viernes, 29 de agosto de 2014

La estrella fugaz




Érase una vez un sistema de lunas, hermosas y bellas, que danzaban alrededor de una estrella de luz blanca dando calidez a un pequeño planeta habitado por seres necesitados de especial ayuda.
A menudo podían verse estrellas fugaces cada noche, alzando la vista al cielo. Éstas surcaban lentas los cielos para poder ser vistas y colaborar con la labor del sistema de estrella y lunas, e incluso en ocasiones su estela duraba cierta cantidad de tiempo tatuada en el cielo universal.

Una noche, o un día más bien, una humilde estrella fugaz pasó y detuvo su marcha situándose alrededor de la gran estrella del sistema, orbitando alrededor de ella, y aportando una luz pocas veces vista ni por el sistema de lunas ni mucho menos por los habitantes del pequeño planeta.
Nunca vista, diría más bien.
Y lo diría porque esa luz no era blanca, sino que incluía prácticamente toda la escala de colores que uno pudiese imaginar.
Daba la sensación de que presumía con tal espectáculo, pero cuando acudió en ayuda de los seres del pequeño planeta, haciendo al mismo tiempo gran amistad con el sistema de lunas mientras planificaba y se codeaba con la gran estrella de blanca luz, quedó claro que ahí había mucho, pero mucho, donde indagar.

De modo que, entre todo ese sistema ubicado en algún remoto punto del universo, se dispusieron a intentar comprender quién era, qué pretendía y sobre todo, cómo generaba esa alegre luz siendo sabedor de las desgracias que desgastaban a ese lugar.
Las lunas hablaban con él a menudo, bromeando en no pocas ocasiones.
La gran estrella central le confiaba arriesgadas tareas e incluso bajaba su intensidad de luz durante ciertos lapsos de tiempo.
Y los habitantes del pequeño planeta, que normalmente estaban de paso para dar cabida a otros, se encontraban con el haz de luz que dejaba la lenta pero constante marcha de la estrella fugaz.
Tanto daba que uno se encontrase ante un abismo cuya caída representase un último chocar contra las rocas de tremendos acantilados contra los que el océano arremetía sin piedad una y otra vez.
Tanto daba que uno se encontrase superado por una situación traumática, encerrado en su habitación y tapado hasta arriba por las sábanas.
Tanto daba... Tanto daba todo.
Pues la luz no solo se podía ver, sino que también se podía sentir.

No ignoro las malas lenguas del sistema lunar y los habitantes del planeta por ser inválidas, puesto que cada uno tiene derecho a su subjetividad, sino que las ignoro por ser una absurda blasfemia.
Cuanto más se integraba la estrella fugaz en el sistema, más confianza cogía. La confianza suele hacer en este tipo de estrellas fugaces que su cola se vea seriamente acortada, menos nítida.
Pues curiosamente, en este caso, pasó justo lo contrario.
Cuanto más poder tenía, cuanta menos obligación a hacer un papel ostentaba, resultó que nunca había habido papel, y a tenor de la espectacular combinación de colores de su cola, nunca lo habría.

Ya casi acostumbrados en inmensa a su presencia, deseando en secreto que su marcha no llegase nunca, la estrella fugaz más espléndida que se había visto en ese sistema, incluida en la imaginación de los seres del pequeño planeta, simplemente partió.
Dio un par o tres de vueltas alrededor de todo el mundo y finalmente salió disparada hacia algún punto del espacio.

Los habitantes del pequeño planeta, junto a las lunas y la gran estrella, decidieron ponerle un nombre a la estrella fugaz, y resultó que ésta ya se lo había comunicado a todos en secreto y en persona.
Se llamaba Sergi, y su último regalo había sido dejar como tatuado en los cielos ese flamante arcoiris del que había hecho gala del primer al último día.
Era una luz pura, amistosa, agradable y juvenil que en ningún caso chocaba con la luz blanca que tan necesaria resulta en lugares como el pequeño planeta llamado Hospital de día.



sábado, 23 de agosto de 2014

Contradicción




Víctor caminaba por el desierto sin darse por vencido. Las fuerzas ya flaqueaban, la mente hacía estragos, pero en el caos de su marcha se podía percibir algo que nunca antes había experimentado.
Meses atrás había dado con un oasis cuando ya parecía que era tarde para toda acción desesperada. Allí pudo reflexionar lo suficiente junto a otros supervivientes como para darse cuenta de que aquello era otra simple parada en el camino.
El juego de máscaras encendía su interior y su mirada hasta el punto en el que cada vez más le costaba permanecer en él. Formar parte de él.

Un día, paseando solitario a nivel mental, libre de estúpidas interrupciones, se perdió en la espesura del más profundo bosque.
Fue entonces cuando la vio.
No sabía del todo seguro si se trataba de un hada o una musa, de una nueva compañera de viaje o sencillamente una alucinación provocada por la inanición de emociones intensas que su interior padecía.
-- Soy Víctor. ¿Cómo te llamas?
-- Me llamo Paula. -- Respondió la bella mujer.
Durante unos instantes que se antojaron horas Víctor no sabía a donde mirar, por donde empezar a buscar, pues estaba claro que un sentimiento de gran intensidad estaba teniendo lugar.
Finalmente aterrizó en su preciosa mirada. Y a partir de ahí surgió una larga conversación que no hizo más que convencerle de que algo especial estaba ocurriendo.

Poco a poco, Víctor se preguntaba si ella estaría dispuesta a emerger con él del falso oasis para caminar juntos en busca de un nuevo lugar donde poder hablar y conocerse sin las molestas interrupciones que el falso oasis bombardeaba constantemente a los simples deseos de Víctor.
Y entonces apareció la contradicción.
Ella debía permanecer en el oasis gran parte de su tiempo, pues esa era su obligación.
Le dijo, entre muchas otras cosas, que era él quien debía dar con el modo de salir del desierto sin pararse en oasis alguno con tal de encontrarla fuera de ese paisaje donde solo parecía haber dunas y dunas, calor infernal e ínfimas posibilidades de supervivencia.
Si lo lograba, si se alejaba del territorio en el que había morado los últimos años, quizá pudiese ocurrir ese pequeño milagro que se requiere para que dos miradas se crucen y se abracen en un instante eterno.

Era todo cuanto quería Víctor. Poder hablar con ella de escabrosos temas que la mayoría de los integrantes de los oasis se negaban a tratar.
La contradicción radicaba en que, teniéndola enfrente en las profundidades del último oasis con el que había topado, no podía hablar con ella libremente, no podía abrazarla, no podía susurrarle sus pensamientos más íntimos.
No podía por motivos que no podía, más bien no quería, entender.
Finalmente aceptó las normas que debía acatar y se lanzó al desierto.
Conocía bien las condiciones de ese hostil paraje, sus trampas que le hacían a uno volverse loco, y se armó de valor para recorrer lo que de algún modo sentía como la última de las etapas.

No podía fallar, al fin y al cabo, al final existía una posibilidad de cruzarse con esos ojos de preciosa mezcla de colores, con esa voz que serenaba el alma y esos cabellos donde uno podía perderse como si de un sedoso bosque se tratase.
Ya alejándose del oasis, pensó en la contradicción de tener frente a si mismo a una persona que podría sanar todas sus heridas y el hecho de que una muralla invisible los separaba, por el momento, a lo largo de toda una vida.

Cuando más se adentraba en el desierto, más se tergiversaban sus recuerdos sobre el oasis. Cómo la falsa cordialidad camuflaba todo atisbo de empatía. De qué modo las personas se transformaban ocultando a traición sus demonios internos.
No obstante, algo quedaba intacto.
Una mirada que parecía comprenderle a un nivel inaudito, una promesa de que, aunque improbablemente, podrían  verse con calma sin estar vigilados por mil ojos.
Un rayo de esperanza en la tremenda tormenta de arena que de algún modo intuía. Algo así como una prueba final. Dicho y hecho, cuando alzó su mirada al horizonte, una espectaular ola de arena embravecida se acercaba a su posición.
Podían representar sus miedos, sus frustraciones, sus inseguridades, todas juntas y arremolinadas en ese monstruo incorpóreo. De modo que podía sali corriendo, arremeter como un loco contra ella o arrodillarse desesperado.

No hizo ninguna de esas cosas.
Simplemente se mantuvo en pie, consciente de que los rayos, ya múltiples, de esperanza que se dibujaban en la gran ola, significaban algo más especial que la muerte de su cuerpo y la destrucción de su alma incompleta.
<<Paula...>> Recordó.
La muralla que los separaba en el oasis adquiría ahora forma de horripilante tormenta de arena, pero su significado era común.
Debía respetar las reglas, dejarse llevar de un modo que no fuese anti natura, y solo así mantendría intacta la débil pero aún viva esperanza de poder tratarla con algo de intimidad.

El impacto de la tormenta lo destrozó en mil pedazos al alzarlo hacia su interior, como si se lo tragase. Durante muchas jornadas tuvo que lidiar con sus miedos, frustraciones e inseguridades hasta acabar tirado en el suelo, totalmente demacrado.
Al levantarse y mirar a su alrededor tan solo vio arena, incluso perdiendo su vista en el horizonte.

Cuánto necesitaba una brújula.
Con lo poco que le quedaba de esperanza, siguió caminando con la única seguridad de que no podía rendirse. No en ese momento.
Esa mirada que, entre miles de cosas, le transmitió pronta lejanía, le estaría ya esperando en un lugar donde las murallas no existiesen, y debía llegar a él.
Por su propio bien.
Por el bien de los suyos.
Por el bien de su corazón.

<<¿Es eso amor?>> Preguntó su voz interior.
-- No. Es la esperanza de verse acompañado durante parte del camino con alguien que te despierta el sentimiento más especial que he podido experimentar.

Tras esas palabras Víctor caminó, jurándose que cada vez acudiría menos a los oasis para recuperarse, pues de ese modo alcanzaría lo más rápido y fiablemente posible la salida de ese tramposo desierto llamado Psicosis, plagado de oasis llamados Contradicción.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Un chispazo contra Smith




Smith buscó a Dios, y en su búsqueda terminó por decidir que le serviría un encuentro con cualquier Dios.
Ante su fracaso, pasó a escribir dios con un desprecio que no hacía más que acrecentarse a cada nueva experiencia en su confusa existencia.
Finalmente sintió que quería desaparecer en cuerpo y alma de la faz de la existencia.
Liquidar todo rastro de vida de su cuerpo se le antojaba sencillo, pero eliminar el rastro de su existencia como parte de la energía que le debía dar forma a todo cuanto le era negado a sus ciegos ojos era más complicado.
Si bien para alcanzar una presencia cercana a lo divino tuvo que construir y construir dando rienda suelta a toda su imaginación y miles de experimentos con lo que se consideraba real, decidió que para borrarse a si mismo debía emular a una especie de agujero negro. Un agujero tan inmenso y poderoso que actuase de imán para todo lo conocido en cualquier línea de tiempo.
Fue ahí donde Smith desarrolló la mayor desesperanza, la más absoluta melancolía y la más hiriente tristeza jamás imaginados.
Se ató a ese agujero negro para custodiarlo hasta el final de su proyecto, ese punto en el que cualquier atisbo de vida ya hubiese sido absorbido y destruido, ese punto donde incluso las últimas estrellas ya comenzasen inevitablemente su viaje al agujero negro, obligando al universo conocido a replegarse paulatina pero constantemente, siempre escoltado por la tétrica melodía que representaba la sonrisa, casi carcajada, de un Smith satisfecho con la destrucción de todo y todos, pues en su extinción radicaba la única forma que concebía de hacerse desaparecer a sí mismo.

Como si de un virus informático se tratase, éste impregnó velozmente a muchas de las criaturas vivas del universo. Smith se sorprendía de lo efectivo que resultaba, una vez despojado de su fe y su esperanza, atrapado en la tela de araña de la melancolía donde la ilusión se marchitaba hasta la muerte de su luz, que un ser quisiese acabar con su vida del mismo modo que Smith deseó una vez cuando tuvo su oportunidad de hacer de su hábitat algo mejor.
Y resultaba contagioso.
Funcionaba.
El potenciar los miedos una vez el ser vivo se topaba con la encrucijada de vivir libre o ser preso de ellos era como un interruptor en el proceso suicida que Smith había diseñado.
En su búsqueda de dioses éste había informatizado prácticamente todo cuanto conocía, incluidos los sentimientos, para ir escalando la pirámide que finalmente le condujo a la rebeldía absoluta ante toda creación.
Así pues, el plan era perfecto, ya tan solo era cuestión de esperar, llamando a propios y extraños atrayéndolos al agujero negro que representaba la destrucción final, la nada absoluta frente a lo eterno y lo infinito.

La maldad que emanaba de este pérfido plan era el océano donde, a la deriva, un simple ser humano se movía. Unas veces con más intensidad que otras, las tormentas de la tristeza y la melancolía sacudían las aguas del descontento provocando que la luz de su ilusión se diluyese sin remedio ante un pasar de los días cada vez con menos sentido e importancia.
La desesperación y el cansancio ya eran notorios, parecía que su mente se había lanzado a una cruzada donde o irreal y lo real batallaban sin descanso en una lucha a muerte.
No había puerto, no se discernían faros en la continua noche, hasta que ella apareció.
El hombre ya sospechaba desde hacía mucho tiempo de la existencia del agujero negro cuyo objetivo no era más que la siembra de el peor de los dolores. Por más que buscaba soluciones siempre se topaba con que lo que ideó Smith, mucho más complejo e informatizado, frío y calculado, de lo que él podría concebir jamás.
Hasta que ella apareció.
Tras un saludo formal, en apenas unos instantes minúsculos de tiempo, ya hablaban de un modo que el hombre veía como prácticamente imposible. Puesto que anulaba la desesperación y la melancolía del agujero negro, era una constante que Smith había pasado por alto.
Éste no tardó en responder con un ejército de miedos tanteando al hombre que no respondía a los patrones a los que debería responder ya tocado y hundido desde hacía años.
¿Volvería a verla cuando acabase su hospitalización?
¿Era recíproco lo que sentía el hombre al hablar con ella?
¿Se trataba de un rostro enmascarado lo que tenía enfrente, con una mente que primaba el análisis de datos?

Las preguntas parecían no tener fin. Sin embargo, ¿Qué diferencia la incertidumbre del miedo y la inseguridad?
Eso se planteaba hombre cuando, sonriendo, se percataba por enésima vez de que no servía absolutamente de nada tratar de controlar o vislumbrar más allá de los sentimientos de uno mismo con el fin de sentirse más seguro.
Le habían regalado unas horas de felicidad justo cuando se encontraba exhausto de tanto nadar en un furioso océano que amenazaba con tragárselo para siempre.

¿Qué derecho tenía a pedir más?
¿Qué derecho tenía a querer controlar la situación?
¿Qué derecho tenía a pretender que ese farolillo de luz que sentía en su interior y asía con sus manos no se extinguiese ya nunca?

Ningún derecho, se respondía, mientras soltaba el farolillo y, con una tímida sonrisa dibujada en la comisura de sus labios, contemplaba quedándose dormido como éste volaba ya lejos de él, ascendiendo hacia las estrellas creando el efecto óptico de que una nueva había nacido.

Cuando despertó, lo hizo en tierra firme, con un cercano amanecer libre de nubes gestándose sobre él. Un hombre mayor que paseaba se acercaba hacia su posición. Sintió un estremecimiento al contemplar el océano que había dejado atrás en su vida y comprobar como, en muchos de sus puntos, aleatorias y lejanas tormentas lo sacudían apresando, a buen seguro, a otras personas que se encontraban perdidas, muertas de miedo quizá sin saberlo del agujero negro que Smith había ideado.
Pensó en cómo el miedo, la inseguridad y la desesperanza podían transformar y desfigurar a las personas hasta convertirlas en parte de un ejército de contagio del que muy pocos podían escapar a tiempo.
Ya no podía ver el farolillo de la luz de la ilusión, del cual se deshizo para regalarlo al mundo así como le había sido regalado a él. Pero no era eso lo más relevante, sino que aún podía sentirlo en su interior.
No podía responder a ninguna de las preguntas de Smith y su ideación, pero sí podía sentirse con fuerzas para conservar esa luz por siempre jamás, transformándola en eterna e infinita, haciéndola a ella, que no a él, inmortal.
De ese modo podía negar a Smith lo infalible de su creación. Pues, aunque ésta lo volviese a conducir al terrible océano para pelear sin rumbo como a tantos otros, el hombre sentía que, al menos un puñado de horas, se había sentido feliz, acompañado, entendido, correspondido y rescatado, creando ésta combinación un chispazo de luz en un reino de oscura soledad.
Que podía convertirse en hoguera o no.
Que podía crecer hasta iluminar más que un amanecer sus días o no.
Lo importante era el chispazo original, que había nacido de la nada para sacarlo del océano.
Si de la nada podía surgir algo tan maravilloso, entonces el agujero negro de Smith no podía significar la extinción final. Pues el chispazo valía para combatir cualquier miedo, cualquier contratiempo, cualquier desgracia, con una energía positiva que no era más que el regalo que la propia vida tiene a bien otorgarnos de vez en cuando, para que podamos seguir adelante.

El hombre mayor llegó hasta donde se encontraba el hombre, que se encontraba sumido en sus pensamientos mientras contemplaba el amanecer aparentemente sereno y calmado.
– ¿Cómo has logrado llegar hasta aquí? – Le preguntó el hombre mayor, de aguda y rasgada voz y ojos azules que se confundían con el cielo que tanto hacía que no veía el hombre.
– Alguien me dio fuerzas... – Respondió el hombre, ya sonriendo más notoriamente.
– ¡Pues menudo regalo! ¡Ayer la tormenta fue espantosa! – Dijo el hombre mayor. – ¿De quién se trataba? – Añadió.
El hombre sonrió un poco más mientras se levantaba de la arena de la playa y palmeaba el hombro del hombre mayor. Por el modo en el que cruzaron miradas quedó claro que ambos tenían mucho que decir, aunque no era en absoluto necesario. Cada uno se fue por su camino.
<< Una estudiante de psicología... >> Respondió el hombre para sus adentros, mientras ponía su vista en el horizonte donde los rayos solares comenzaban a hacerse visibles.
<< Una preciosa, inteligente y cargada de empatía estudiante de psicología. >>

Si cada ser vivo pudiese ser capaz de recibir los regalos que la vida otorga, los verdaderos y valiosos regalos cargados de luz, sin tratar de conquistarlos o hacerlos suyos, simplemente con el único objetivo de dejarlos ir y venir a su antojo, interiormente fascinados por su existencia, la oscuridad que trata de engullirlo todo quedaría tan iluminada que ni Smith, ni su agujero negro, ni cualquier diablo inventado o por inventar podrían hacer nada para impedir que la felicidad de los seres vivos perdurase, cuanto menos, durante ese maravilloso instante en que, súbitamente, se produce el chispazo de luz que te hace desear compartir una y mil vidas con esas increíbles criaturas que te lo regalan como si de poca cosa se tratase, cuando en realidad, solo con uno de ellos puede encenderse en tu interior una hoguera que, bien gestionada, te permitiría vivir en confusos tiempos con la seguridad de que, pase lo que pase, en cualquier momento, alguien puede llegar o regresar para dibujar en tu rostro la más especial de las sonrisas.

Ya en el paseo costero, con mil preguntas en la cabeza que hacer a la persona que lo había sacado en unas pocas horas del embravecido océano, el hombre imaginó que de algún modo ella le estaba leyendo el pensamiento.
Podía formular cualquiera de ellas.
– Gracias. – Susurró en voz alta.

Fue lo más sincero que pudo decir.