Podríamos imaginar un cuenco lleno de mandarinas con demasiados
días a cuestas. Ahí, casi desapercibida, flota lentamente una
mosquita con unos deseos de lo más razonables.
Ella ha visto la gran velocidad que adquieren las moscas y sus
piruetas, el agresivo vuelo de los moscardones y, como no, la
impresionante envergadura de las polillas cuyo único talón de
Aquiles es acercarse demasiado a la luz cual kamikaze.
En alguno de sus viajes la mosquita incluso ha visto a unas
maravillosas criaturas que vuelan agitando a velocidad de vértigo
unas alas plagadas de los más variopintos colores.
Podríamos imaginar un mundo pasado en el cual unos reptiles
gigantescos reinaban sobre el planeta. Carnívoros, herbívoros y
todo el elenco de posibilidades con una característica común en la
mayoría de ellos: Su descomunal tamaño.
Podríamos visualizar en aquella época como la misma mosquita que
nos ocupa lo pequeña, frágil y miserable que se sentiría.
Incluso podríamos entender que quisiese morir cuanto antes para
ver si, por alguno de los avatares del destino, su siguiente
reencarnación le otorgaba las piruetas de las moscas, la velocidad
de los moscardones, el impresionante tamaño de las polillas o la
hermosura de las mariposas.
Lo que costaría más sería inmiscuir a los dinosaurios en el
siglo que nos ocupa, en el que la mosquita sigue existiendo. Pero la
sorprendente realidad radica en que coexisten a un nivel metafórico
lo suficientemente ajustado como para que tal dupla se antoje
posible.
Vivimos en una época donde las mosquitas pueden, en vez de
aguardar su muerte real, aprovechar cualquiera de las múltiples
muertes que tendrán en su vida para tratar de evolucionar. Y eso los
dinosaurios no saben como hacerlo, de tanto que han crecido.
Así pues, en la actualidad ciertos seres humanos son como la
mosquita con la que hemos empezado esta reflexión. Sus muertes
vienen dadas por épocas de grandes cambios a nivel interno, y según
se afronten la mosquita pasará a ser una cosa u otra.
En su primeriza vida, la mosquita humana vaga por el mundo a lenta
velocidad, flotando sobre su propio cuenco de excrementos, incapaz de
salir de él. Así trata de llamar la atención de otras personas,
que de ser de buena condición no dudan en echarles un cable con tal
de que abandonen su miserable vida, que no merece ni ser llamada
existencia. La mosquita cuenta con unos pocos recursos, como las
lágrimas de cocodrilo, la huida como sistemático recurso ante la
adversidad o la ocultación de sus virtudes y defectos con tal de
evitar críticas ajenas.
Tan solo si aprovechasen una de las muchas oportunidades que la
muerte en vida les ofrece, ya dejarían de ser mosquitas para
siempre. Pero como si de un imán gigantesco se tratase, la mosquita
humana se ve atrapada en su propia cadena de repetitivos
acontecimientos que, mientras sigan existiendo desconocidos, seguirá
funcionando a pleno rendimiento.
Lo curioso es la existencia actual de dinosaurios humanos. Éstos
aprovechan el tamaño de su ego para apoderarse de la débil mosquita
y encadenarla a ellos para que, bajo su encubierto militar mando,
hagan todo cuanto el dinosaurio desee. Con la suficiente astucia,
incluso impiden que mosquitas destinadas a madurar o evolucionar
queden estancadas en su mísera vida a la sombra de alguien que cree
ser mucho más grande de lo que los espejos reflejan.
Cruel es el dinosaurio ante tal ejercicio de cobardía de la
mosquita humana.
No obstante, coexisten y suelen producirse alianzas de este tipo.
El resto de la humanidad navega en la escala de grises que permite
que el dinosaurio deje de comportarse como tal, y la mosquita pueda
evolucionar hasta ponerse a su altura, provenga del campo que
provenga.
Así pues vivimos en un mundo donde las mosquitas, las moscas, los
moscardones, las polillas y las mariposas son en realidad una misma
persona con larga experiencia a sus espaldas si empezó en su día
por el eslabón más bajo.
Un mundo donde los dinosaurios vuelven a campar a sus anchas, esta
vez mucho más astutos y pérfidos que en su verdadera época.
Es la inevitable consecuencia de situar la condición humana sobre
estos seres.
La deformación aparece en forma de lucha de egos, y no hay nada
mejor para una persona necesitada de sentirse importante que la
constante compañía de una persona absolutamente necesitada de
cuidados por ser dependiente.
El dinosaurio humano se alimenta de la energía vital de la
mosquita, hasta que lo inevitable acaba ocurriendo.
La mosquita humana, al igual que la mosquita del cuenco de
mandarinas, quiere crecer, quiere madurar y quiere evolucionar. De
modo que el dinosaurio saca a relucir su contenido potencial para,
aprovechándose de su tamaño, aplastar a la mosquita a modo de
castigo, convirtiéndola en una mosquita muerta.
Hay que tener cuidado con quien se usa el término mosquita
muerta, pues en su fuero interno igual late el corazón de una
bellísima mariposa que tan solo necesita algo de tiempo para
transformarse.
Lo que está claro es que vivimos en un mundo donde los ricos se
asemejan cada vez más a los dinosaurios, y los pobres a las
mosquitas.
Con esta disposición de ajedrez, dicho lo dicho y visto lo visto,
¿Cómo creéis que acabará el cuento?
Mosquitas muertas tiradas en el suelo por todas partes.
Mosquitas revoloteando alrededor de un cuenco que no contiene nada
saludable.
Mosquitas con ganas de más pero sin técnicas ni recursos para
lograr sus objetivos.
La eterna lucha vista desde otro punto de vista.
Quizá si las mosquitas humanas pasasen a ser moscas y luego
moscardones, tal vez podríamos algún día montar un ejército de
polillas que, suicidas, apagasen todas las luces que protegen al
reino de los dinosaurios.
La revolución empezaría por una sola mosquita valiente... A la
que los poderosos dinosaurios no dudarían en tildar de mosquita
muerta con su ejército de policía, psiquiatras y el mismísimo
ejército.
Me parece una descripción de la sociedad muy buena la verdad, sigue así!
ResponderEliminarTremenda la alegoria. Ingeniosa y original. En el tiempo en que la estúpida humanidad se ha dado cuenta que la extinción de las abejas causaría la suya propia a corto plazo este relato es aleccionador y nos debería llevar a una profunda reflexión sobre nuestra frágil, vulnerable y simple existencia. Suerte que nuestro planeta de momento y aunque con un creciente cabreo sigue dándonos oportunidades, de hecho a los dinosaurios les dio más de 400 millones de años. Esperemos que las mosquitas fuercen a que vuelva la armonia y la convivencia, Estupendo relato.
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