La noche cerrada no
iba acompañada precisamente de un silencio sepulcral.
Los cielos que
cubrían la ciudad blanca reflejaban los tonos rojizos y anaranjados de los
fuegos perpetrados por las tropas llegadas de Mordor.
Gandalf recordaba
cómo no mucho tiempo atrás había llegado junto a Peregrin Tuk, atravesando los
campos de Pelennor, a las murallas de Minas Tirith, la Ciudad Blanca del reino
de Gondor.
El mago conocía
bien el lugar. Pese a ello, no dejaba de admirar en cada ocasión que se le
presentaba la magnificencia del lugar, que había logrado erigirse como la
capital del reino en esa Tercera Edad.
La mirada
asombrada, casi hipnotizada, del mediano al posar su vista en el horizonte
donde la ciudad mostraba su Gran Puerta en el más bajo de los siete niveles
amurallados que la componían, quedaba en esos momentos demasiado lejana en su
memoria.
Su atención se
veía ahora secuestrada por los gemidos guturales de los innumerables orcos que,
a los pies de la ciudad, se encontraban en pleno asalto contra ella.
Ya había perdido
la cuenta de cuántas escaleras había lanzado al vacío, cargadas de esos
indeseables seres. Debía mantener la tensión en la defensa de la ciudad, pues
no eran pocas las hordas que lograban aterrizar en el nivel donde la lucha se
estaba tornando más feroz.
En la lejanía
inmensas torres eran empujadas por gigantescas criaturas a las cuales ni las
catapultas lograban detener.
De modo que el
mago dio la orden de incendiar esas estructuras infestadas de tropas enemigas.
Mientras la noche
avanzaba sumiendo en la duda la esperanza de la población de Minas Tirith,
bolas de fuego emergieron de ella en dirección a las torres que implacables se
acercaban a sus muros.
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