lunes, 21 de octubre de 2013

La niña golpeada




La mudanza

Jerry conducía por encima del límite de velocidad en dirección a su casa. Cada vez que miraba por algún retrovisor ahí estaba ella, esa extraña mujer.
Se había mudado hacía bien poco a una casita en las afueras, y desde entonces que le sucedía algo de lo más peculiar, ahí donde mirase su reflejo aparecía también el de una mujer de unos treinta años observándole atentamente.
Era como si controlase permanentemente sus movimientos.
Aún no había dicho nada a su esposa, Mery, ni a sus dos hijos, Peter y Anthony.
Ni siquiera el día en que, presa del pánico, golpeó con tal fuerza el espejo del baño que lo partió en mil pedazos. Sin ningún resultado salvo la cabeza y la mano magulladas, en los restos del cristal seguía vislumbrándose la silueta del espectro.
Dijo que había sido un accidente.
Ahora se disponía a hacer algo que antes le había tenido totalmente atemorizado, subir al ático de la casa.
Debía hallar el modo de deshacerse de la entidad antes de que todo comenzase a complicarse. Peter ya había advertido que sentía cosas extrañas por las noches, y Anthony empezaba a tener miedo a la hora de irse a dormir.
De modo que subiría al ático de la casa a ver que encontraba, pues era el único sitio en el que todavía no se había puesto a mirar.


El entierro


Cuando Jerry subió al ático enseguida vio aterrorizado lo que en esa casa le había estado esperando. Se trataba del cadáver medio descompuesto de, supuso, la mujer que le perseguía a través de todo reflejo en el que detuviese la vista.
Tocó una de sus piernas y tuvo una visión, un terrible asesinato de una niña pequeña a base de golpearla dentro de un saco con un bate de béisbol. Vio como unos padres destrozados la enterraban en el jardín exterior de la casa.
Imaginó que ese cadáver debió pertenecer a la madre de la criatura, y que todo cuanto deseaba después de suicidarse era descansar junto a los restos de su hija.
Mery había ido a buscar a los niños a la escuela, tenía tiempo de sobra para llevar a cabo la labor.
Pensó que si llamaba a la policía nunca se desharía de las terribles visiones de esa mujer que le perseguía desde que llegaron a su nuevo domicilio.
Una hora más tarde Jerry había dado con los restos de la niña asesinada y había enterrado junto a ellos el cadáver encontrado en el ático.
Entró en la casa, se dio una ducha y se relajó en su sillón sirviéndose un whisky, esperando a los suyos.
Pero no fueron ellos los que llegaron.

De las llamaradas de la hoguera que ardía frente a Jerry, emergió el rostro de una niña que se retorcía de dolor emitiendo unos gritos que más bien parecían aullidos recién salidos del mismísimo infierno.


El demonio


Las visiones de la mujer no solo no desaparecieron. Se les sumaron las de la niña, su hija.
Desesperado, finalmente Jerry decidió pasar horas frente al espejo del baño esperando algo, alguna señal de lo que debería hacer.
Al cabo de unos cuantos días, la mujer habló.
— ¡Sepáralos! ¡Por lo que más quieras sepáralos! — Fue lo que le dijo.
Al instante Jerry supo que el cadáver hallado en el ático no correspondía a la mujer de sus apariciones, sino al asesino de la inocente niña pequeña.
Habló con un colega parapsicólogo que le dijo que al unir ambos cadáveres había ligado al mismo tiempo las almas de ambas entidades. Ya de nada servía separarlos en el plano físico, la unión astral estaba hecha, y al parecer el alma del cadáver del ático estaba ligada a la de un antiguo demonio.
En sus visiones, la mujer aparecía la mayoría de las veces llorando, con su hija al lado, gritando histérica por el dolor que se le estaba infringiendo.
Angustiado, Jerry habló al fin con su mujer, que en un principio no se creía la historia que estaba oyendo.
Mery creía que si un demonio era lo que torturaba a la niña, necesitarían a un exorcista para que madre e hija pudiesen descansar en paz.


El exorcismo


Robert, el colega parapsicólogo de Jerry, sabía hacer exorcismos, según le había contado en un puñado de ocasiones.
Se reunieron él y Jerry en el ático de la casa, donde originariamente había sido encontrado el cadáver del supuesto asesino.
Allí la energía era más intensa, según decía Robert. Debió ser el lugar donde tuvo lugar el brutal asesinato.
Media hora después todo era un festival fantasmagórico. Las cosas volaban por todas partes mientras Robert pronunciaba las palabras de cierto antiguo ritual.
Una hora después todo había acabado.
Robert y Jerry se despidieron, quedando en que si algo raro ocurría se llamarían de inmediato.
Las visiones seguían ahí, aunque ahora madre e hija se abrazaban mirando fijamente, aterrorizadas, a Jerry.
«Al menos la pequeña ya no sufre» Pensaba Jerry.
El exorcismo había alejado de la alma de la pequeña al demonio, al que no obstante habían perdido la pista.


El interrogatorio


— ¿Dice que no se acuerda de nada? — La voz del policía sonaba grave, inquisitiva.
Jerry estaba en una sala de interrogatorios. Había sido hallado en el ático de su casa, tumbado en el suelo con un montón de fármacos a su alrededor.
— No, todo está confuso desde que vi a Robert por última vez... — Ya les había contado la historia del cadáver en el ático, el entierro en el jardín y el exorcismo.
Un segundo hombre entró en la sala.
— ¿Les reconoces, hijo de puta? — Dijo golpeando unas fotos sobre la mesa de metal.
Los rostros desfigurados por los golpes de Mery y los pequeños Peter y Anthony hicieron que Jerry rompiese a llorar.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Quien ha hecho esto? — Balbuceaba.
Lo condenaron a muerte por el asesinato de su familia.
Antes, no obstante, recibió la visita de su amigo Robert.
Lo que le reveló lo dejó patidifuso.
— Vaya Jerry, siento verte metido en este lío. — Robert estaba diferente a como lo recordaba Jerry. — El demonio me habló, Jerry, habló conmigo. — En este punto su mirada se encendió.
— ¿Qué te dijo? — Preguntó Jerry, furioso, incrédulo.
— Un último huésped, era todo cuanto quería. A cambio me ofrecía largos años de vida.
Cuando Jerry se puso agresivo se lo llevaron para adentro de nuevo, mientras Robert salía silbando de la prisión.
En su celda no había espejo, pero cada vez que pasaba cerca de alguna superficie reflectante, podía ver a las aterrorizadas madre e hija, abrazadas, mirándole fijamente, a las que se había añadido su propia familia.
Dicen que les metió vivos en sacos, para luego apalearlos hasta la muerte.
Él había sido un huésped, pero no el último.
El demonio jamás se detendría.


El fantasma de Jerry


Cuando se hubo cumplido la condena, Robert descansaba cómodamente, sabedor de que gracias a su pacto nada podía quitarle la vida hasta dentro de muchos años.
Un día, cepillándose los dientes, al alzar la mirada vio a Jerry mirándole en el espejo. Se giró velozmente pero no había nadie.
Las visiones, con el tiempo, no hicieron más que intensificarse, en número y magnitud, hasta que a Robert no le quedó otra que obedecer los designios del fantasma que le atormentaba.
Fue a la antigua casa de Jerry, subió al ático, y ahí se quito la vida. Al parecer, los demonios no cumplían sus promesas.
El espíritu del demonio quedó finalmente asociado al cadáver de Robert, a la espera de que alguna otra desdichada familia decidiese mudarse a aquella acogedora urbanización.
El fantasma de Jerry, por su parte, quedó condenado a no poder ver a los suyos por siempre jamás, pues habían sido sus propias manos las causantes de la muerte de éstos.
En el solitario entierro de Jerry, apenas un puñado de personas lo acompañaban, en la gran foto que presidía la lápida, se podía ver reflejada la silueta de la mujer y su hija que, abrazadas, sonreían felices, al fin juntas, lejos del demonio que un día las separó.




martes, 15 de octubre de 2013

Para Silvia



– ¿Has soñado alguna vez con un amor tan grande que superase la inmensidad del universo? – Preguntó el niño a la niña.
– Sí. – Contestó la mujer. – Una vez soñé con ello, pero mil agujas destrozaron mi corazón. – Su rostro se tornó serio, apenado.
– Pero, ¿Ya no sueñas más con ello? ¿Te fue arrebatado por completo? – Preguntó algo nervioso el muchacho.
– Hay un punto en el que ya solo siento dolor. Me duele mucho. – Hizo una mueca de dolor con la comisura de sus preciosos labios.
– Yo puedo curarte. – Se aventuró el hombre. – Deja que sane tus heridas y quizá parte de tus sueños se hagan realidad.
– Oh, querido, mis sueños se esfumaron sin posibilidad de retorno. – La niña miraba con ojos lacrimosos al horizonte.
– No te hablo de los primeros sueños, que bien podrían ser capaces de inundar de luz a toda una galaxia. – El tono del muchacho sonaba grave, decidido, enamoradizo. – Te hablo de la realidad que queda tras el primer y espectacular estallido. – Tras esas palabras la miró fijamente a los ojos y puso su mano en el corazón de la mujer. – Te hablo de los tiempos en los que no dejaré de amarte con todas mis fuerzas pase lo que pase.
– A veces logras que recuerde lo bello que se veía el cielo estrellado la noche que nos besamos por primera vez... – A la chica le brotaban lágrimas de los ojos.

Entre el primer estallido de amor y el encuentro que se narra hubo una presencia maligna que corrompió, pudrió y descompuso todo cuanto pudo en el transcurso de su vírica vida. Se trataba de un desequilibrio en la mente del hombre que peleaba a rienda suelta con el ímpetu romántico del niño y el muchacho. Y en algún punto de esa pugna, de esa batalla sin sentido aparente, ella cayó. La mujer nació de las lágrimas de la niña y la desesperación de la chica. Condenada a no poder volver a volar en los cielos que una vez fueron suyos, fue marchitándose hasta que descubrió como, de un modo fascinante, aquel niño y aquel muchacho que una vez conquistaron su corazón volvían a dirigirse a ella con ímpetu y esmero.

– ¿Qué hay del hombre que un día lo destrozó todo? – Preguntó entre temblores la niña. El muchacho no dudó en responder.
– Ya no existe. Desapareció hasta consumarse incluso a sí mismo perdiendo por completo la cordura en un intento por poseer la vida eterna. – Acarició el rostro de la hermosa mujer. – Sus objetivos, su enfermedad, sus métodos, ya jamás volverán. – Hizo una pausa para besar la empapada mejilla de la niña. – Ahora sólo quedamos tú y yo, y el mismo cielo estrellado que una vez fue nuestro.
– Sí, puedo verlo aún, – dijo la muchacha – pero no sentirlo como antes. – Añadió la mujer.
– Eso es porque no podemos sobrevolarlo. – Afirmó el hombre. – Pero podemos pasear toda una vida bajo su regazo, amparados por aquellos sentimientos que un día nos hicieron sentir que el universo era nuestro, que las estrellas estaban ahí para aplaudir nuestra historia y que el planeta entero se ponía en orden dispuesto a asistir a la más intensa unión.
– Tengo miedo. Estoy muy débil... – Dijo la mujer desfalleciendo mientras trataba de ponerse en pie. Fue el niño quien la cogió y la sostuvo, y el muchacho quien la besó.
– No tengas más miedo, ha nacido un nuevo hombre. Jamás permitirá que caigas en el pozo donde has vivido parte de tu vida sin dejarse la vida en ello. – Fue lo que le dijo tras besarla.

– ¿Has soñado alguna vez con un amor tan grande que superase la inmensidad del universo? – Preguntó el hombre a la mujer.
– Sí. – Contestó la niña, a la que le brillaban de nuevo los ojos.

Pues eso, Silvia, es lo que siento por ti.


sábado, 5 de octubre de 2013

Sentimientos




– ¿Qué hay de cierto en ello? – Preguntó una descolocada cabeza a un humilde corazón.
– No hay pruebas, amigo, pero es así... – El corazón se limitó a ofrecer eso por toda respuesta.

Se trataba de una pugna que había durado muchos años, tantos como ambos recordaban. En ella se veían inmersos individuos de toda índole, familias enteras. Dar la razón a la cabeza u otorgársela al corazón. Esa era siempre la gran pregunta.
Los que alcanzaban un equilibrio vivían tiempos felices, pero pocos eran los que lo lograban y, de hacerlo, bien poco les duraba dicho equilibrio.
Uno siempre tira más que el otro.
En la historia que nos ocupa, un joven con una dolencia en el cerebro se movía entre ambos bandos como si se encontrase inmerso en la más perfecta de las tormentas marítimas.
Su cabello rubio ceniza caía sobre un rostro serio, que cuando se animaba cambiaba por completo sus facciones. Aunque, últimamente, pocas veces se animaba por nada.
A su alrededor su pareja, su hermana y sus padres sufrían por verlo como hipnotizado, presa de sus propios demonios y fantasmas.
Cada uno de ellos tenía su propia cabeza, su propio corazón. Con el segundo bastante más maltrecho que la primera, sus elecciones se tornaban dificultosas, hirientes y nada claras.
Una persona debatiéndose entre apostar de nuevo por algo que la hirió gravemente en el pasado, otra que nunca acaba por poder acercarse a lo que según recuerda un día fue su hermano, y unos padres entregados al solo fin de ver a su hijo pelear por cierta felicidad en vida.
Un conjunto de cabezas y corazones maltrecho por los fuegos de un pasado que, por mucho que traten de olvidar, permanece tatuado a fuego en sus almas.

¿Cómo salir de esa situación? ¿Cómo arrojar cierta calidez a un inhóspito y gélido terreno que pocos meses antes alcanzó su máxima crueldad climática?
En esas tesituras se encontraba nuestro protagonista cuando su propia cabeza y su corazón comenzaron a discutir más fuerte que nunca.
– ¡Los quieres! ¡Los quieres a todos con locura! – Estalló su corazón.
– Sí pero... Me lo han arrebatado todo... No puedo pasarlo por alto... – Meditaba su mente.
– ¡Tonterías! ¡Tú sabes bien quién fue el responsable de todo cuanto ocurrió! Bastante bien estás después de haber sufrido tal huracán de sentimientos.
El corazón siempre tenía las de ganar. No había respuesta factible contra él.
Esas personas eran todo cuanto tenía para apoyarse y ofrecer algo bueno a cambio. La podredumbre del pasado no podía haber llegado al punto de atacar incluso a su propio núcleo familiar.
De modo que tomó una decisión, de ahora en adelante dejaría en un segundo plano las pérfidas ideas de una mente corrupta y haría caso a aquello que durante años le había impulsado a regalar felicidad sin esperar nada a cambio.

– ¿Pero, qué hay de cierto en ello? – La cabeza insistía.
– Nada. Y todo. – La respuesta del corazón dejó a la cabeza algo mareada. Prosiguió – En los sentimientos de halla la respuesta a todo dilema en que la mente se sienta atrapada. Los quieres a todos, y así lo vas a demostrar.
– ¿Y si no me aceptan?
– Es uno de los riesgos de hacerme caso, querida cabeza. – Dijo el corazón. – Puedo hacerme daño, sí, pero siempre estoy dispuesto a sufrirlo si es por una buena causa. Es más, estoy seguro de que tus seres queridos han sufrido tanto y tanto por ti por que nunca, jamás, han dejado de escuchar a su corazón.
– Ya va siendo hora de devolver lo recibido.
– Yo diría que sí...

Aunque esta historia no es ni mucho menos la única que acontece cada día, cada segundo, cada instante, en el interior de todo aquel ser humano que se precie.
Los objetivos del corazón se perfilan como oníricos caminos de difícil consecución. Cuando se falla ahí siempre está la cabeza, como un martillo, recordando lo poco o nada probable que era conseguir lo que uno se proponía.
Pero es el camino que esos soñadores trazan, con cada paso y cada pequeña acción, el que materializa poco a poco, imperceptible pero minuciosamente, los caminos de todos los corazones que habitan este mundo.
Unos lo son durante ciertos años de su vida para luego convertirse en demoníacas creaciones de mentes castigadas, mientras que otros, tortuosamente, mantienen las brasas de un corazón encendido de un modo indefinido.
Lo que está claro es que, tanto unos como otros, desean partir con esa parte de sí mismos encendida. Y para eso hay que pararse a pensar muy a menudo. Dejar a un lado el orgullo y dar rienda suelta al sentir. A los sentimientos del corazón, si se les da rienda suelta, te envuelven como mariposas en un perfecto jardín donde ninguna maldad se atesora.
Es en ese paraje donde nacen las buenas intenciones, los mejores proyectos, a los que después hay que lanzarse con esfuerzo y ahínco para no permitir que las trampas que la mente planta los destruyan o contaminen.
El personaje que nos ocupaba tiene distorsionados los campos de los sentimientos, y todo cuanto logra es sobrevivir día a día en una tormenta que hace que su navío quede al borde del naufragio prácticamente a diario. Pero sobrevive, se mantiene a flote, porqué aún queda algo de un corazón que un día relució con sus mejores galas.
Su familia, su núcleo, sufre, pero aún mantiene la esperanza de que ese viejo navío llegue a buen puerto para descansar en el apacible equilibrio de los sentimientos.
Otras muchas historias se hilvanan y se cruzan al mismo tiempo, unas con nefastos resultados, otras con óptimos, siempre atadas al inclemente paso del tiempo que constantemente amenaza con cambiarlo todo.

– Pero... ¿Qué hay de cierto en los sentimientos? – Preguntó a la desesperada la cabeza.
– El ahora, amiga mía, el presente. Los quiero a todos. Ahí tienes tu certeza.

Tras eso, el silencio se sumió en el ser, que entró en un pasajero equilibrio que le llenó de paz.