jueves, 23 de marzo de 2017

El cabo solitario





Ascendía la cuesta mientras encendía un pitillo.
El humo se esparció a su alrededor tras la primera calada.
A pasos ralentizados el joven emprendía la marcha a su casa.

Era una noche en la cual el invierno llamaba a las puertas de su final. El hombre se llamaba Jamie, y tras su media melena castaña se le adivinaba una mirada enturbiada por el alcohol.
Como cada día, Jamie había pasado la tarde bebiendo.
Ahora tras un breve tambaleo la compostura le reforzaba nuevamente, junto con la ilusión por ver a su gata… Tras ese paseo.
La ruta era serpenteante en cuanto a ascensos y descensos, y ciertas curvas le otorgaban un aire caótico para un caminante inquieto.

Todo lo que Jamie atesoraba como valioso en compañía tenía un precio en soledad.
Y en ese regreso conmemorativo a tantos y tantos momentos la pena era máxima.
De modo que el joven, cabizbajo y taciturno, caminó y caminó surcando la noche, en busca de su casa.

De pronto a lo lejos, en la soledad de aquel cabo, pareció distinguir una figura.
Unos pasos más revelaron la silueta lejana de una mujer, para finalmente ir dibujando a una esbelta joven semidesnuda, tapada con unos harapos azules y de piel enfermizamente blanquecina.

Jamie no osó mirar más en plena bajada de la carretera, girando la pronunciada curva. Pasó junto a la figura, sin mediar mirada ni palabra.

Al día siguiente, cuando la particular jornada en el bar concluyó, Jamie había olvidado lo ocurrido la noche anterior.
Sin embargo, cuando puso el primer pie en el asfalto de salida del local, un escalofrío recorrió su cuerpo al invadir su mente las imágenes de lo que ocurrió en la curva del cabo.

Mientras serpenteaba junto a la senda hacia su casa, un gato se puso a caminar junto a él.
Eran abundantes las colonias en ese lugar, y lo cierto es que Jamie agradeció ese buen detalle que el destino tenía guardado.
Pero no sabía lo que esa noche hostil de viento desapacible le iba a reservar.
De nuevo, unos metros más adelante, la figura estiraba esta vez su brazo derecho hacia la posición de Jamie, que detuvo su paso congelado, no sabía bien si bien por el miedo bien por la curiosidad.
En cualquier caso, se precipitó de bruces al perder las fuerzas cuando, simultáneamente, cayó en la cuenta de que el gatito recién nacido que ella sostenía tenía una pata roída, el pelo arrancado a mechones y el rostro mutilado, y que el rostro de la mujer, en lugar de ojos y boca, poseía agujeros profundos y negros como la noche en la que se encontraban.

Jamie rodó varios metros atrás por la bajada.
Entró rápidamente en casa y abrazó a su gata.

Horas más tarde dormía profundamente.
Su gata se había posado entre sus brazos y su pecho.
No obstante, un olor le despertó. En la oscuridad de la habitación, al acariciar a su gata no fue el cambio de tamaño lo primero que notó. Fueron los mechones arrancados, el putrefacto olor de infecciones sin nombre.
Abrió los ojos de par en par al comprender súbitamente lo que ocurría.
Mientras ella le abrazaba por detrás, un ahogado gemido de Jamie sonó en la casa del cabo.
Un cabo silencioso.

Un cabo con mujeres en las curvas.