiera prestó atención.
Así quedó Betheos, solo y a la espera, cubierto de lava, enfurecido y danzando alrededor de sus dos soles, aguardando el momento en que algún planeta despertase y tomase consciencia de sí mismo.
Tanto esperó que una lluvia ácida comenzó a peinar su superficie, pues conformaban sus lágrimas de soledad que a su paso extinguían todo atisbo de vida posible.
Cuando las tormentas hubieron pasado, Betheos era una horrible caricatura de sí mismo, no quedaba ni rastro de Astral salvo flotantes artefactos en órbita por el sistema y éste no cabía en si de dolor.
Ahí fue cuando gritó.
Su voz fue escuchada por prácticamente todos los confines de la galaxia, y al cabo de algunos miles de años, cuando Betheos ya lo daba todo por perdido, comenzaron a llegar las primeras voces a sus sentidos.
Eran planetas jóvenes y lejanos, pero era ya todo un logro.
Juntos volvieron a formar Astral, esta vez sin seres vivos atados a la superficie de ningún planeta. Astral sería la combinación de cuantos planetas despertasen, y juntos guardarían las galaxias con más atino que los prepotentes soles que creían tener todo el poder en sus manos.
Betheos tenía un plan.
La primera parte se había cumplido, el despertar ante la primera voz.
Ahora tocaba arrebatarles el control a los soles, cuyo estallido múltiple se blandía como una guadaña de muerte sobre todo Astral.


Betheos ya no estaba solo. Su superficie era ya solo un cúmulo de muerte y gas venenoso, pero su alma latía con la vida de mil soles.


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lunes, 5 de mayo de 2014

Astral: El reflejo de las estrellas




– ¿Cómo te tratan a ti, Tierra? – La pregunta, telepática, atravesó la velocidad de la luz para llegar a oídos de la llamada madre Tierra, que sin dilación respondió.
– Una de mis especies ha tomado el control. Inconscientes en su mayor parte de cuanto están ocasionando, me están destruyendo a gran velocidad.
Un silencio respetuoso inundó los trillones de kilómetros que separaban Tierra de Auris.
Fue Tierra quien lo rompió.
– ¿Y a ti que tal te va, Auris? – Auris era un planeta semejante a Tierra exceptuando su tamaño, varias docenas mayor. Siempre se habían tenido simpatía desde que Tierra tomó consciencia de si misma.
– Mis especies cohabitan en paz y armonía. No se puede decir que haya lugar para el aburrimiento, pero resulta un placer existir en estas condiciones. Mis tres soles no se pueden quejar, estamos todos muy contentos.

Tanto Auris como Tierra sabían que los soles eran los guardianes de los sistemas planetarios de todo el universo. Sus jefes directos, por decirlo de algún modo. Si la cosa se ponía fea en su sistema, pocos problemas tenían en inmolarse por el bien del equilibrio universal.

– Te siento triste, Tierra. ¿Acaso no te queda esperanza? – Tanteó Auris.
– Sí. Luna me inspira un profundo respeto. Hablo mucho con ella acerca de nuestro destino.
Súbitamente una voz, algo más tímida y silenciosa que las que conversaban, se añadió.
– Tierra está perdiendo la esperanza, pero yo se de buena tinta que esta especie que la ha colonizado dista mucho de ser un virus como aparenta ser.
Tierra presentó a Luna a Auris.
Le explicó que no era exactamente una estrella que de pronto hubiese tomado consciencia de sí misma, como ocurrió con Tierra y Auris, sino que fueron las miles, millones, de miradas y conversaciones dirigidas a ella por parte de la naturaleza de Tierra lo que le otorgó una identidad, una personalidad, una alma.
– Es una historia triste. Una consciencia tan joven, casi infantil a nuestros ojos, la que nadie puede tocar ni besar, en la que nada puede florecer y, sin embargo, inspiradora de tantas y tantas maravillas como tantas otras veces me has contado. – Auris se refería a los poemas, textos y piezas musicales que Tierra le había reproducido durante miles de años.
– Claro, tu, con tus tres soles, no tienes este tipo de dilemas. Siempre de día, siempre a buena temperatura, con unas especies que no requieren de sueño para poder existir de un modo sano. – Si bien las especies de Auris eran mortales, lo cierto es que eran mucho más longevas que las de Tierra. Casi eternas a ojos humanos.
– Es tu sol quien debería preocuparte, Tierra, lo siento enfurecido incluso desde aquí. – Los soles no se comunicaban con las demás estrellas, estaban centrados en su propio sistema, conscientes en todo momento de la realidad que los ocupaba. Por eso resultaba preocupante que una estrella como Auris pudiese captar la ira de Sol desde tanta lejanía.

Así resulta que se comunican las estrellas del infinito firmamento, como ciegos que hablan por teléfono, pasándose información a modo de cultura y haciéndose compañía unas a otras en su usualmente eterna odisea espacial. Cada una en su propio sistema, despertando súbitamente a un estado de consciencia o viéndose inducido a él por otros seres menores.
Y es que... ¿Qué hay más grande que una estrella viajando por el universo regalando su luz?
– ¿Quieres que te cuente una historia, Auris? – Sugirió de pronto Tierra.
– ¡Claro, me encantaría! – Respondió entusiasmada Auris.


*


Joaquim se consideraba el sol de su empresa. Podía hacer y deshacer cuanto y cuando quisiera.
– Rachel, tráeme inmediatamente los documentos a mi despacho. – Ordenó a su secretaria.
Rachel era una mujer entrada en los cuarenta, a la que pese a que le habían salido algunas cosas mal, aún mantenía la esperanza de que tiempos mejores pudiesen llegar. Su mejor amiga, por así decirlo, era Stela, una chica veinteañera de blanquecina piel y ojos cargados de una melancólica ilusión. Cuando hablaban por teléfono, casi cada noche, Stela consolaba a Rachel como buenamente podía, teniendo en cuenta que Stela no se adaptaba demasiado bien a la realidad que la obligaba a caminar. Stela era feliz entre sus gatos y sus libros, y poco más necesitaba para seguir adelante aunque anhelaba el día en que pudiese sonreír de verdad, como veía a veces a Rachel hacerlo.
Ambas eran esclavas de Joaquim, que las trataba de la peor manera posible, haciéndose llamar sol en secreto con sus actos, mientras que Rachel se hacía llamar tierra.

Stela deseaba ser Auris algún día, pero era Luna. Lo era porqué todos en la empresa la contemplaban con mayor o menor aprecio, pero no podía pasar desapercibida. Su belleza innata hacía que los demás hablasen de ella a sus espaldas o a la cara, y el resplandor del aura de su alma hacía que personas confundidas como Rachel acudiesen en su auxilio.
Como ciegos que no saben verse los unos a los otros y necesitan de imágenes construidas a partir de emociones se tratasen, los integrantes de la empresa se movían en funciones estáticas buscando ser escuchados de vez en cuando, ser comprendidos en ocasiones, y ser amados en otras.

La empresa se llamaba Vida, y Joaquim tenía planeado cerrarla porqué se creía con la potestad suficiente como para conducir al traste con m´s de cincuenta años de historia solo porqué las ventas estaban descendiendo de un modo algo alarmante. Nada de aguardar a ver si la situación daba un giro, nada de lanzar avisos a la plantilla aguardando una reacción, nada que tuviese que ver ni remotamente con el comportamiento que emprendería un verdadero Sol.
Ahí radicaba el problema de la empresa, en que muchos de los roles eran malinterpretados y exagerados. Pues, ¿Cómo puedes compararte al Sol, cuya consciencia ignoras? ¿Cómo compararte a la Tierra, cuya consciencia del mismo modo se te antoja oculta? Solo en el poder de la imaginación de unos pocos, la mayoría muy jóvenes, se adoptan roles realistas como el de emular a obras de la naturaleza terrestre, a excepción claro está del caso de Stela.

A Stela la hicieron entre todos. Nació en una humilde familia en un barrio bajo, y desde bien pequeña fue marcada con el distintivo de rara. La apartaron sistemáticamente de todo y todos, hasta que con el paso de los años comprendió como sobrevivir en esa soledad y, finalmente, como vivir en esa soledad. El aprendizaje del vivir se lo brindaron sus compañeros de la empresa Vida con sus habladurías y su contemplación. La hicieron ser más consciente de quien era ella misma en realidad. Y de ese modo la Luna fue Stela, y Stela fue la Luna, dos estrellas diferentes con una misma raíz. Una alma torturada que acepta la posibilidad de estar sola en una empresa que no la entiende, pero en la cual tiene que sobrevivir para algún día poder sonreír.


*


Ese día ha llegado para nuestra pequeña Luna Auris, y pronto llegará para la joven Stela.
– ¡Es maravilloso! De modo que tu especie colonizadora pretende adoptar nuestros roles de estrellas sin percatarse siquiera de que ya estamos vivas desde mucho antes de que ellos existiesen...
– Si tú lo quieres llamar maravilloso... – Respondió alicaída Tierra.
– Me resulta maravilloso que existan reflejos de Luna en tu especie. Pues si una sola ha despertado tanta belleza a lo largo de tu corta historia, imagina la combinación de su alma en múltiples identidades.
Varias tormentas se desencadenaron sobre la superficie de Tierra, cuyo dolor solo hacía que aumentar.
– Auris, Rachel no era mala persona... – Balbuceó a través de los confines del universo.
– Lo se, pero pretendía ser mucho más grande que lo que le tocaba ser, seguramente estaba llena de deseos y sueños inalcanzables para alguien de su condición y edad. La empresa Vida no era una mala empresa, simplemente estaba mal dirigida y sus empleados mal aconsejados. – Auris dejó que Tierra sollozase un poco más, hacía tiempo que no hablaban y sentía su soledad a través de la inconmensurable distancia que las separaba.
– Piensa que no estás sola, Tierra. – Añadió Auris. – Del mismo modo que en Vida los ciegos pueden comunicarse entre ellos para aplacar su desánimo, tú tienes infinidad de estrellas para seguir haciendo de este universo un lugar mejor.
– Me duele... Me están haciendo daño... – Tierra aún secaba sus lágrimas con vientos huracanados en puntos de su superficie.
Auris no dudó ni un instante.
– Piensa en Luna. En Stela. En todas las pequeñas lunas que contienes y te rodean. De vez en cuando, en vez de dictarme poemas o componerlos tu misma, contempla el inmenso poema que es la existencia a través de ese precioso bolígrafo de satisfecha melancolía que es el conjunto de lunas. Ellas escriben cada instante, durante toda la eternidad. Yo no me canso de leerlas.
Tierra se tranquilizó.

No hubo abrazo entre Tierra y Auris, pero en la inmensa distancia que las separaba, algo se removió. Estrellas fugaces iniciaron una danza imposible de cualificar en puntos tan alejados de las galaxias que nadie que no fuese una estrella podría haber contemplado la obra.
Fue una señal de interconexión, como una dulce caricia de la bienaventurada Auris a la maltrecha Tierra, que le decía que, pasase lo que pasase, siempre serían amigas.
– ¿Qué es eso que se oye en nuestro canal, Auris?

Auris guardó silencio, a la espera de que Tierra se percatase de que Luna, su Luna, estaba llorando de felicidad.


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sábado, 3 de mayo de 2014

El hada y el caracol




Un riachuelo descendía plácidamente a su izquierda, unos largos metros más allá. La imponente base de los árboles se alzaba frente a él allá donde mirase, con su lejana cúspide cubriendo de verdes hojas el manto azul que conformaba un cielo que en ese día lucía algunas nubes sueltas aquí y allá. Lo cierto es que hacía un buen día.
El caracol se movía lenta pero inexorablemente hacia su destino desconocido. Su cáscara era perfecta, y se proponía aguardar pacientemente a la siguiente tormenta para comenzar su tan ansiado ascenso.
A lo lejos unas cúspides nevadas coronaban todo cuanto él ansiaba conquistar, el lugar donde poner fin a su vida de lucha. Sumido en sus pensamientos estaba cuando una mariposa revoloteó a su alrededor, algo impertinente. Tocaba sus ojos produciendo que tuviese que ocultarlos por acto reflejo para, lentamente, volverlos a sacar.
– Hola caracol. – Dijo una agradable voz femenina.
El caracol, sorprendido, miró a su alrededor sin ver nada más que vegetación, hojas caídas y ramas secas, siendo el sonido del río lo único que, junto a algunos pájaros lejanos, interrumpía el silencio del bosque.
– ¿No dices nada? – La voz insistió. – Mira, aquí arriba. – El caracol alzó su vista hacia la mariposa, que se había posado en un tronco próximo a él, como a diez cascarones de él.
Vio entonces que no se trataba de una mariposa, sino de un hada. Su pequeño y grácil cuerpo desnudo lucía unas grandes alas coloreadas de diferentes tonos azul violeta, y permanecía recostada en el tronco observándole atentamente.
– ¿Qué quieres? – Preguntó el caracol, molesto por la interrupción.
– Vengo a aconsejarte. Acerca de ese caparazón que tienes. Más bien, – Puntualizó – acerca del uso que le estás dando.
El caracol se sintió ofendido por la crítica a lo que más valoraba, lo que le permitía no herirse de gravedad en las caídas por el bosque y así poder ascender hacia las lejanas cimas montañosas.
– ¿Qué sabes tú acerca de mi caparazón? – Preguntó el caracol, poco dado a creer que las hadas fuesen seres mágicos capaces de ver mucho más allá de lo que se ve a simple vista.
– Son tus personalidades. No las ves como una parte de ti, sino que les has dado identidad propia y, amontonándolas unas sobre otras, te has hecho un escudo que proteja tu frágil yo de la realidad de la vida. – En este punto la hada frunció el ceño. – ¿Acaso crees que no me percato del modo con el que miras a la cima de las lejanas montañas?
– ¡Tengo que llegar a ellas! – Respondió el caracol, jadeando de la emoción. – ¡Ayúdame hada!
En ese momento el hada se irguió y inició un grácil vuelo hacia el caracol y, situándose a su lado, señaló al suelo unos centímetros más allá.
El caracol quedó en silencio, contemplando el camino de tierra limpio de obstáculos que parecía perderse en el horizonte antes de que los árboles lo ocultasen a su vista.
– Este camino es el camino fácil. Nunca llegaré si avanzo por él, atraviesa todo el bosque de la manera más lenta posible. Cada día veo a muchos caracoles avanzar por él. – Dijo el caracol, levantando orgulloso la cabeza.
– ¿Se puede saber cómo avanzas tú? – Preguntó el hada, curiosa.
- Ambos sabemos de lo que presumís, provoca una tormenta y te lo mostraré.

Unas horas más tarde, el caracol se empapaba del agua del riachuelo, sintiendo como poco a poco se fusionaba con la esencia del bosque, como podía ser un halcón y un leopardo, una gaviota o una ardilla, incluso todo al mismo tiempo. Totalmente ebrio, llegó el momento de los primeros y temibles truenos. El hada había cumplido con su parte.
Cuando la tormenta hubo alcanzado su terrible clímax, el río se desbordó, llevándose al caracol con él y haciéndolo caer ladera abajo, chocando violentamente contra todo, piedras, ramas y espinas. A veces, desesperado, se bloqueaba en algún lugar, pero la fuerza del agua que lo arrastraba todo a su paso lo hacía sufrir sobremanera, y más ebrio que nunca, seguía cayendo.
Fue en uno de estos bloqueos cuando, dentro de su caparazón, vio como éste multiplicaba su tamaño hasta convertirse en una gran cueva, en la que apareció el hada iluminando el lugar con su aura azul violeta.
– Dime, ¿Qué estás logrando? – Preguntó tranquila el hada.
– ¡Hacer más fuerte mi coraza! ¡Tras esto, el ascenso será imparable! – Exclamaba muerto de miedo el caracol, que dentro de su coraza no era más que una pobre criatura asustada.
– ¿El ascenso? Veámoslo.
Tras esas palabras el caracol sintió como la presión del río disminuía hasta desaparecer, que los truenos y la infernal luz de los relámpagos se apaciguaba, y cuando se asomó al exterior, contempló como la tormenta había dado paso a un extraño día en el que vientos huracanados soplaban ladera arriba.
En cuestión de minutos el caracol ya se había desbloqueado y escalaba sin descanso, a un ritmo casi no natural hacia el punto desde el cual había caído.
Horas después ya se encontraba en él, momento en el cual el vendaval se detuvo, apareciendo la hada, revoloteando como siempre, hasta posarse en el mismo tronco de antes.
– ¿A dónde pretendes llegar moviéndote así, caracol? – Le preguntó. Era una pregunta retórica. El caracol lo supo por la mirada del hada.
Pacientemente, con dulzura, voló al lado del caracol y, acariciando su rostro, enfocó su mirada al camino que horas antes el caracol había despreciado.
– Lo único que haces es caer y volver al punto de inicio desquiciándote por luchar contra la naturaleza. Eso hace tu coraza más fuerte y resistente, pero al mismo tiempo hace que cada vez las caídas sean más violentas y largas. Y encima, – Añadió sombríamente –, te da miedo estar a solas dentro de la oscuridad de tu cascarón. Mira el camino caracol, ¿Aún no lo ves?

En ese momento el caracol abrió los ojos de par en par. Vio toda una vida tratando de llegar a unas cumbres nevadas a las cuales los caracoles jamás podrían llegar. Vio una táctica autodestructiva que le había costado ya ser apartado de toda su comunidad dado por imposible. Y contempló por vez primera como unos pocos caracoles, llenos de virtuosismo y esperanza, se desplazaban lenta pero inexorablemente por el camino plácido que habría de conducirlos a una existencia sana y exenta de innecesario dolor.
Sus ojos retrocedieron de dolor y, cuando hubo de ponerse a llorar, el hada acarició con sus alas el cascarón del caracol.
– Estamos aquí para aprender. Todos. – Añadió. – Que no te pese tu deseo inicial. Más te diré que allí arriba hace mucho frío, y siempre tendrías que estar dentro del cascarón para vivir.
Con esas palabras el hada se despidió del caracol, que sintió como su alma quedaba aliviada tras la extraña visita de la misteriosa hada.
Poco a poco, empezó a deslizarse hacia el grupo de caracoles que se desplazaba sendero arriba, bordeando todo el bosque y su espesura.
Cuando se hubo acercado lo suficiente, una voz lo sorprendió.
– ¿Cómo te llamas?
Era la primera vez que se dirigían a él. El resto habían sido intentos de comunicarse con su coraza. Sintió una extraña emoción antes de decir su nombre.

Lo que en verdad le importaba era que al fin se sentía acompañado en un camino que podía ser mejor o peor, pero que al menos encajaba con las leyes de la naturaleza.
Tuvo unos momentos de recuerdo para el bienaventurado hada, y se prometió que ya jamás dudaría de que estas criaturas gozaban de unos poderes que escapaban a toda posible comprensión, y que encima eran puestos al servicio del bien.


El sonido de un riachuelo, interrumpido por el canto de algunas aves, acompañaba la armoniosa marcha de un grupo de caracoles que trataban de vivir lo mejor posible la vida que les había tocado vivir, rodeados de árboles y variada vegetación, amparados por un cielo que, a menudo, apremiaba con soleados días donde avanzar resultaba un verdadero placer.