sábado, 22 de noviembre de 2014

La tragedia de Snow


Cuando James despertó, tenía un fragmento de su sueño clavado en la cabeza. Había estado junto a su padre, construyendo uno de los grandes castillos de arena en un atardecer de verano que solían hacer. El castillo tenía profundos túneles, y en sus docenas de picos, incluida la cúspide, lucía un perfecto acabado hecho a partir de pequeños chorros de arena mojada.
No recordaba nada más.

Grace, su mujer, hacía el desayuno en el piso inferior del bonito chalet en el que vivían, y se escuchaban risas en el baño de sus hijas, Shanon y Claudia. El invierno había llegado hacía unas pocas semanas y mirando a través de la ventana James contemplaba como nevaba con intensidad. Era una mañana de sábado, y aunque James no era consciente, en su mente ya se iba perfilando en qué iban a ocupar ese buen día.

Desayunaron todos juntos. En ocasiones James era tan feliz que deseaba comerse a besos a Grace y las pequeñajas. Súbitamente la idea tocó tierra en su mente.
– Chicas, ¿Que os parecería hacer un muñeco de nieve en el jardín? – Dejó ir.
Shanon y Claudia se pusieron como locas, golpeando los cubiertos en la mesa mientras no paraban de afirmar que la idea les encantaba. Grace sonreía, aprobando la idea.
De modo que pasaron la mañana construyendo al muñeco de nieve, primero tres grandes, muy grandes, bolas de nieve para luego dejar volar la imaginación con los atuendos.
La nevada era intensa y constante, y James pensó que había logrado enlazar su sueño de la noche pasada con la realidad al haber hecho ese bonito castillo nevado al que ahora tocaba poner nombre.
Antes de eso, sin embargo, James cayó en la cuenta de que su sueño era más bien recurrente, y que llevaba bastante tiempo teniéndolo, y no solo recordando la construcción del castillo de arena con su padre. Había algo más, algo que tenía en la punta de la lengua constantemente, pero siempre se le escapaba.
Se trataba de algo que le inquietaba. Apartando esa sensación de su mente, entre toda la familia propusieron nombres para el muñeco de nieve.
Quizá no era el más original, pero la pequeña Shanon lo propuso con tal ilusión que finalmente el muñeco de nieve pasó a llamarse Snow. Lucía cuatro grandes botones a lo largo de barriga y pecho, una simpática y coloreada bufanda alrededor de su cuello, un gorro blanco y rojo como  culminación y una cara diseñada con todo el cariño por Grace y ejecutada con maestría por Shanon que hacía que te entrasen ganas de darle un achuchón con solo mirarlo.
James no cayó en la cuenta de que no tenía fotos de ningún castillo de arena hecho cuando era pequeño, y todos juntos, riendo, entraron de nuevo en casa a cambiarse y resguardarse del frío.

Al atardecer, ya cayendo la noche, seguía nevando. Habían visto unas películas pero no por ello James había cesado en pelear contra su mente para alejar la sensación de mal presagio que la parte desconocida de su sueño recurrente le proporcionaba. Indagaba e indagaba, pero no había manera de acceder a otra parte que no fuese la que cada mañana, desde hacía un tiempo, recordaba con claridad.
Cuando la oscuridad inundó la calle, se encendieron puntualmente las luces de navidad de la casa de James y Grace. Las niñas, gritando, anunciaban que era la hora de salir a jugar.
Ya los cuatro en el jardín nevado, pasaron un buen rato tirándose bolas de nieve, bailando alrededor de Snow, que a la luz del precioso conjunto de luces que la casa emanaba, sonreía impávido, con rostro alegre pero mirada oscura, como si de algo importante careciese, mostrando a James una visión parecida a aquello que llevaba sin éxito todo el día tratando de recordar.
Disfrutó de la noche sintiéndose vigilado, pero disfrutó.
Y es que, ¿A quién podría costarle alejar un mal presagio contemplando el precioso rostro de Grace irradiando felicidad junto a dos auténticos tesoros en un paisaje lleno de armonía? Con esos pensamientos bailando una delicada danza en su mente, ya con todas durmiendo, James apuró su whisky frente a la chimenea y se dispuso a irse a dormir.

No despertó al día siguiente. Despertó tres días después.
Al día siguiente Grace y las pequeñas habían ido al centro comercial a pasar la mañana, puesto que James no se encontraba bien. No solo estaba enfermo, sino que había recordado en que consistía la parte del sueño que tanto le inquietaba y no lograba visualizar. Se trataba de él, sentado de pequeño en la arena, solo ante el castillo, contemplando como las olas de un mar que se aventuraba paulatinamente hacia la pequeña playa lamían la base de éste, inundando los túneles y degradándolo poco a poco, muy lentamente, hasta que no quedase rastro de él.
Todo el proceso de un modo inevitable. Frío y melancólico. Nostálgico y cruel.
James despertó a los tres días porqué tras la llamada en la que le informaron de que su familia había muerto en un accidente de tráfico, se arrastró como un muerto viviente hasta que pasó el entierro y se hubo bebido prácticamente todo el whisky que reservaba para las reuniones familiares de esas fatídicas navidades.

Cuando despertó al tercer día, James salió al jardín y se plantó frente a Snow. Le aguantó la mirada y maldijo para sus adentros. Pasó día y noche, casi montando guardia, contemplando como con el transcurrir del invierno y la llegada de los días soleados a aquel bonito pueblo norteño, provocaba de que el muñeco de nieve de su familia fuese derritiéndose lenta pero constantemente.
Era infinitamente más doloroso que la sensación que le invadía cuando recordaba su sueño del castillo de arena, aunque compartían los mismos ingredientes.
A medida que se iba formando un charco en la base de Snow, que avanzaba en forma de riachuelo hacia los pies de un James que se encontraba sentado frente a él, las primeras lágrimas brotaron de sus ojos, para en pocos segundos dar rienda suelta a una cascada que hizo que sus lágrimas salpicasen el lago que representaba el alma de Snow, generada a partir de toda la ilusión de su familia ya desaparecida.

Sus sollozos y gemidos le traían a la mente imágenes de Grace, Shanon y Claudia que actuaban como dolorosos pinchazos en lo más hondo de su corazón.
Pasó muchas jornadas de ese modo, sintiendo como su corazón se iba partiendo en trozos ensangrentados de puro dolor.
Hasta que una noche las luces de navidad que aún no había quitado y que siempre encendía trajeron con su artificial aura a su mente una idea, un concepto, que le salvó la vida. Ya cuando tenía pensado encerrarse en su casa, la casa de su familia, para incendiar todo cuanto una vez relució, cayó en la cuenta de la felicidad que le embargó la noche que jugaron todos alrededor de Snow. Eso le llevó a recordar los buenos momentos que pasaba junto a su padre levantando de la nada los inmensos castillos de arena. Y finalmente, comprendió que Grace y sus hijas no se hallaban encerradas en ningún ataúd ni urna, degradándose a medida que el pasar de los años surtiese efecto.
Grace, Shanon y Claudia se encontraban en todas partes. Su belleza, la ilusión con la que vivieron sus vidas perduraría eternamente con el eco de unos recuerdos que nunca perecerían pues habían existido, habían sido reales.
El gran error del pequeño James había sido atarse a la melancolía de contemplar la inevitable degradación de algo construido en un plano mortal. Debió quedarse con el momento, del mismo modo que no debió atarse al derretirse de Snow, multiplicando su dolor hasta puntos imposibles donde solo la pena del suicidio otorga consuelo.

Comprendido eso, con su familia siempre en su corazón, James quitó las luces de navidad y se fue a dormir.
Soñó con castillos de arena vistos desde la base, imponentes bajo una radiante luz solar, con el relajante sonido de las olas a lo lejos. Soñó con muñecos de nieve a los que se les otorgaba alma a través de pedacitos de uno mismo, fragmentos de una ilusión imperecedera que por siempre brillaría en la memoria universal.
Y soñó con su esposa, Grace, y sus hijas Shanon y Claudia, que durmieron abrazadas a él en un lúcido sueño que James nunca, jamás, olvidaría.

martes, 18 de noviembre de 2014

La gran caída






Maldita resaca.
Eso es lo último que dijo William en larga caída que iba a poner punto final a su vida.
Un estúpido error en la escalada de una ladera vertical lo había lanzado al vacío. Sin protección ni cuerda.
No sabía muy bien en qué pensar, si aparecería frente a su mirada ese repaso a sus cuarenta años en cualquier momento o simplemente todo se tornaría negro. Veía alejarse más y más a sus compañeros ladera arriba, todos girados mirándole con cara de pánico.
El cielo lucía un intenso azul, con el sol golpeando fuerte en aquella mañana de otoño.
Ya debía quedar poco, cerró los ojos y se dejó llevar.

Cayó sobre algo mullido. Al abrir los ojos comprobó que era su cama. Estaba en casa.
¿Había sido todo una pesadilla? Recordaba con extremo detalle haberse levantado pronto, el desayuno con sus amigos y la caminata hacia la ladera.
Algo confuso, se propuso ponerse en pie, pero unos pasos lo detuvieron. Sin entender muy bien porqué, se le erizó el vello de los brazos. De repente, allí, en pie pasado el pasillo y ya frente a la entrada de su habitación, un esbelta figura de mujer se mantenía estática.
La oscuridad no le permitía ver bien, pero había algo extraño en el bamboleo que ese cuerpo hacía.
Quiso encender la luz pero, al comenzar a girarse hacia el interruptor, la mujer comenzó a dar pasos muy cortos pero a imposible velocidad. Se dirigía hacia él.

En el lapso de tiempo en el que William recuperaba su posición para tratar de evadir la embestida, con el corazón palpitando desenfrenadamente, las manos heladas y un cosquilleo interior que le impedía incluso respirar con normalidad, la negra silueta se adentró en sus sábanas y comenzó a desnudarle.
No hubiese resultado tan terrorífico de no ser porqué William, en un espasmo, había encendido la luz durante un efímero instante y había podido perfilar el rostro de esa mujer. Podredumbre era lo único que se le venía a la cabeza, mientras lo desnudaba, una y otra vez.
Las artes sexuales de la mujer acabaron con ella, también desnuda, cabalgando a un atónito William. Por un momento éste se desentendió de cuanto había ocurrido, concentrándose en ese cuerpo perfecto que se movía como los ángeles. Ahí estuvo su error, pues no estaba en absoluto preparado para lo que vendría a continuación.
Un fétido aliento penetró en sus pulmones mientras la mujer le besaba apasionadamente, y una risa histérica entrecortada con arcadas emergió de ella cuando se apartó bruscamente. William sintió como el cuerpo de la mujer cambiaba, envejecía, en cuestión de segundos, cuando de repente un río de vómito putrefacto cayó sobre su cara.

Quería gritar, pero no podía. Fue ella quien encendió la luz. Ni siquiera entonces salió un solo atisbo de voz de un William que abría y cerraba la boca desesperado. Nuevas oleadas de arcadas daban lugar a más y más vómito, que la mujer, ahora una anciana de terrorífico rostro, interrumpía para restregar sobre la cara de William a lametazos con un lengua tres veces más larga de lo que William consideraba humana.
Cuando su resistencia al horror comenzaba a flaquear y pensaba que se iba a desmayar, la anciana emitió un sonido que hizo que los pasos en el pasillo se reanudasen. Pero no eran pasos de persona alguna. Una cabra negra entró en la habitación. Le habían arrancado los ojos y salía sangre negra de ellos. La anciana impregnó de vómito los pies y tobillos de William, y cuando éste ya parecía no imaginar mayor horror posible, sintió por todo su cuerpo el latigazo de verse devorado por el animal, que hacía crujir sus huesos para luego arrancar la carne.

Por fin pudo gritar, cerrando los ojos con fuerza, cuando súbitamente sintió una agradable sensación de vértigo, de caída libre. Al abrirlos vio a sus amigos, ladera arriba ya muy lejos, y comprendió que aún se encontraba cayendo hacia su muerte segura, sin acabar de entender muy bien una experiencia que nunca, jamás, olvidaría.
Habían pasado unos pocos segundos, en ellos se había concentrado la visita en su cama de aquel engendro del diablo. Pero William continuaba cayendo. De nuevo puso su mirada en aquel precioso cielo azul, salpicado de pequeñas nubes blancas aquí y allá, y fue al sentir el sol que relajó su cuerpo y su mente de nuevo.
Agua. Un lago profundo de agua dulce. Se ahogaba, de modo que trató de salir a la superficie lo más rápido posible. Al hacerlo, contempló un frondoso bosque que lo rodeaba por todas partes. Plantada en una porción de césped bien cuidada, la caravana que sus padres tenían cuando él era pequeño parecía habitada.
Nadó en esa dirección y emergió del lago, cuya temperatura era ideal.
Al acercase a la caravana se le aceleró el corazón, ya en guardia por la experiencia vivida con la anciana.
Abrió la puerta y entró. Kirsten, su ex mujer, estaba dentro, haciendo tortitas en la diminuta cocina. Se giró hacia William y se le iluminó el rostro. Exclamó su nombre y le abrazó con todas sus fuerzas, besándole. William tenía un nudo en la garganta.
Recordó sus problemas con el alcohol y con ellos el infierno que vivieron Kirsten y él durante toda una década. A medida que recordaba más y más acontecimientos, a cual peor, el nudo en la garganta hizo brotar de sus enrojecidos ojos un manantial de lágrimas, y fue cuando hizo un amago de sollozar, cuando se venía abajo y una extraña sensación de caída libre le embargaba, cuando ella le sujetó.

Le propuso desayunar bien para ir a dar una buena vuelta. William estuvo de acuerdo. En el desayuno no faltaron risas, pues parecía ser que una importante parte de los buenos recuerdos a William se le habían olvidado, enterrados en un mar de alcohol que nunca paró de crecer.
Hablaron de la trágica muerte de los padres de William, víctimas de un accidente de tráfico a manos de un borracho al volante, hablaron de Jenny, la hermana de Kirsten, con la que William había engañado a su ex mujer cuando todo estaba más difícil.
Aunque también hablaron de su primer piso, cuando jóvenes e ilusionados compartían tantos y tantos días de sonrisasy tantas y tantas noches de pasión. Hablaron de todos los buenos momentos, esporádicos o no, que habían compartido, y poco a poco William se iba alejando más y más del recuerdo de la anciana, al tiempo que la misteriosa sensación de vértigo desaparecía.

Salieron de la caravana para dar una vuelta.
Kirsten estaba preciosa, pensaba William. No entendía como demonios pudo ser tan estúpido como para dejar escapar a una mujer así.
Perdiéndose entre los árboles del bosque, fueron bromeando, sonriendo, avanzando cada vez más hacia un lugar que al parecer Kirsten quería visitar.
Cuando ella dijo que se encontraban ya bien cerca, a William se le aceleró el corazón. Kirsten siempre había sido muy buena con las sorpresas.
Apartaron unas cuantas últimas ramas de árboles y lo vieron, un espigón de roca que avanzaba hasta quedar colgado en pleno abismo.
Pronto ambos lo habían coronado y, cogidos de la mano, contemplaban las impresionantes vistas.
Sin embargo, algo llamó la atención de William. Se trataba de unos sonidos en las ramas de atrás de su posición. Kirsten no se giró, parecía no haber escuchado nada. Pero William, aterrorizado, comprobó como surgía la cabra negra de ojos arrancados dirigiéndose hacia ellos. Pero no era a ellos quien su cabeza enfocaba, ésta apuntaba directamente al sol.
William sintió como la mano de Kirsten ganaba y ganaba temperatura, y cuando se dispuso a sacarla de aquel lugar, ésta se giró hacia él, lo besó profundamente y le susurró al oído que no tuviese miedo, que todo saldría bien, que aún estaba a tiempo.
William se relajó y, junto a su ex mujer, contempló el sol cegador que no tardó en prender sus cuerpos. No era algo doloroso. No como lo imaginaba William. Para él, lo doloroso era ver a Kirsten consumiéndose, rápidamente, para no dejar rastro de ella.
Cuando la cabra avanzó velozmente, William saltó.
La sensación de vértigo regresó, y cuando William abrió los ojos volvió a ver a sus amigos en lo alto de la ladera. No soportaba el agridulce sabor de lo que aparentemente habían sido un par de sueños. No se explicaba como en tan pocos segundos había podido experimentar sendas advertencias, y mucho menos hallándose tan cerca de la muerte como se encontraba.
Miró el cielo, contempló las nubes y el sol, y se dio la vuelta en cuanto vio como la mujer anciana bajaba también en plena caída hacia él transformándose en una bestia cuyas fauces podrían engullirlo con la más pasmosa de las facilidades.
Abajo estaba Kirsten, con los brazos abiertos.

Pensó en lo que había ocurrido, tratando de poner orden en el caos de los últimos acontecimientos en su vida. Recordaba que se había levantado pronto y con resaca para ir a escalar con sus amigos pero, ¿Hasta que punto era cierto todo cuanto estaba ocurriendo?
La realidad de la escalada, la de la anciana y la de Kirsten podían tener validez de un modo individual, pero no colectivo.
No sabía que hacer, cuando de repente recordó.
<<No tengas miedo, todo saldrá bien, aún estás a tiempo>> Las palabras de Kirsten cerca del lago lo sedaban, le quitaban toda la ansiedad y el sufrimiento, pues sabía que si se abrazaba a ella, aunque no pudiese verla ni tocarla, estaría junto a Kirsten de nuevo, aunque solo se tratase de los últimos instantes de su vida que, por lo que había vivido, podían dar mucho de sí.
De modo que recordó su rostro, su mirada, su sonrisa y, cerrando los ojos, dejó pasar los últimos segundos de la caída ladera abajo.
El golpe no se hizo esperar.

– Cariño ¿Estás bien? – Kirsten parecía agotada.
William se vio tirado en el suelo, con la cabeza amartillando continuamente. Se había caído de la cama. Se levantó con dificultad y, esquivando algunas botellas de alcohol frente a la cocina, vio a Kirsten sentada en el sofá, tapada con una manta, viendo la tele.
Se sentó a su lado, temblando.
Y estalló a llorar.

Al día siguiente William no bebió. No bebió nunca más. Su matrimonio se reconstruyó. Y pese a saber que la negra silueta de la esbelta mujer quedaría en su recuerdo, ya no le dio importancia, pues en su triple sueño había escogido un camino, del que ya nada ni nadie le sacaría jamás.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

Un amor imposible


Capítulo 1
El encuentro

Ray exhalaba nubes a cada par de pasos que daba. El frío, ya bien adelantada la noche, era intenso.
Frente a él docenas de barracones se arremolinaban de un modo ordenado. Alzando la vista podía ver una espléndida luna llena que iluminaba buena parte de las grandes montañas que coronaban esa tierra.
No sabía muy bien qué buscaba, aunque algo en su interior le decía que estaba en el lugar correcto.
Ya rebasado el cuarto de siglo de edad, Ray se encontraba solo. Se sentía solo, más bien. Sumido en sus pensamientos, casi ni se percató cuando penetró la estructura de barracones con paso firme y decidido.
Mirando a lado y lado, parecía tratarse de un lugar abandonado, puesto que ninguna luz, ninguna fuente de calor, parecían hallarse allí. Salvo cuando su vista se posó en la quinta calle, que parecía relucir de un modo especial. Se apresuró hacia ella y ya en la esquina, al girar la vista, vio un farolillo que iluminaba un cartel donde se anunciaba con estilo que el local se trataba de una taberna.
No tardó en llegar a la entrada y subir un par de escalones para, con algo de ímpetu y algo de indecisión, abrir la puerta que daba acceso a su interior.
Una música relajante invadía el lugar, donde los presentes discutían pacíficamente en la amplia distribución de mesas. Algunos tomaban grandes jarras de cerveza, otros optaban por té, y así una amplia variedad de bebidas.
Ella era la única que tomaba whisky, sola en la barra.

El camarero lo sobresaltó con una sonrisa y una invitación a que se acercase a la barra.
Mientras se acercaba discernió que se trataba de un whisky que emanaba un sabor afrutado, dulce y duro al mismo tiempo. Ray iba a pedir una cerveza, pero la mujer se le adelantó.
– Lo mismo para él, Experiencia.
Así fue como acabaron los dos minutos más tarde, en silencio y mirando al frente, con sendas copas en la mano. En efecto, la bebida era magnífica.
– Está bueno, ¿Verdad, chaval? – Las risas cómplices entre la mujer y el camarero al que ella había llamado Experiencia se tornaron realmente sonoras.
– ¿De dónde vienes? – Preguntó el camarero.
Ray agachó la cabeza y negó para sus adentros guardando silencio, pues realmente no sabía responder a esa pregunta.
En ese momento, la mujer puso un par de sus dedos en su mentón y le alzó la cabeza para que pudiesen mirarse a los ojos el uno al otro. En el recorrido, el hombre admiró un cuerpo tatuado y lleno de piercings, con cicatrices de quemaduras desde los pies hasta pasados los tobillos, que finalmente no supo si asignar a la silueta de un hombre o una mujer. Pero fue llegar a su rostro, a sus ojos concretamente, y deshacerse sus defensas.
– ¿Cual es tu nombre? – Inquirió la mujer.
– Me llamo Ray. ¿Cual es el tuyo? – Respondió Ray con suavidad.
– Amor me llaman todos... – En ese punto Amor extendió su brazo hacia la copa y la apuró, haciendo una señal a Experiencia para que llenase la copa.
Ray quería hablar con ella imperiosamente, pero no sabía por donde empezar. Su mirada se le escapaba y recorría fugazmente una y otra vez la bella silueta de la mujer. Finalmente se rindió en esas quemaduras que tanto le habían impactado en un primer vistazo.
Fue ella quien se adelantó.
– ¿Quieres saber como me las hice? – Su mirada, fuerte y directa, clara y oscura, le invitaba a escuchar atentamente.
Ray asintió y, sorbiendo un poco del excelente whisky de Experiencia, comenzó a escuchar.


Capítulo 2
Las quemaduras de Amor

Érase una vez una pareja que llegó entre risas a una playa donde comenzaba a caer el día dando paso a los bellos primeros pasos de un largo atardecer.
Yo estaba allí observándoles.
Se buscaban el uno al otro con la mirada de un modo tan torpe que nunca se encontraban, y constantemente ocultaban lo que en verdad querían decir por miedo a hacer el ridículo, dejando así que la vergüenza ganase el terreno que debería pertenecer al arrojo. Se escudaban al amparo de términos como el de la precaución.
Pero el tiempo pasaba en su contra y ellos, pese a no saberlo, lo presentían.
Puesto que yo nací atemporal, no me costaba ver que se trataba de la única verdadera oportunidad que iban a tener de acercarse el uno al otro en todas sus vidas. De modo que los observé atentamente y, en los momentos adecuados, les hice caer en la cuenta de varias cosas.
A un miembro de la pareja le mostré el oleaje, cómo en su lento navegar hasta romper en pequeñas olas podía encontrar la inspiración necesaria como para acariciar de un modo similar la melena del otro miembro.
Al otro le mostré el punto donde el cielo se tornaba de naranja fuego a un precioso y oscuro azulado en el que quedarse hipnotizado y, no conforme con eso, le invité a perderse del mismo modo en la mirada de su acompañante.
Fue sencillo, y exento de palabras, que se fundiesen en un largo beso que les acompañaría durante toda una velada de felicidad.
Ellos me adoraban. Me bendecían. Pero no me querían tanto como se querían entre ambos.
Se fueron de la playa sin siquiera intentar mirarme.
Al año siguiente acudieron el mismo día a la misma playa, donde también me encontraba yo. Trataron de repetir la historia, invocando a mi magia, rogando mi inspiración, pero allí donde una musa puede hacer aparecer un relámpago cargado de iluminación, yo puedo hacer que de un modo definitivo baje el telón.

Uno de ellos había estado buscando el calor que ahora me rogaba ante su pareja en otros brazos, y sin haberlo confesado pretendía reconquistar la sensación que un día le regalé. Esa barrera que había creado, esa pérfida y desleal contradicción en sus actos, despertaron mi ira y, del mismo modo en que un día enseñé a mirar los bellos colores de una mirada a la pareja del infiel, en esta ocasión decidí mostrarle el frío azul de un océano profundo en el que no cabe la esperanza una vez alcanzas esas horas en las que nadar allí se te antoja un gélido infierno.
La comparación con su relación cayó por su propio peso, así como la intensidad con la que, durante un año, había mirado a su pareja infiel.
El dolor, para los tres, era intenso. Yo nunca quiero que las historias acaben, son las propias personas las que les ponen fin con sus actos.
Pero no esperaba lo que pasaría a continuación.
Mientras la mirada del miembro infiel de la pareja se cargaba de ira a medida que la otra persona le apartaba la mirada, yo me puse en guardia al comprender lo que había provocado siguiendo lo que consideraba justicia.
Si bien el calor que me reportaron ambos al verlos enamorados un año antes resultaba placentero, en esta ocasión la planta de los pies me ardía y, desesperada, traté de desvincularme de ese amor falso e inmaduro.
Pero era demasiado tarde.
Se trataba de una de mis primeras experiencias, en las que aún me inmiscuía hasta altos niveles en las relaciones de las personas.
Mientras el infiel, unos años después, acababa por estrangular a su pareja desquiciado por los celos, la pira que había a mis pies prendía, haciendo que las llamaradas me hiciesen gritar de dolor durante días quemando mis piernas hasta la altura de mis rodillas.


Capítulo 3
Un paseo revelador

Ray quedó en silencio tras escuchar la historia de Amor. Tras unos minutos, lo interrumpió.
– ¿Me estás diciendo que a cada desamor que ocurre en el mundo tú sufres quemaduras? – Amor sonrió.
– Eso era antes, al principio de lo que tú puedes concebir como el principio. Ahora las personas llaman amor a muchas experiencias que, la verdad, nada tienen que ver conmigo.
– No te entiendo demasiado bien. – Ray sacudía la cabeza, confuso.
– ¿Por qué no damos una vuelta? – A Amor pareció iluminársele el rostro. – ¡Experiencia, préstale a Ray algo que abrigue, nos vamos a dar un paseo! – Amor se levantó del taburete y se dispuso a dirigirse a la puerta.
Experiencia tendió un abrigo a Ray pero lo asió con fuerza cuando éste iba a cogerlo.
– Buena suerte, amigo, es un privilegio lo que vas a experimentar. – La mirada de Experiencia se le clavaba duramente, finalmente añadió – No olvides echar un vistazo a quienes moran esta taberna.
Ray lo hizo, pero no vio más que una amalgama de personas a cada cual más peculiar.
– Son símbolos Ray, como yo. – Ray no daba crédito a lo que Amor le acababa de decir. Tras eso, ambos abandonaron la taberna.

Media hora más tarde, habían dejado atrás el poblado para iniciar el ascenso de una de las nevadas montañas que lo presidían. No ascendieron demasiado, a cierta altura de la base Amor interrumpió su marcha, de modo que Ray hizo lo propio.
– Recuerdo mucho sufrimiento en mi vida, Amor. Como si por esa razón hubiese llegado hasta aquí.
Mi... Mi... – A Ray no le salían las palabras, no precisamente por el frío.
– Tu pareja te ha dejado. – Amor completó la frase sosteniendo el tembloroso hombro de Ray.
– ¿Es otro de tus fracasos? – Preguntó Ray.
Seguidamente Amor le explicó porqué no se trataba de fracaso alguno por su parte. Le habló de como el miedo a la pérdida puede dar forma a casi cualquier cosa mientras le quita su núcleo, le roba su alma. También de cómo el deseo puede hacer que nos comportemos de modos realmente inesperados que del mismo modo atentan contra la base del auténtico sentimiento que perseguimos. Habló de la cobardía y cómo ésta puede desatar más adelante una ira proporcional.
Le habló de muchos sentimientos, de sus orígenes y sus consecuencias.
De repente, dijo como si nada, – La taberna está vacía.
Ray quedó enmudecido, sin saber qué responder. De repente, se aventuró, – ¿Experiencia? – La risa de Amor resultó bien sonora.
– Experiencia es el primero que quiere estar aquí, Ray. Dime, amigo, ¿Qué ves en mi? – En ese momento cuerpo y rostro de Amor se transformaron en la pareja de Ray, a la que se le antojaba haber visto hace mucho, mucho tiempo, casi en otra vida.
Ray recordó el discurso acerca de los sentimientos, y no tardó en deshacerse del miedo que sentía a quedarse solo. Hizo lo propio con el deseo de que esa persona estuviese por siempre a su lado y, combinados ambos sentimientos, su pareja se difuminó.
– Bien hecho, Ray. – No sabía de donde habían salido esas palabras, pues su pareja no había abierto la boca. Poco a poco, sentimiento a sentimiento, fue apartándolos de esa visión que tenía enfrente y al mismo tiempo ésta se fue debilitando, difuminándose más y más.
Entendió que debía eliminar todo lo secundario para concluir con ese ejercicio que Amor le estaba proponiendo, y al recordar lo que le había dicho acerca de la taberna vacía, usó su intuición para dar con los sentimientos que aún se le escapaban. Le quitó a la visión la esperanza de lo utópico, la ilusión por vivir largo tiempo a su lado, pues ambas generaban una alta dependencia. Le retiró la rectitud y la resolución, con sus sendos toques militares. Y al retirarle incluso la experiencia, que no era más que un bloqueo que Ray aplicaba a la hora de mirarla e imaginarla, su pareja se desintegró, difuminándose totalmente como una suave ventisca que deshace un frágil muñeco de nieve.
Ray se disponía a irse, cuando una voz lo detuvo.
– Sigo aquí. – Ray se quedó estupefacto, no sabía de donde provenía la voz hasta que vio como un punto, una simple partícula naranja fuego flotaba a pocos metros de él, donde antes había estado en pie Amor.
– ¿Qué significa esto? – Preguntó Ray.
Amor le explicó que estaba contemplando su verdadera forma. Algo tan nimio que jamás podría asirse con manos humanas. Algo tan bello que despertaría todos los sentimientos que le darían una forma siempre impura a casi cualquiera que lo mirase. Por mucho que se quisiese hacerlo con cuidado, con mimo, la construcción siempre fallaría por los mismos cimientos.
Pese a eso, Amor le dijo que muchas historias de amor acababan relativamente bien, y que no debía perder la esperanza, a no ser que fuese a ella misma a quien quisiese conquistar.
– ¿Acaso no se te puede amar, Amor? – Ray gritaba, con los ojos húmedos. Amor no tardó en contestar.
– Amar al amor, Ray, es amar a todas las cosas. Entenderlas sin prejuzgarlas. ¿Nunca has amado a un animal? ¿Acaso no amas a tu familia? Son solo algunos ejemplos. Puedes amar a muchas creaciones, de toda índole, sin corromper lo que sientes tratando de darle una forma a tu medida.

Ray cayó de rodillas en la nieve, sollozando.
Echaba de menos a esa mujer tatuada y plagada de piercings que había conocido en la taberna, y ahora se había difuminado para siempre dando paso a esa partícula que ahora secaba sus lágrimas a medida que caían por sus mejillas.
De pronto, sintió una mano apoyarse en su hombro.
Era Experiencia.
– Vamos Ray, es hora de volver.


Capítulo 4
Conciencia

Entraron juntos, Experiencia y Ray, en la taberna del primero. De nuevo estaba a reventar, aunque en esta ocasión el ambiente era más festivo, más ajetreado.
– ¿Qué te dijo? – Experiencia fue directo al grano, mientras abría una cerveza para Ray. Éste, rápidamente, negó antes de que la abriese pidiéndole una copa del whisky que tomó con Amor.
– Ray, os lo acabasteis entre los dos... – Experiencia, cabizbajo, reconocía que ya no tenía más botellas de ese elixir.
– Entonces que sea un té. – Ray miraba a la barra, mientras su pensamiento trataba de eludir el ruido de la taberna para concentrarse en puntos como lo que le dijo Amor acerca de que se quemó en lo que Ray podía considerar el principio.
Reflexionando pensó en la partícula naranja fuego a la que Amor había quedado reducida e imaginó el principio de los principios. ¿Era posible que Amor fuese uno de los desencadenantes del origen de todo cuanto nos es conocido?
– Estás mareando a Ray, Experiencia. – Una grave voz lo sobresaltó por la espalda cuando más sumido en sus pensamientos estaba. Un inmenso hombre de oscuros ropajes se sentó en el taburete que quedaba a la derecha de Ray.
– ¡Conciencia! ¿Qué te pongo, amigo? – Experiencia se alegraba vistosamente de ver a quien, por lo visto, se llamaba Conciencia.
– Lo mismo que a él. – Dijo, sacudiendo la cabeza hacia Ray.

Pasado un rato, ambos tomaban un té rojo en silencio. Fue Ray quién lo rompió.
– He conocido a alguien... A quien es imposible amar sin hacerle daño.
Conciencia respondió rápidamente.
– Entonces déjala ir y sigue tu camino. – Ray lo miró con los ojos bien abiertos y dijo, – ¿Seguir con mi camino? ¡Quiero volver a verla, sentir el calor de su compañía!
– Creo que ya conoces a muchos de los que hoy estamos en esta taberna, Ray. ¿Qué te dijo acerca de todos nosotros? Si es quien creo que es, ya se la respuesta. – Ray en esta ocasión se mostró cabizbajo.
– Me dijo que cualquier intervención de cualquiera de los que estáis aquí la alterabais, la cargabais de imperfección. – Conciencia negó con la cabeza. – ¿Y que es la vida sino imperfección, Ray? Hay que saber amar a la imperfección, albergar la esperanza de que cada día puede ser mejor que el anterior. A mi por ejemplo me encanta sentirme tranquilo, y por eso puse tras la barra a Experiencia, por eso, al enterarme de tu visita, he montado esta fiesta en tu honor.
– ¿Fiesta? ¡Estoy destrozado!
– ¿Y eso por qué? – Conciencia clavaba sus negros ojos en los de Ray.
– ¡Mi pareja me ha dejado! ¡Me lo ha dicho Amor! ¡Y no quiero que sufra dolor por mi culpa!
Conciencia pasó a explicarle que todos sienten dolor a su manera. Que Amor era muy gráfica con su escenificación. Pero que también la vida consistía de otros muchos aspectos.
– Si quieres amar, Ray, hazlo sin reparos. No hay nada de malo en ello. Pero, por favor, a partir de ahora, ya que sabes el camino, no dejes de visitar esta taberna para mantenernos informados y que podamos hablar largo y tendido. Es muy importante para todos nosotros que te mantengas en pie.
Tenemos una sorpresa para ti, ve al servicio y lo entenderás.
Ray obedeció. Al salir, la taberna estaba desierta.
Entraba la primera luz diurna por los ventanales cuando fijó su vista en ellos. Al salir, la brisa matutina le heló los huesos. Se encontraba confundido. Pensó en todo cuanto le había ocurrido. Al recordar la partícula anaranjada en la que se había convertido Amor, se desmayó.
Soñó.
Soñó que estaba en una cama junto a su pareja, también dormida.
Soñó que la partícula dejaba caer algo de su esencia en esa persona tan especial para Ray.
En ese momento se percató de que estaba despierto, y que en realidad había estado soñando con un amor imposible.

domingo, 2 de noviembre de 2014

El castillo de la psicosis






“¿Alguna de las cosas que has hecho ha servido para mejorar tu vida?”

Tajantemente no en un principio, mi trastorno esquizo afectivo se ha bastado a sí mismo para llevar al infierno todo aquello que en un principio pretendía llevar al cielo.
De todas las victorias que he imaginado para mi devenir por esta vida, una quedó marcada a fuego en algún lugar de mi cabeza hace ya muchos años. Una victoria que, inconscientemente, se escondía de mi mismo para salir a flote en procesos difuminados de creciente ingesta de alcohol y bebidas energéticas. Yo, al detectar los primeros síntomas, enfocaba el origen del problema a los sueños lúcidos plagados de terroríficas experiencias. Lo enfocaba a la dureza de caminar por una realidad a la que cada vez cuestionas más y más su autenticidad.
Pero no era así.
En realidad quería volar y asir mi victoria cuanto antes mejor.
Si bien en el primer brote psicótico pensaba en salvar a los míos y de ahí nacía mi necesidad de velocidad, a medida que los siguientes, hasta cuatro, iban llegando, el asunto se desvirtuó hasta tal punto que cuando salía disparado de la realidad que conocemos, daba más validez a cualquier historieta de ciencia ficción que a lo que todo el mundo me decía.
El final siempre era el psiquiátrico.
Con sensación de victoria o no, siempre acababa por pisar tierra firme tras vivir y hacer vivir un infierno de crueldades.
Y vuelta a empezar.

Escribir la cabaña y ponerlo a disposición de cualquier persona me reportó la sensación de invulnerabilidad, y con ella viví meses de experiencia en experiencia, a cual más loca, siempre ingresado en psiquiátricos hasta la fecha.
Lo que no esperaba es que, hasta arriba de medicación, en cuestión de un mes mi quinto brote psicótico apareciese aparentemente de la nada para plantearme su eterna vorágine de cuestiones tras las cuales debía esconderse mi victoria definitiva.
La realidad es que el consumo de alcohol y bebidas energéticas, cimentadas sobre una puntual base de cannabis, y sumadas a experiencias que para mi percepción eran de gran riesgo, fueron las que me condujeron a un territorio del que acabo de aterrizar recientemente.
Un territorio donde dar por hecho que en verdad vivimos en un lugar muy lejano a este donde el sistema solar es simplemente un juego que programamos para soñar que vivimos en él en una especie de vacaciones con retos es más que factible. Más real que la propia realidad.
Te planteas si vives en el año que te dicen, en el mundo que te muestran, y con estúpida pretensión blandes tu libro aguardando a que su descomunalmente ignorante efecto surja de la nada de donde nació para que todo cuanto te rodea quede exento de mal.
Cuando te dispones a gritar, una vez más, clamando victoria en territorio desconocido, aparecen las señales que te dan la razón en ese lugar donde, en el fondo, solo crees estar tú.
Aumentan y aumentan, crecen exponencialmente, asaltándote por la calle, en tu ordenador, en televisión, en los tuyos y por todas partes.
Cuando estás rodeado por ellas, ya sientes que estás en pleno vuelo, al acecho de tu victoria.

Pero esta vez te quedas en el suelo mientras al mismo tiempo te ves ascender.
Y te das cuenta de que tienes otra elección.
En lo que aparenta ser una rueda de hámster a la que dando la velocidad apropiada logras emerger a una realidad nueva por la que se ha luchado desde siempre, percibes por primera vez que quizá todos esos planteamientos, toda esa carga imaginativa, todas y cada una de las señales, pueden ser no más que un producto de tu propia mente.
Y así pasas un día, dos y tres, analizando las alucinaciones, visuales, auditivas y táctiles, controlando las horribles pesadillas a base de olvido y entretenimiento a cualquier hora del día o de la noche, viendo como se altera tu percepción del tiempo, pero siempre con esa parte de ti que se mantiene firme con los pies tocando tierra.

Poco a poco, aquel que vuela directo a por una victoria en la que quizá crea, quizá no, se va difuminando, desapareciendo como si de una alucinación más se tratase.
Desde las alturas ves que haces arder el teléfono buscando apoyos ahora que el vuelo parece haberse interrumpido, ahora que, por vez primera, el inmenso castillo de la psicosis parece tambalearse.
La elección final es tuya.
Frenas, respiras y te relajas.
Lo haces cien veces.
Y, finalmente, ocurre. La demolición del castillo fantasma es un hecho, cae sobre ti en forma de lluvia mientras te duchas. La victoria quizá nunca llegará, o quizá otra haya llegado.

“¿Alguna de las cosas que has hecho ha servido para mejorar tu vida?”

Espero que confiar, tener fe, en las personas de una realidad en la que me mantuve firme mientras veía volar a esa parte enferma de mi cerebro que cíclicamente clama por obtener la victoria en su castillo de la psicosis.

domingo, 19 de octubre de 2014

El cumpleaños de Anna


Hoy es un día especial.
Hoy cumple años nuestra querida Anna.
Una fuente de energía que parece no tener fin. Una luz que, desatada, ciega a todos aquellos incrédulos que no saben por miedo nadar en una preciosa mirada que refleja difíciles tiempos pasados y una ilusión tremenda hacia los días futuros.
Esa es la mirada que cautiva a propios y a extraños.

En cuanto a su luz, se trata de algo tan increíblemente cálido y bello de sentir que incluso a su propio hermano, un amasijo de desgracias concentradas en una dantesca enfermedad, le llega tan profundo que en su presencia hace que se encuentre mejor, más aliviado y acompañado.
Sus padres se consideran muy afortunados de que su hija posea cualidades tan valiosas, más nunca jamás ya se verán o se sentirán distantes a ella.

Ella es el cemento que, brillante cual oro puro, los une de un modo no agresivo, plagado de buenas intenciones que, por muy agotada que esté, siempre logran salir a flote de esa mirada tan extremadamente difícil de analizar.
Observarla es como introducirse en un océano.
En ocasiones un mar en calma, otras un mar de lágrimas que ha aprendido a contener, otras una tormenta en la que, no obstante, ella no está atrapada, sino que la cabalga a lomos de un delfín que viene a ser su alma libre y desbocada, elegante y preparada, joven y ganadora.

Es esa mirada la que gana a las personas más especiales que la rodean, aquellas que  necesitan un apoyo en sus vidas, una alegría, y que viéndola a ella quedan saciadas por días y días.
Su bella silueta atrae a propios y a extraños, aunque ella ya ha obtenido a esa persona tan especial en la vida de cualquier mujer como es un hombre que la quiera y la respete, que sepa demostrar a su manera todo el amor que siente por ella.

Puede parecer que se trata de un ángel caído, pero no es así. Nunca fue así.
Se trata de Anna, una chica frágil y fuerte, con un sentido del humor que haría sonreír a estatuas sin alma.
Hoy es su cumpleaños, y por muchos regalos que ella reciba, por mucho cariño que se lleve, le deseamos ante todo una vida larga, feliz y placentera.
Y si la tormenta regresa en forma de una oscura etapa de su pasado donde supo danzar con melancólica delicadeza por la fina cuerda que separa la vida de la muerte, espero que cualquiera o todas las personas de las cuales se ha ganado el corazón acudan al instante para ayudarla a salir colocando un faro de  amor puro en la costa, cerca de donde se encuentre, para que Anna y su delfín, la joven y su alma, puedan salir rápidamente de un sufrimiento y un dolor que ya pagaron con creces.

Ya tan solo queda amor.
El amor de sus amigos que tan bien se lo pasan con ella.
El amor de su hermano, que tanto la quiere y tan difícil encuentra expresarlo.
El amor de su pareja, que tanto ha llorado por buscarla en ese vasto océano hasta que ella le encontró a él.
Y, por supuesto, el amor de unos padres que nunca, jamás, dejarán de estar a su lado incondicionalmente, puesto que ella es un tesoro, un premio y una lección.
La lección de que, cuando todo está oscuro, cuando languidece la esperanza, todo puede cambiar en una fracción de segundo y, con mucho esfuerzo, llegar a buen puerto.
Un puerto donde llorar de alegría, reírse y disfrutar.
El puerto del hogar donde Anna decida estar. 
Muy muy muy feliz cumpleaños preciosa.

sábado, 18 de octubre de 2014

El oscuro árbol de la resistencia



Ahí estaba dibujada su negra silueta cuando el atardecer ya se consumía.
Era la negra silueta de una mujer apoyada contra un grandioso árbol también negro como la noche.
Cada pequeña rama, un demonio.
Cada nimia bifurcación, un fantasma.
Y en el tronco algo tan infinito y eterno como el propio universo, tan profundo que tratar de comprenderlo te llevaba a las raíces de esa morada a la que, puntualmente cada noche, la mujer acudía.
Las raíces eran invisibles para cualquier observador que tratase de dar con ellas en la base del tronco, pero no para aquellos que se atrevían a quedarse mirando una silueta que con un poco de atención no albergaba contradicción alguna.
Simplemente, una mirada de sufrimiento puesto que las raíces del oscuro árbol emergían del subsuelo para hacerle tanto daño como el alma de la mujer pudiese resistir.

El árbol en realidad era su parte consciente y subconsciente.
Representaba su interior, y puesto que ella conocía de buen grado el dolor al que accedía cuando la noche se cerraba en torno a ella, no permitía que nadie se acercase a él.
No siempre fue así.
Hubo una vez en la que ese mismo árbol crecía joven, verde y magnífico en el inmenso bosque donde tantos árboles hay, que no conocen el verdadero rostro del dolor, que no conciben la enorme carga de una vida enfocada a la resistencia.
Pero ese árbol fue talado, quemado y trasplantado.
Talado por seres perversos que a base de hachazos lo arrancaron joven por disfrute de saciar su agresividad sin piedad alguna.
Quemado por seres que no soportaban que la belleza de una mirada que podía escoger entre la dulzura y la dureza por igual estuviese fuera de su alcance, de modo que la desdibujaron para que siempre, en todo momento, fuese amenaza lo que mostrase.
Trasplantado porqué nadie en el gran bosque quería que, como si de algo contagioso se tratase, ese árbol se recuperase o se reencarnase en algo que pudiese herirles.
Cuando la mujer fue consciente de que a su árbol le había ocurrido tamaña desgracia, decidió no quemarlo para volver a empezar, sino a montar guardia cada noche junto a él, pese a que sus nuevas raíces le hiciesen daño a cada instante, en un territorio solitario y hostil, donde se atrincheró para montar una resistencia sin fin mientras le quedase aliento de vida.

A veces en la dolorosa oscuridad de la noche, que la obligaba a trasnochar o dormir mal, le parecía ver a dos siluetas tratando de llegar a ella. Eran dos jóvenes árboles que con la luz un nuevo día resultaban corresponder a dos tesoros, dos jóvenes personas que para la mujer lo eran todo, pues de su compañía sacaba una ilusión y una fuerza, incluso una carga de resistencia, que le servía para corresponderles fortaleciendo un núcleo que solo era entorpecido por las noches en las que la mujer debía ir a montar guardia, apoyada en la base del oscuro árbol de su interior, al que de algún modo, en algún momento de un oscuro pasado, juró defender a toda costa.
Los niños no lograban entender el porqué de como una mirada que albergaba dulces promesas en su profundidad en ocasiones viraba sin apenas pestañear. Pero sobretodo no lograban imaginar el dolor que a la mujer le producía verse atada noche a noche por las raíces de su oscuro árbol.
Todos iban al gran bosque cuando lucía el sol.
Pero una persona, una mujer, partía cada noche sin necesidad de moverse a la tortura de proteger lo que consideraba todo cuanto le quedaba suyo e intransferible.
No odiaba exactamente a ninguna parte del árbol, tomaba como una obligación el hecho de protegerlo de extraños, excepto de esas dos jóvenes siluetas con sus propios árboles detrás.

Cuando todo se había transformado en rutina, cuando todo parecía inamovible por nada que ocurriese, alguien llegó.
Un grupo de personas que, simplemente observando lo trágico de la situación, decidieron hacerle un regalo a la mujer.
Cada una en su ámbito, cada una en la medida de sus posibilidades, la hicieron alzarse, enseñándole a desprenderse de las maléficas raíces a partir de las cuales el árbol crecía y crecía, generando fantasmas y demonios, horrores y torturas.
Luego le aconsejaron que mirase el árbol, con la mejor linterna que uno puede tener.
Y cuando la mujer recordó como mirar con el corazón todo cambió.
No le horrorizó la visión del oscuro y ya débil árbol, sino que le dio una inmensa pena.
Ya no entendía porqué decidió resistir durante tanto tiempo aquello.
Enseguida los dos jóvenes acudieron para abrazarla con todas sus fuerzas, y juntos emprendieron el camino hacia el gran bosque.

Cuando llegaron, los jóvenes plantaron sus pequeños árboles en un lugar que a la mujer le pareció maravilloso, y notó algo en la mano. Lo notó de un modo que le hizo saber al instante que provenía del gran árbol, que sin su guardia ya debería estar prácticamente caído.
Al mirarse la mano, estalló en lágrimas.
Nunca imaginó que eso podía ocurrir.
Las lágrimas eran de despedida hacia un oscuro pasado y bienvenida a un nuevo futuro.
En su mano tenía una semilla.
Una nueva oportunidad para comenzar, para crecer y ser feliz.