Recordaba como cuando de pequeño, saliendo del servicio de casa
de sus padres, unos silbidos provenían de la habitación de su
hermano pequeño, que dormía. No sabía tal cosa por verle
durmiendo, sino porqué de reojo vio a una niña mirando por la
ventana, de la cual provenían los silbidos.
Recordaba como en un puesto de trabajo nocturno, entre otras
apariciones más malignas y malintencionadas, un par de siluetas de
niñas, una con coleta y la otra de largo pelo suelto, también
silbaban mientras jugaban entre ellas a algún tipo de juego.
Recordaba como en casa de sus padres una aterrada mujer de
aspecto, digamos muerto, corría pasillo a través a abrazarse a él
haciendo que el vello de sus brazos se erizase por completo. No le
gustaba ese tipo de frío, no era comparable a la sensación física
que asignamos al concepto de frío, era algo más existencial, más
relacionado con cierto vacío desesperanzador que súbitamente abre
sus puertas de par en par como si de un agujero negro se tratase.
Recordaba tratar de dormir y sentir la presencia de alguien más
en su piso vacío. Recordaba como al abrir los ojos, en la puerta de
su habitación, la sombra con forma de silueta de mujer lo
contemplaba invisible desde la entrada, sin llegar a cruzar a la
estancia.
Pero ninguno de estos sucesos era comparable a lo que le aconteció
un fatídica noche ingresado en un psiquiátrico. Se despertó medio
alerta medio adormilado, y comprobó que en su reloj marcaban las
seis menos cinco. Sintió que no estaba solo, esa sensación que
marca la diferencia entre la soledad en vida y el otro tipo de
soledad.
Prácticamente al instante, la puerta de su solitaria habitación
se abrió para mostrar a una mujer de piel blanquecina, ojos negros
con igualmente negras y gigantescas pupilas, en cuyo centro un
imposible blanco brillaba como una estrella lejana en una noche sin
luna.
No era ni guapa ni fea, aunque al lucir su sonrisa desveló que
ésta no tenía dientes apenas, y que los que quedaban estaban
podridos.
El hombre no rezaba, casi imploraba mentalmente a la aparición
que no entrase en la habitación, que no le tocase, que no le hiciese
nada. Simplemente que se marchase. Cuanto más lo pensaba, más
sonreía ella, más frío hacía en la habitación, claro está frío
de muerte. De modo que se centró en su mirada. Ésta era severa,
rígida y firme, nada que ver con lo que inspiraba su sonrisa. Así
pues, le mostró respeto.
Así pasaron cinco tensos minutos, en los que él bien sabía que
en cualquier momento, como la mujer del pasillo de años atrás, ella
podría abalanzarse sobre él para fundirse en el abrazo más tétrico
que a él le cabría imaginar.
Pero no ocurrió nada de eso.
Transcurridos los cinco minutos, la mujer cerró la puerta, y no
solo desapareció toda extraña sensación, sino que el hombre sintió
como despertaba por completo. El reloj marcaba las seis en punto.
No entendía el por qué de estas apariciones, y había llegado a
un punto en el que ya no quería entenderlo. Simplemente las trataría
con respeto, pues detectaba buenas intenciones en ellas.
En cuanto a las otras... ¿Cómo tratar a una niña que gatea por
el techo apareciendo y desapareciendo a ráfagas? Pues cerrando los
ojos y apretando fuerte los puños, para que desaparezca cuanto
antes.
No es que las apariciones le gustasen, pero puestos a escoger,
prefería poder perderse en el abismo infinito de aquellos que ya no
están pero nos recuerdan mediante su mirada que cierta parte de
ellos quedó impregnada en este mundo.
Corto pero explosivo. Da miedo sólo de pensar en algo así. Pone los pelos de punta.
ResponderEliminar¡Y tanto que sí!
EliminarEsto es lo que echaba de menos, ya sabes que me encantan tus relatos de terror
ResponderEliminar^^ gracias
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