Cuándo el ser entró en la oscura
caverna, era una pregunta de complicada respuesta. Venía de
sobrevolar los cielos de la euforia, de retar a propios y a extraños
a ver el mundo como sus prácticamente desquiciados ojos lo veían.
Podía recordar el ardiente sentimiento que lo acompañaba a todas
horas y lo impulsaba más y más, sin importar el que todo lo demás
pareciese ir en contra dirección. Era como si dispusiese de un
generador ilimitado de energía, a partir del cual podía subir
bloques de peldaños a velocidad de vértigo en la escalada hacia ese
misterioso lugar que tanto ansiaba descubrir.
En esos cielos podía sentir la
sensación de vuelo, de control sobre cada movimiento e incluso podía
planificar laberínticas rutas que danzaban a la par que su flujo de
ideas seguía emanando posibilidades. Pero no podía sentir la
libertad. Algo fallaba en su interior, y las señales de alarma que
llegaban desde tierra firme potenciaban esa sensación. Aterrizar no
era una opción. ¿Cómo iba a serlo el apagar el generador que
tantas posibilidades le brindaba? De modo que alimentaba la
aceleración día a día, sin apenas necesidad de dormir, con la
vista puesta en el enigmático horizonte.
Con todo su interior gritando cada vez
más fuerte a la cima de la montaña que sentía que escalaba.
Y de ese modo, cada día un poco más
rápido, con unos cuantos proyectos más bajo el brazo y nuevos
bienes materiales que arrastrar, el ser se las ingeniaba para
mantener el rumbo hacia su hogar. Ese lugar que nadie parecía
conocer y desde el cual podría sentirse en paz consigo mismo,
pudiendo apagar el generador de energía de un modo definitivo.
Hubo una colisión, un terrible
accidente, eso está claro.
Encerrado en un lugar frío y hostil,
el ser no daba crédito al modo en que su acelerado vuelo había
fracasado. Lo había perdido todo. Sin posibilidad alguna de retomar
la vertiginosa aceleración lograda tras meses de extrema
concentración, el siempre lejano y difuminado horizonte formaba ya
parte de otra vida, otra realidad. La cima de la montaña, que jamás
respondió a sus desesperados gritos sino con avalanchas de
angustiosa falta de libertad, lo había precipitado a una caída
libre sin final.
¿Cuándo el ser entró en la oscura
caverna?
La caída, que llegó a antojársele
eterna, había cesado súbitamente.
A su alrededor la oscuridad impregnaba
incluso su propia mente. El lugar le resultaba familiar. Del mismo
modo que los vuelos por un cielo que ya ni podía imaginar parecían
pertenecer a otra vida, albergaba en algún lugar de su interior un
recuerdo de esa laberíntica caverna.
Recordó que podía sentarse a esperar
a que una esperanzadora aunque ínfima luz se encendiese en algún
punto de aquella desesperante oscuridad. Pues eso significaría que
el generador regresaba para proporcionarle otro vuelo más, otro
intento hacia ese horizonte, esa cima, donde se hallaba su libertad.
Tan solo debía concentrarse en mantener su mente alerta, a la espera
de oleadas de aceleración, y sus ojos verían esa azulada luz
artificial. El resto de la maquinaria se encendería en muy poco
tiempo, pues el generador volvería a potenciar su mente y tan solo
tendría que cerrar los ojos para regresar con la mejor de las
sonrisas a ese cielo donde únicamente parecía volar el ser hacia su
tan ansiado destino.
Aunque en su interior algo semejante a
un remolino se dibujaba. Sentía como si esos vuelos, esas caídas,
esa caverna, tan diferentes, guardasen una terrible cosa en común.
Como si todo formase parte de un ciclo que cada vez se acortaba más.
Desesperado, el ser se sumió en sus
propios pensamientos, preso del dolor. Pues... ¿Y si esa tierra
firme donde tantas personas caminaban era la realidad? ¿Y si el
difuminado horizonte era sólo una alucinación y la montaña una
trampa mental?
Fue divagando en esta dirección cuando
un rayo de luz se posó sobre su rostro.
Caminó y caminó hasta dar con una
salida de la caverna.
Ahí fuera parecía hacer un buen día,
aunque le daba miedo pisar ese terreno, no conocía mucho de él.
- ¿Te vienes? - Una persona se asomó
por una esquina de la salida y, al ver que el ser no respondía,
entró en la caverna y pasó un rato hablando con él.
Muchos días fueron transcurriendo, y
siempre cada cierto tiempo esa persona acudía a la caverna para
formular idéntica pregunta, con idéntica respuesta y otra charla.
Con el tiempo el ser dejó de ansiar
como único afán la aparición de la luz artificial. Apareció una
alternativa al remolino en el que se mezclaban los vuelos, el
inalcanzable horizonte, las caídas y la oscuridad de las cavernas.
Estaba ahí, frente al ser.
La persona que venía a verle le decía
que se sentiría mejor en ese exterior.
Ver el vaso medio lleno resulta a veces
complicado.
Cuándo el ser entró en la oscura
caverna es una pregunta cuya respuesta siempre remueve dolor y
desesperanza.
La pregunta que se hizo el ser lo puso
en pie sacándole de la espera.
¿Cuándo voy a salir de aquí? Se
preguntó mientras daba el primer paso hacia la salida, donde le
esperaba la persona con la que tanto había conversado.
- Recuerda, - le dijo – que la
caverna es un lugar que nunca desaparecerá, del mismo modo que los
cielos que tu interior recuerda con ansiedad. Pero lo que verás aquí
fuera cuando salgas tampoco. Deberás pelear por mantenerte firme si
quieres echar raíces.
Reflexionando, el ser siguió
caminando, hacia un sendero que incluía un término que hasta la
fecha desconocía, o quizá ubicaba en el lejano horizonte, en lo más
alto de la montaña. El equilibrio.
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