lunes, 21 de abril de 2014

La aparición bienintencionada




Recordaba como cuando de pequeño, saliendo del servicio de casa de sus padres, unos silbidos provenían de la habitación de su hermano pequeño, que dormía. No sabía tal cosa por verle durmiendo, sino porqué de reojo vio a una niña mirando por la ventana, de la cual provenían los silbidos.

Recordaba como en un puesto de trabajo nocturno, entre otras apariciones más malignas y malintencionadas, un par de siluetas de niñas, una con coleta y la otra de largo pelo suelto, también silbaban mientras jugaban entre ellas a algún tipo de juego.

Recordaba como en casa de sus padres una aterrada mujer de aspecto, digamos muerto, corría pasillo a través a abrazarse a él haciendo que el vello de sus brazos se erizase por completo. No le gustaba ese tipo de frío, no era comparable a la sensación física que asignamos al concepto de frío, era algo más existencial, más relacionado con cierto vacío desesperanzador que súbitamente abre sus puertas de par en par como si de un agujero negro se tratase.

Recordaba tratar de dormir y sentir la presencia de alguien más en su piso vacío. Recordaba como al abrir los ojos, en la puerta de su habitación, la sombra con forma de silueta de mujer lo contemplaba invisible desde la entrada, sin llegar a cruzar a la estancia.

Pero ninguno de estos sucesos era comparable a lo que le aconteció un fatídica noche ingresado en un psiquiátrico. Se despertó medio alerta medio adormilado, y comprobó que en su reloj marcaban las seis menos cinco. Sintió que no estaba solo, esa sensación que marca la diferencia entre la soledad en vida y el otro tipo de soledad.
Prácticamente al instante, la puerta de su solitaria habitación se abrió para mostrar a una mujer de piel blanquecina, ojos negros con igualmente negras y gigantescas pupilas, en cuyo centro un imposible blanco brillaba como una estrella lejana en una noche sin luna.
No era ni guapa ni fea, aunque al lucir su sonrisa desveló que ésta no tenía dientes apenas, y que los que quedaban estaban podridos.

El hombre no rezaba, casi imploraba mentalmente a la aparición que no entrase en la habitación, que no le tocase, que no le hiciese nada. Simplemente que se marchase. Cuanto más lo pensaba, más sonreía ella, más frío hacía en la habitación, claro está frío de muerte. De modo que se centró en su mirada. Ésta era severa, rígida y firme, nada que ver con lo que inspiraba su sonrisa. Así pues, le mostró respeto.
Así pasaron cinco tensos minutos, en los que él bien sabía que en cualquier momento, como la mujer del pasillo de años atrás, ella podría abalanzarse sobre él para fundirse en el abrazo más tétrico que a él le cabría imaginar.
Pero no ocurrió nada de eso.
Transcurridos los cinco minutos, la mujer cerró la puerta, y no solo desapareció toda extraña sensación, sino que el hombre sintió como despertaba por completo. El reloj marcaba las seis en punto.

No entendía el por qué de estas apariciones, y había llegado a un punto en el que ya no quería entenderlo. Simplemente las trataría con respeto, pues detectaba buenas intenciones en ellas.
En cuanto a las otras... ¿Cómo tratar a una niña que gatea por el techo apareciendo y desapareciendo a ráfagas? Pues cerrando los ojos y apretando fuerte los puños, para que desaparezca cuanto antes.


No es que las apariciones le gustasen, pero puestos a escoger, prefería poder perderse en el abismo infinito de aquellos que ya no están pero nos recuerdan mediante su mirada que cierta parte de ellos quedó impregnada en este mundo.

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