Cuando la vio por primera vez, como adolescente, el joven quedó
fascinado.
La gitanita vestía ceñida, provocativa y desvergonzada.
Pasaron toda una cena familiar provocándose, riendo y haciéndose
buenos amigos.
Hasta que llegó un tema de conversación que siempre marca a las
personas de un modo, aunque diferente, semejantemente profundo. A las
personas merecedoras de considerarse como tales, claro está. El
chico y la gitanita se pusieron a hablar de la muerte de un ser
querido.
Enseguida el rostro de la gitanita se tornó triste, decaído,
anunciando unas lágrimas que ni ella ni el chico querían que los
demás viesen brotar.
De modo que se alejaron del grupo y la gitanita, por vez primera,
cayó rendida en los brazos del chico totalmente desolada. Las
palabras que empleaba el chico eran, pese a su corta edad, profundas
y directas, esperanzadoras y cargadas de luz. Puesto que aún no
estaba maldito.
Fue en ese momento donde la gitanita se enamoró de él.
Con el paso de los años la gitanita luchó por salir adelante en
la jungla que es la vida, mientras el chico, ya mayor, se ahogaba sin
remedio en un pozo que solo parecía ver él. Pero lo que estaba
claro es que se ahogaba. Aferrado al alcohol y a los porros, trataba
en un último intento desesperada huir de todo y todos cuanto amaba
por dar consigo mismo. Y hasta ese mismo lugar lo siguió la
gitanita. Le propuso salvarle, le entregó su mano, en un intento
desesperado por evitar la caída que aguardaba justo bajo el chico
mayor, que ya apenas se sostenía en pie.
En el pasado quedaba ya su primer encuentro, y los siguientes, no
por más predecibles menos especiales. Probaron lo que significaba
besarse, probaron lo que significaba tenerse el uno al otro, probaron
lo que implicaba formar equipo entre los dos.
Pero eso ya quedaba muy atrás cuando la gitanita, a la
desesperada, lanzaba su mano por última vez al chico mayor. Éste la
despreció una vez más, centrado en su proceso de autodestrucción,
y cayó por el abismo del que ya nunca jamás quizá emergería.
La gitanita lloró su pérdida, y se escandalizó al saber de
los pasos que, ahí abajo en el abismo, daba el chico mayor ya hecho
un pequeño hombre. Cuando parecía que éste había dado con la
llave para levantarse de los golpes y empezar a caminar de un modo
lógico, la gitanita no dudó en armarse de un flanco familiar para
presumir del que una vez fue su amor. Tamaña sorpresa se llevó al
ver que su nevera estaba a rebosar de alcohol, que dentro del pequeño
hombre una ira sin límite palpitaba latente, y que prácticamente no
tenía respeto por nadie ni nada.
La gitanita tuvo que golpear duro para hacer brotar las lágrimas
de los ojos del pequeño hombre, que eran los del chico mayor y los
del chico muy en el fondo. Tras eso pudieron, como hicieron en su
primer encuentro, alejarse del resto y hablar en privado. Y como si
de un cambio de papeles se tratase, fue esta vez la gitanita quien
hizo uso de la sabiduría y la esperanza para consolar al pequeño
hombre y poder decirle, mirándole al fin a los ojos, que había dado
con él en el abismo y que aún podía emerger de él.
Pero el paso de los años enterraba aún más al chico, al chico
mayor y al hombre pequeño en el abismo, dejando fuera ya a un hombre
que tenía su interior hecho pedazos, con personalidades separadas y
gravemente herido en todas sus facetas. La gitanita, a la que le
había llegado la hora de escoger un sendero en su vida, tuvo que
lanzarse al matrimonio y a la crianza de un precioso hijo, dejando
atrás muchas cosas, enterrando muchos sentimientos, entre los que se
hallaban los que le unían al chico que una vez conoció.
Ante un asedio del hombre que, lleno de alcohol, exigía el
regreso de la gitanita, tuvo que disparar sin piedad para librarse
definitivamente de esa carga del pasado que ya únicamente traía
malos recuerdos con un triste final.
Pero el hombre, en cuyo corazón latía el del chico, no dejó de
luchar ni de remar.
Llegó el día en que los sentimientos cayeron por su propio peso,
y como en el consuelo que la gitanita halló en su primera noche con
el chico, afloró entre ellos una simple semilla de complicidad que
lo unió de nuevo con la facilidad de lo que nunca se ha extinguido
en realidad.
De las brasas brotó llama mediante una serie de textos del chico,
que escribía bajo la personalidad del hombre que aún no era, y la
gitanita volvió a interesarse por la situación del que una vez fue
su amado.
Juntos recordaron y recordaron, explicándose y justificándose,
entendiendo los porqués de incluso la fatal caída del chico mayor
al abismo por negar la mano de la desesperada gitanita que tan solo
quería un buen futuro para ambos.
Ya era tarde, los senderos habían sido escogidos, y aunque
separados, era buena la noticia de que el chico, ya más viejo, gordo
y herido que nunca, estaba logrando salir del fatal abismo en el que
una vez cayó.
La gitanita echaba mucho de menos poder estar con él, poder
tocarle y transmitirle de algún modo la misma fuerza y energía que,
muchos años atrás, el chico le enseñó a transmitir. Pero la vida
había separado tanto los caminos que solo echando la vista hacia
delante, muy hacia delante, casi en el lejano horizonte, ambos podían
de nuevo verse juntos de algún modo que no fuese el frío contacto
telefónico.
Aunque debemos recordar que el chico era especialista en lanzar
luz y esperanza a asuntos como la misma muerte, con lo cual no
resultaba descabellado pensar que, si de verdad lograba emerger del
abismo, podría dar con la solución a tan triste situación como era
el pesar de la gitanita por no poder ayudarle.
Y es que, como siempre debió ser, era el chico quien debía
ayudar a la gitanita, apoyarla y quererla como lo que siempre fue
para él, una hermosa flor en medio de un territorio hostil y
escarpado lleno de trampas y peligrosas caídas en las que
desgraciadamente sucumbió.
Tenía muchos motivos para querer salir del abismo en el que
andaba metido, pero el chico, por el chico mayor, el hombre pequeño
y el falso hombre decidió anotar en la larga lista uno más: Saldría
para poder hacer honor a la historia de la gitanita y el chico.
Una preciosa historia que no merecía tener otra cosa que un final
feliz, y si ese final sería poder dejarla caer en sus brazos como la
primera vez, para poder consolarla asegurándole que ya todo iba a
salir bien, que así fuese.
Sería uno de los más bellos y honorables motivos para salir del
lugar a donde una vez cayó, ya muchos años atrás.
Los senderos se habían separado, y mientras la soledad que tanto
torturaba al chico apremiaba con una familia a la gitanita, se había
creado un lazo entre ellos de nuevo, germinado de la nada, y eso
metaforizaba la mano que la gitanita una vez tendió al chico mayor
para que no cayese.
No cometería el mismo error dos veces.
Que los sentimientos puros se queden en eso, que no trascienda lo que nunca debe trascender pues se halla en lo más profundo del alma, ese lugar donde solo existen los sentimientos más puros y limpios, donde el cariño y el deseo de protección afloran y envuelven el aura de lo digno, lo limpio, lo puro. No hay que confundir los términos, donde existe la energia mas limpia no hay lugar para los sentimientos mundanos y carnales, solo ahí habita lo etéreo y eso no tiene fecha de caducidad. Sea, pues, celebrado que el protagonista aún sea capaz de albergar esos sentimientos y que ellos puedan ser una tabla de salvación. Aún queda esperanza....
ResponderEliminarAlbergar esos sentimientos siempre es una señal positiva.
Eliminar¡Gracias por leerme y comentarme!