domingo, 18 de noviembre de 2018

La gitana






Lamía sus pechos con una dedicación nacida desde el mismo epicentro de su pasión.
La penetración era dura y suave, constante, acelerada y frenada.
Una gitana abría sus piernas totalmente entregada al momento.
Una gitana que había crecido, y de qué modo.

Su vida era una amalgama de sensaciones encontradas.
La gitana había dejado atrás a la gitanita, haciéndose un nombre en esta vida que ninguna piedad tiene por los anónimos de espíritu.
De sus errores, había construido un fortín. De sus aciertos, un tesoro.

Eso lo sabía bien yo mientras paseaba mi lengua por su mejilla, sabedor de que a pocos centímetros una lengua húmeda suplicaba para ser recorrida.
Su piel, oscura y clara, lograba que a cada sacudida de nuestros cuerpos, un estremecimiento recorriese mi espalda. La misma que ella agarraba, arañando profundamente mientras gemía, y de qué modo, hacia el inconmensurable infinito.

El universo gira y evoluciona, aparentemente ajeno al devenir de nuestras vidas. Más, ¿No había una bendición suya en ese momento? Como quien contempla la gestación de la vida en un planeta, como quien asiste al desarrollo de una galaxia… Ahí estaba yo, recorriendo incrédulo el cuerpo de aquella gitana, paseando mis dedos caprichosos por sus gemelos y muslos, mientras sentía como la intensidad crecía, invitándonos a terminar juntos aquello. Una obra de arte al amor. Una oda al calor.

Me recosté a un lado habiendo acabado, con ella temblorosa mi lado. Se abrazó a mí, besando mis labios, haciendo suya la superficie de éstos, rogando en una súplica contenida ir a por más.
Afuera ni llovía ni nevaba en aquel invierno que amanecía. 
Ni hacía sol ni viento.
Era un momento imposible, una alucinación onírica que, sin embargo, tenía lugar.

En un torbellino se habían perdido nuestras vidas.
Un viento huracanado se había llevado a los niños y las familias, las parejas y la misma realidad.
Solo quedaba un lecho y una pasión que se antojaba eterna.
Pero, por encima de todo, estaba la negrura en sus ojos, y el brillo en los míos. La luz de su mirada, y la oscuridad de mi interior.
Como si el ying y el yang saldasen diferencias en una fusión definitiva.

La acaricié, sabedor de que bien podría tratarse de la última vez. Sequé la lágrima que nació de ella. Ella secó las mías, que gota a gota salpicaron su torso.
Aquello era una estupidez.
Soñar con los ojos abiertos era un ejercicio en vano.
Sin embargo, el tacto de sus dedos acarició el dorso de mi mano mientras me disponía a pulsar el punto final.

––¿Qué te aflige, querido mío? –– Y ahí estaba ella. A mi lado, una vez más, sonriente pero estricta, comprensiva pero exigente. 

Tuve que respirar hondo en más de una ocasión.
Suspirar, más bien.
Aquel rostro me llevaba atrás en el tiempo, a un lugar donde la esperanza era oxígeno y la ilusión alimento.
Cenas copiosas en las que darse un banquete de gloria era lo más habitual.

Y sentí vergüenza ante las carencias que aquella velada contenía.
Sentí una lástima y un dolor que luego aprendí a volcar en el reflejo de mi interior.
Las gitanas tienen ese sentido extra que, casualidad o no, parece acertar en la diana de los destinos.
Ambos miramos el pequeño lecho que había a mi lado.
Nos perdimos el uno en el otro, tan solo con entrelazar nuestros dedos.
Entonces ella se difuminó.
Una alucinación en mi trayectoria.

Una conversación escrita, en la que cada palabra era una caricia prometida. Cada frase, un cambio de posición. 
Cada segundo, risas tapadas con besos. Cada minuto, una eternidad de placer.

Solo, de nuevo en frío, sonreí.
Las losas de la realidad de la vida servían de ancla para los barcos de mi imaginación.
Estáticos en el puerto, en sus velas el fuerte viento hacía adivinar grandes cotas de energía.
Querían partir, querían viajar.
Sin embargo, los agujeros de cañonazos y pillaje, de sucia piratería y quemaduras irreparables, teñían la estampa de la más irrevocable realidad.

“La flota debe quedar en el puerto”.

Eso escribí en el pergamino de mi corazón, mientras colocaba en una botella el mensaje lanzándolo a las corrientes marinas sin demasiada fuerza.
Tanto dio, pues la corriente se llevó la nota, meciéndola en su oleaje mientras en el cielo del horizonte las nubes fueron dibujando, caprichosas.

Primero un lecho.
Luego una gitana.


jueves, 3 de mayo de 2018

La receta





Los canelones se hacen lentamente en el horno.

La casa vacía comienza a respirar el agradable olor de la receta que se está cocinando.

Ésta contiene grandes dosis de recuerdos.Un buen puñado de alegría. Una pizca de dolor.
Es ese dolor el que, por un momento, parece reavivar cierto ajetreo en el comedor. La tele apagada se enciende súbitamente con las últimas noticias del corazón anunciándose. Hay risas que, de súbito, conquistan el silencio. Una vez más hay reunión familiar.

Pero la abuela no aparece.
Avanzando por largo pasillo, en la penumbra de habitaciones cuyo polvo comienza a acumularse, las luces se van encendiendo, de forma gradual y agradable.
De una radio nace una antigua balada.
La querida nieta canta desde el comedor buscando un eco, pero un nudo hace presa de su garganta mientras ciertas lágrimas asoman en el registro de su voz.
Ante aquello, los cientos de muñecas del dormitorio de las hijas parecen cerrar los ojos, conteniendo su propio llanto.
Ese llanto que parece estar abrazado a la aflicción del hijo mediano, que en un intento por alejarse y aislarse, pasea su mano por los marcos de fotos que maximizan al límite sus emociones.

Los canelones siguen su avance en el horno.
En la receta puede que hubiese algo de resentimiento, pero lo cierto es que ahora que todos esperan, ya sentados, picando unas gambas saladas y un aperitivo variado, no parece haber rastro de él.
Son tantos años.
Son tantas reuniones.
Todas conformando una especie de correcaminos que encuentra su final en este escenario. Un ejercicio literario que pretende verter lágrimas en forma de pulsaciones de teclado desde el corazón desbordado de un nieto que apenas puede distinguir entre qué fue, que es y que será. Perdido en el tiempo, en el laberinto de una casa que, casi sin querer, ha memorizado.
En la última de las habitaciones, donde una improvisada biblioteca luce integrada en la mente de las hijas e hijo, una bata está sobre el sofá. No está ni recogida ni bien doblada. Nada en esta última reunión rezuma el punzante y melancólico orden de las despedidas.
Como despertada por el olor de su mejor receta, la abuela rellena la bata y se pone en pie calzándose sus zapatillas.
Avanza por el pasillo, pero no se detiene en la cocina.
Entra en el comedor donde las sonrisas de quienes integran su núcleo la llenan tanto que, por un momento, parece inhalar profundamente tanto el aire como el aura que todo lo invade.

Recuerdos, alegría, dolor, resentimiento… Parece una receta sencilla.
Pero no lo es.
Tras reír y llorar, el atracón a canelones tiene a todos bien relajados en los sofás. Mientras se hace el café, el juego de tazas más especial es repartido en la mesa.
Al lado, tres hermanos frente a un piano restaurado para la ocasión.
Mozart, susurra la mayor de los tres.
Cuando el hijo toca la primera nota, grave y severa, me giro.
La abuela se retira de nuevo por el pasillo donde apareció. Está satisfecha. Una sonrisa asoma por su perfil mientras la música va creciendo en intensidad.
Miro a mi alrededor y todos tienen los ojos cerrados.
Algunos totalmente empapados.
Hasta el pianista toca de memoria.

No hay duda de que la receta de los canelones tiene mucho de todo aquello. De aquel lugar. De mi familia. Y del mismo modo que la abuela se ha ido, del mismo modo que tantas y tantas cosas parecen ser engullidas por el torbellino que solo dejará en pie los recuerdos, la misteriosa receta partirá.

Ha sido un placer disfrutarla.

sábado, 6 de enero de 2018

Un regalo muy especial





En la calidez del hogar, pequeñas llamaradas ardían tímidamente en la chimenea. Sobre ella, guirnaldas elegantes combinaban colores con adornos variopintos. En uno de ellos, adivinó Brian, se reflejaban algunos de los mágicos colores que tanto le hipnotizaban. Así era, año tras año, la magia de la navidad parecía próxima a ese niño de apenas siete inviernos si éste se encontraba frente a Ramitas.
Era el nombre que había escogido en su momento para el gran árbol de navidad que sus padres preparaban para esas fechas. A esa hora de la madrugada, encontrándose en plena noche de Reyes Magos, podía parecer una temeridad permanecer despierto. Sin embargo, Brian, que padecía de problemas con el sueño, en esa velada un nerviosismo irrefrenable se apoderaba de él.
De modo que hizo lo de siempre. Plantarse frente a Ramitas para perderse en la colorida oleada de luces que desprendía. Sus preferidas eran las que se atenuaban muy lentamente, para luego ir adquiriendo fuerza poco a poco.
El crepitar del fuego, junto con la activación de ese modo en las luces de navidad, causó que Brian bostezara y, poco a poco, comenzase a dar cabezadas tal como estaba, sentado sobre sus talones.
Entonces el ruido de algo metálico lo sobresaltó, aunque no tanto como la voz que escuchó a continuación.
– ¿Te gusta tu regalo? – Era una voz grave con toque quebrado, afónico. No sin dificultades Brian giró su rostro, lo justo para atisbar por el rabillo del ojo una figura enfundada en una túnica, con una gran corona en la cabeza. No parecía negro de piel, y su rey era Baltasar…
– No, no te gires, pequeño, ¡O el regalo se esfumará! – Brian obedeció, mirando frente a él en busca de ese misterioso regalo. La voz prosiguió, ahora entre risas. – No lo encontrarás esta noche, pequeño. El regalo está en este momento, que habrás de albergar en lo más hondo de tu ser hasta que llegue el día de abrirlo.
Mientras el niño reflexionaba, volvieron a escucharse sonidos metálicos, justo cuando Brian se descubrió bostezando y parpadeando como si se hubiese quedado dormido. Frente a él, las luces, ahora como más histéricas, en el modo que menos le gustaba. Tras él, nada, ni nadie, como sonidos tan solo los del fuego y el de su entrecortada respiración.
Muchos años, media vida después, Brian miraba al horizonte a través de diferentes oleadas. No de luces, sino en esta ocasión fruto del resultado del oleaje invernal que aterrizaba, con agresividad en esa jornada, en el pueblo costero donde se encontraba.
No sabía bien porqué, pero esa misma mañana, junto al despertar madrugador, había llegado a su recuerdo la conversación con el Rey Mago de su infancia. Nunca más supo de él, hasta el punto de que tanto enterró el suceso en su interior, que prácticamente había quedado en el olvido hasta ese momento. Una noche de Reyes Magos que pasar sin atisbo ya de la ilusión de décadas pasadas.
Sin embargo, recordando, cayó en la cuenta de que, si el regalo estaba contenido en aquel momento, bien podía referirse a algo que llevaba mucho buscando.
Su vida había estado marcada por graves picos en un estado de ánimo enfermizo. De hecho, mientras las nubes conquistaban los cielos en una amenazadora invitación a refugiarse, el oleaje se tornaba más y más caótico, ganando en agresividad.
En un vano intento por lanzar una sonrisa vacía, pensó que un cuadro de la estampa que estaba presenciando bien podría representar lo que sus emociones solían dibujar.
Entrecerrando los ojos, Brian apuró su pitillo y a zancadas resueltas y espaciadas, tomó rumbo a su casa.
Ya acomodado en ella, el joven de apenas treinta años colocó una manta sobre él, justo después de encender un pequeño árbol de navidad.
Cuando llegó el momento, las lucecitas empezaron a menguar y acrecentar intensidad muy gradualmente, desbloqueando a Brian su propio pasado, su misma niñez, cuando se encontró tras unos instantes ensimismado con el momento que estaba viviendo.
Un escalofrío recorrió de repente su espalda.
Recordó aquella voz, pero pudo ir un poco más allá.
Regresó al rabillo de su ojo, que pudo ver algo más que una túnica y una corona. Ahí había un rostro… Un rostro más que pálido, blanco. Y había rojo, había un riego de... Un fuerte golpe seco en la planta de abajo lo sacó del instante de temor para introducirle directamente en otro terrorífico. Vino seguido de un ruido metálico.
Al mirar el reloj de cuco de la pared, comprobó que era ya de madrugada… Y que la afonía en la gravedad de aquella voz era mucho más terrible de lo que recordaba.
– ¿Has descubierto ya que contenía tu regalo? – Brian rondaba la treintena. De modo que se armó de valor para dirigirse a quienquiera que fuese quien estaba hablándole desde el piso inferior.
– Mi regalo… Es la estabilidad. Debo trabajar duro para… – La carcajada que resonó como si lo envolviese por completo le heló la sangre. Más aún porque parecía desdoblarse, como si algo tan femenino como decrépito acompañase al supuesto Rey.
– Primero Brian, el envoltorio… A ver si te gusta. Es tamaño persona, aunque quizá la postura no te lo recuerde… – En ese momento un cosquilleo recorrió el cuerpo entero del joven, que escuchó como pasos rapidísimos recorrían la escalera que daba acceso a su planta. Al mismo tiempo, una voz chillona gritaba algo incomprensible. Inmovilizado por el terror, Brian dejó ir un grito ahogado cuando lo que quedaba de una mujer ascendió gateando boca arriba y dando vueltas por el piso en el que se encontraba.
Tan pronto como Brian se bloqueó por completo, temblando visiblemente, la mujer desapareció a través de una ventana.
– ¿No te ha gustado el envoltorio? Ahora es cuando hay que abrir el regalo, jovencito. – La voz, cada vez más rota, se fue escuchando más y más nítida a medida que, a pasos lentos, el Rey de su infancia subía también por las escaleras.
Momentos después a Brian le caían lagrimones por las mejillas.
Mientras, la voz del Rey, maquillado como un payaso con intenciones oscuras, repetía una y otra vez: “Te has olvidado de Ramitas”. Emitiendo un sonido de negación con la boca, intercalaba la tranquilidad de su tono. Por un lado, con silbidos que pretendiendo ser tranquilizadores no hacían más que acelerar los latidos de Brian. Por el otro, atando con mimo las luces de Ramitas al cuello del joven.
Con náuseas por la cercanía del fétido aliento del Rey, al cual poco maquillaje le habría bastado para su cometido dados sus psicóticos ojos hundidos y sus dientes quebrados y podridos, la voz le habló por última vez.
Mientras las cuerdas de las luces se apretaban con fuerza descomunal a su cuello, éstas se iluminaron gradualmente. El eco de lo que el Rey le había regalado resonaba en los recovecos de su subconsciente, en el que se hundía irremisiblemente.
Dormir bien… En el sueño eterno.
Las luces comenzaron a apagarse, mientras Brian exhalaba lo que quedaba de su aliento. Todo, en verdad, se oscurecía. Hacía mucho frío cuando cerró los ojos y se dejó caer.



FIN