Sus ojos ya se habían acostumbrado a
la creciente oscuridad.
Si bien conservaba aún el recuerdo de
cómo regresar a la entrada de la laberíntica cueva, sabía que si
regresaba con las manos vacías ya sería de modo definitivo.
Nunca había logrado dar con el origen
del desorden. Toda esa ira contenida, que rugía en forma de
llamaradas de odio contra todo lo establecido, enjaulada en una celda
de insaciable melancolía. De nuevo los latidos de su corazón se
teñían de ese tono anaranjado, ahora ya muy oscuro y desgastado.
Podía seguir recorriendo esos oscuros senderos que nunca condujeron
a ningún lugar en especial, aunque su mente y su cuerpo estaban ya
en una fase crítica. A cada paso que daba en dirección a la
oscuridad, sentía como las llamaradas crecían. Pero no a su
alrededor, sino en algún punto de su interior.
En la profundidad de la tierra,
resolviendo el enigma de túneles, se hallaba el tesoro, la llave que
le permitiría desencadenarse y emerger libre al exterior. Sin
embargo, hastiados de vana espera, sus seres queridos comenzaban a
desfilar rumbo a otros destinos del mundo exterior.
Lo último que recordaba de ese mundo
era un acantilado lamido por las olas del mar. Ese recuerdo era ya un
símbolo prácticamente, que podía ubicarse al lado de lo que
simbolizaba su actual situación. De modo que, visto en perspectiva,
pretendía atravesar las llamaradas necesarias para dar con un
secreto que absolutamente nadie intuía para solo entonces salir al
exterior y lanzarlo al oleaje.
Dos mundos con elementos opuestos.
En uno debía ponerse la soledad en
primer plano para poder avanzar en peligrosas y prácticamente
inútiles direcciones, mientras que en otro el horizonte se
presentaba nítido en todas sus formas. Ahí estaban sus montañas y
sus tormentas, sus caminos y compañeros de viaje.
Dos personalidades con objetivos
opuestos.
Cavar lo necesario para abrirse camino
en las profundidades de lo negativo hasta dar con la luz que lo
iluminase todo o caminar evolucionando y madurando con el corazón
abierto a nuevas experiencias.
– Yo ahí veo un empate ahora mismo.
– Dijo Conciencia en ese instante del día a medio camino entre
ambos mundos, cuando se gestaba el intercambio de roles entre
personalidades, ahí donde una tomaba el mando y la otra pasaba a
contemplar sin poder siquiera opinar. Hacía mucho tiempo que no la
veía de un modo tan claro. Estaba apoyada junto a una pared, con las
manos en los bolsillos. Su sonrisa se veía contradicha por una
mirada dura y sumamente concentrada, como queriendo exprimir al
máximo cada instante de esa aparición. Prosiguió mientras sus
manos pasaron a señalar a los costados: – No se puede tener todo.
Debes tomar una decisión y encaminar tu existencia hacia uno de los
mundos que alcanzas a sentir. Solo así dejarán de sufrir, solo así
cesará la tortura que te mantiene en la espiral, dando tumbos que
dibujan el mismo círculo una y otra vez.
Esas palabras le recordaron que no todo
cuanto se le había dicho desde el exterior eran palabras vacías que
nada podían avanzar en su cueva secreta. No era la primera vez que
escuchaba algo acerca de un bucle infinito, ni tampoco que debía
tomar una decisión y tomar rumbo fijo en una dirección. De otro
modo el bucle acabaría por derribar su mente por tercera vez, quizá
de modo definitivo, tomando la decisión por él.
Quiso dirigirse a Conciencia, pero su
vista comenzaba a estar fija en las agujas imaginarias de un reloj
que indicaba cuando cavar y cuando dejar de hacerlo, cuando recordar
como regresar al exterior y cuando gritar en busca de auxilio. Sabía
que en cierto segundo de la permanente cuenta atrás la realidad que
lo rodeaba quedaría teñida por la oscuridad de la cueva de su
interior, y cavar significaría dinamitar, regresar sería caer
derrotado y los gritos de auxilio pasarían a ser de furia.
De repente Conciencia interrumpió el
hilo de sus pensamientos depositando algo sobre una mesa. Cuando miró
de qué se trataba, algo brincó en su interior. Era algo que no
esperaba de parte de ella, una extraña invitación que, pese a no
ser en absoluto necesaria, no dejaba de inquietarle.
– De parte de un amigo común. – Se
limitó a decir, para luego desaparecer. Su camisa negra fue
esparciéndose en una inicialmente espesa niebla para finalmente
alcanzar al resto de su figura haciéndola invisible, como si nunca
hubiese estado ahí, o como si siempre permaneciese de algún modo
presente aunque oculta.
Las agujas imaginarias seguían con su
rutina mientras tenía claro que, cuando descendiese a la cueva, lo
haría con ese objeto de remitente desconocido. Se trataba de una
antorcha.
Descendió.
Se encontraba de nuevo a oscuras, y su
mirada ya hacía horas que se había acostumbrado. En las paredes que
le rodeaban veía símbolos de su infancia, que dibujaban los
oníricos momentos que tanto apreciaba. En su memoria un hermano ya
imaginario sonreía de un modo que le seguía partiendo el corazón
ante unos regalos que ya nunca llegaría a hacerle. No eran
imaginaciones, eran recuerdos alterados que, prendidos, podían
alcanzar una potencia indescriptible. Ahí estaban sus padres en el
momento en el cual tenían poder para desviar el cauce de ríos
embravecidos. También había amigas y amigos, amantes y seres
queridos, familiares y mascotas, todos mezclados pero con identidad
propia, unas veces creada a partir de recuerdos y otras a través de
elaboradas paranoias.
Podía pasar su vida entera analizando
esos símbolos que noche a noche se entremezclaban multiplicando su
complejo conjunto, sin embargo los miraba por encima con una sonrisa
en la boca, como si en su mirada hubiese un atisbo de omnipotencia,
un rastro de banalidad ante lo universal.
Miró el obsequio de Conciencia y
emitió una corta carcajada.
Y recordó lo que solía hacer en ese
punto del descenso.
Tan solo había que perder el control
en la búsqueda. La opresión resultaba tan intensa cuando el
descenso estaba tan avanzado, que tanto los expertos como los
ignorantes desconocían qué tonos se utilizaban en ese punto para
dibujar el interior de uno mismo.
Eso es lo que quería creer.
Quizá un artista pasase deliciosamente
sobre ese estado para plasmarlo en parte de su obra, pero otra cosa
era caminar en ese laberinto, vivir esa sensación o, más bien,
morir junto a ella. Los jeroglíficos de su mundo onírico resultaban
complejos y sabrosos, representaban una desquiciada tentación. La
luna le brindaba noches en vela o ráfagas de sueños en forma de
fuga que pasaban a estar tatuados inmediatamente en su cueva,
mientras que el sol le arrebataba todo cuanto ahí permanecía eterno
para revelarle una realidad con la que él no estaba de acuerdo.
Desde que las imaginarias agujas daban
inicio a la bendita pesadilla, todo cuanto en ella acontecía era ya
una mentira antes de comenzar. Eso le decía su familia antes de que
la destrozase con su cruel manipulación. Eso ignoraban sus amistades
antes de que saliesen a relucir las llamaradas de su interior. Eso
sobrevolaba a duras penas su pareja mientras, a lo hondo, una voz
clamaba venganza y comprensión.
Todo representaba una gran
contradicción fabricada a base de descontroladas direcciones de
pensamiento.
Hasta que decidió prender fuego a la
cosa más inútil y imaginaria de todas.
La antorcha desprendió el mismo tono
anaranjado y violeta que el cielo de sus peores pesadillas, e iluminó
unas paredes donde había restos de uñas y desgastados dibujos re
dibujados una y otra vez.
Sintió como la cueva era en realidad
un círculo en el cual había permanecido toda su vida. Un bucle
infinito, difícil de entender al estar aplicado a su alma. Como si
de una función se tratase, ahí estaban sus variables. Todas se
habían visto mermadas con el transcurso de los años. El alcohol y
los amigos, los familiares y las novias. Los estudios y los trabajos,
su futuro y su pasado.
Se resistió durante un buen rato
incrédulo. Pero no pudo desatar su ira. Mordiendo dientes entendió
que su depresión, su alcoholemia y su trampa eran en realidad lo
mismo. Que incluso su enfermedad mental estaba incluida en el mismo
trapo. La cueva era un bucle infinito, en el que poner un pie era el
principio de una aceleración sin fin. De una destrucción personal
sin motivo, de un sufrimiento ajeno injustificable, de una búsqueda
inútil.
Y de una esperanza, una chispa de luz
imposible que representaba su eterna persecución.
Emergió de la cueva guiado por la
antorcha, y con un único motivo.
Se plantó ante el acantilado que se
sabía de memoria desde pequeño y palpó a su amigo. El mar lo
saludaba aunque él estuviese lejos, ante un teclado.
Esa Conciencia ajena con la que tanto
había hablado le había regalado una simple antorcha que aún ardía.
Sonrió y agradeció a todos cuantos se
le habían aparecido en el último mes, complicando y simplificando,
ayudando y golpeando.
Todos amigos, todos compañeros.
Estaba convencido de que todos ellos
querían que la cueva se sellase, que la misteriosa o inútil,
seductora o destructiva, fantástica o real búsqueda tuviese fin.
Y les preguntó...
¿Lanzo la antorcha o la uso para
llegar hasta el final de la cueva?
(Mientras la arrojaba con todas sus
fuerzas)
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