Encerrado en una oscura cabaña apenas
iluminada por alguna vela, un hombre fumaba su pipa inundando el
ambiente de una espesa capa de humo.
La hoguera se había apagado hacía
rato, quedando frías incluso las brasas de lo que antaño conformaba
un espectáculo de fuego, luz y calor.
Frente a él, un tintero ya vacío, y
un papel en blanco roído por los costados frente al cual el hombre
permanecía en silencio, muy concentrado y sumido en sus
pensamientos.
Fuera la noche cerrada daba paso a los
primeros signos de un nuevo amanecer.
El frío era intenso en esa época del
año, y pese a que al hombre eso le encantaba, apenas había recogido
por el camino un puñado de leña para alimentar a su hoguera.
No era lo que le importaba.
Había acudido a la cabaña para
reflexionar acerca de algo sumamente importante, algo que le cegaba
el juicio hasta el punto de no caer en la cuenta de que las ramas
húmedas que había recolectado no solo tardarían en arder, sino que
se consumirían bien pronto.
Ahora tiritaba y chasqueaba sus dientes
pluma en mano.
De pronto las lágrimas hicieron acto
de presencia humedeciendo su mirada e, impasible, sintió como las
primeras resbalaban por su rostro hasta caer en cascada al tintero
vacío.
No se lo pensó, siéndole indiferente
el hecho de que dado transparente tonalidad apenas dejarían rastro
en el papel de cuanto quisiese plasmar, opinar o simplemente dejar
ir.
Se incorporó de inmediato, aún con el
rostro empapado y escribió.
Rehaciendo un territorio maltrecho en
mi mente,
no puedo evitar sentir su desolación
en mi corazón.
Me esfuerzo contracorriente en renovar
su paisaje,
sus verdes bosques que lucen todo tipo
de vegetación,
su clima que antaño era cálido...
Y hoy es frío, hostil y dolido en su
interior.
Recorro mentalmente su maltrecha
llanura,
exenta ya de vida por la época del
incendio,
siendo inmune a la lluvia de la pena,
al llanto de mi musa.
Cuánto costará restaurar mi ansiada
vida,
cuánto más debo caminar para respirar
ante una salida,
si los vientos me arrebatan la
esperanza,
a cada una de sus acometidas.
Quiero vencer al fantasma de mi pasado,
necesito plantarle cara pero se muestra
esquivo,
vive en el corazón enfermo de mi musa,
apagando la hoguera,
tornando sus llamas moribundas...
Difusas.
Me pregunto dónde estará ella, qué
sentirá ahora,
en el dulce reino desolado,
vive encarcelada mi musa.
Desterrada de mi abrazo,
lejana a mi calor,
solo me queda este juego,
esta vida que aprieta el gatillo
constantemente,
sin poder ver que se trata de una
ruleta rusa.
El hombre quiso entonces romper el
papel, hacerlo trizas, pero en lugar de eso clavó sus codos a sus
costados y sollozó amargamente hasta que no pudo más.
De pronto, el canto de un pájaro hizo
que alzase la vista y mirase al exterior.
Era de día, ya había amanecido y cayó
en la cuenta del frío intenso que hacía en el interior de la
cabaña.
Pensó en mundos de fantasía sin fin
que coloreaban experiencias pasadas lúgubres como una noche
moribunda y sin vida. Pensó en cuanto había estado haciendo, y de
inmediato se levantó de la mesa mirando por última vez sus palabras
escritas con lágrimas, que ya se desvanecían sin dejar rastro.
Salió al exterior y sintió alivio al
notar la luz del día bañando su rostro, mientras los primeros copos
de nieve acariciaban sus mejillas.
Era Navidad, esa época en la que se
dice que existe, si cabe, una esperanza y una ilusión mayores de las
que se suelen lucir el resto del año.
Lo primero, pensó, era alimentar la
hoguera. Ventilar la cabaña.
Su hogar era cosa suya y no necesitaba
demasiado para poder estar a gusto.
El recuerdo de la musa perdida lo
golpeó una vez más, pero era consciente de que ya no podía hacer
nada más, no podía seguir descuidando lo más importante.
En el juego de la ruleta rusa no
puedes agotar todos los disparos, y el hombre tenía la sensación de
que había estado jugando con fuego mucho tiempo.
Mientras se dirigía hacia el bosque
más cercano para coger un buen cargamento de leña, miró a su
alrededor y vio como ese paisaje nevado era algo digno de volver a
ser disfrutado una vez más.
Como siempre pensó, lo único que le
faltaba era una buena y cálida luz de esperanza, tinta y papel.
Mundos de fantasía golpeaban su cabeza
mientras nuevas experiencias se tejían en el horizonte del futuro.
Sonrió.
Era una combinación que sabía solo se
producía muy de vez en cuando, siempre que la amenaza de una oscura
sombra y la promesa de una cálida luz se aliaban para decorar un
desolado paisaje que el hombre suspiraba por poder reconstruir.
Dicen que un buen escritor debe transmitir y no tan solo describir. En esta lectura el desasosiego se va instaurando y solo al final nos ofrece un atisbo de esperanza. Espero que el protagonista lo consiga ya que la hoguera y la cabaña son siempre refugios de seguridad ante la adversidad. Me gusta y un muy buen poema.
ResponderEliminar¡Gracias por comentar!
EliminarMe alegra que te haya transmitido esas sensaciones, un saludo.