Corría sobre el suelo nevado a toda velocidad.
Tras él, el títere sin rostro comandaba la persecución
ejecutada por otras docenas de muñecos.
Era navidad, y el pequeño pueblo había iluminado sus calles de
un modo realmente emblemático.
Torció un par de calles y giró su vista atrás. Habían
desaparecido. Relajó la marcha hasta terminar andando a pasos
cortos, hundiendo su calzado en la nieve.
De pronto escuchó un gran ajetreo cerca de él. El corazón se le
aceleró. Llegó a una plaza muy grande en cuyo centro había una
fuente inmensa, y allí, horrorizado, vio como se aplegaba el grueso
del pequeño ejército de títeres que el muñeco sin rostro había
reunido para darle caza.
Quiso salir corriendo por alguna de las callejuelas adyacentes,
pero ya era demasiado tarde.
*
Cuando despertó, John se sentía confuso y algo maravillado. Su
sueño había sido como estar en un videojuego, y todo era tan
bonito... Aún sentía en su fuero interno la aceleración provocada
por la creciente tensión de la pesadilla, aunque no le hubiese
importado volver a sumirse en ella. Era la tercera vez que se
despertaba esa noche, las cuatro de la madrugada.
Se levantó y fue al sofá a fumarse un cigarrillo y recapitular.
En las últimas noches estaba acumulando una cantidad ingente de
sueños varios, pero desde luego el recuerdo de ese poblado decorado
por navidad se llevaba la palma. Quería dar con ese lugar, con esos
títeres, y no cesaría en su empeño hasta conseguirlo.
Una vez hubo amanecido, John se sirvió una taza de café bien
cargado, se situó frente a la máquina de escribir y se puso manos a
la obra.
*
Se aproximaban las fechas navideñas. El frío y las nevadas ya
hacían acto de presencia en el pequeño poblado de Los Sin Rostro.
En el tranquilo poblado, los habitantes se dedicaban a sus quehaceres
con entrega y ahínco. En la taberna se servía caliente cerveza
amarga a cualquiera que quisiese entretenerse un buen rato a echar
una charla con amigos o consigo mismo. Los comercios vendían toda
clase de productos a los transeúntes, e incluso había una tienda
exclusivamente dedicada al mercado de los títeres y los peluches.
Dreaming John paseaba a su perro, Toby, por las calle donde se
encontraba la tienda con su gran escaparate. Se trataba de un husky
de gran tamaño para sus once meses de edad, adorable y muy activo.
Fue quien alertó a Dreaming John de lo que se estaba perdiendo.
– ¿Que pasa, chico? – Le dijo a Toby, cuando éste comenzó a
ladrar al escaparate de la tienda de títeres y peluches varios.
Fue entonces cuando Dreaming John quedó prendado por la belleza
de un muñeco, un títere, llamado Faceless. Como su propio nombre
indicaba, no tenía rostro, pero emanaba personalidad por los cuatro
costados. Dreaming John dejó a Toby fuera de la tienda unos
instantes y minutos después salía de ella con Faceless bajo el
brazo.
Fueron directos a casa, pues se moría por verlo colocado justo
donde había pensado al verlo, al lado del estupendo árbol de
navidad que Dreaming John estaba acabando de preparar cerca de su
gran chimenea.
*
John dejó la máquina de escribir y se encendió un pitillo.
Salió al balcón donde un soleado día de verano caía sobre el
exterior sin piedad alguna. Pensó en su pequeño y frío poblado, en
cómo Faceless se las iba a arreglar para coger vida propia y armar
su pequeño ejército de secuaces, y de qué modo iba a aterrorizar a
todo el poblado con su marcha.
Ese mundo tenía mucho más encanto que la vida de John, que
tristemente pensó en su fallecida Mae, la mujer con la que había
compartido las últimas dos décadas de su vida. Estaba destrozado y
muchas veces lo único que le quedaba para agarrarse era el
fantasioso mundo onírico que su mente creaba noche tras noche.
Faceless no parecía tener miedo a nada, ni sentir dolor, solo
ganas de pasárselo bomba aterrorizando con su simpática marcha a
propios y extraños.
John apuró su cigarro y entró en su casa. Eran las diez de la
mañana de un caluroso día de septiembre, pero él podía viajar a
otro lugar, a otra estación, a otra realidad.
*
Cuando Dreaming John colgó la última de las bolas de navidad en
el árbol, cayó en la cuenta de que Faceless no estaba donde debería
estar. De hecho, no estaba en ninguna parte. Había desaparecido.
En plena noche, Dreaming John se puso su chaquetón y salió a la
calle apresuradamente, sin ni tan siquiera despedirse de Toby, para
buscar a su títere.
Pensaba que se lo debían haber robado, pero lo cierto es que él
no se había movido en toda la tarde noche del comedor y Toby había
estado bien tranquilo todo el rato.
No tenía sentido, pero menos aún lo tenía pensar que Faceless
había comenzado por arte de magia a mover sus patitas y se había
ido de casa.
Fue directo a la tienda donde lo compró. Nada, absolutamente
nada. El escaparate estaba vacío. A Dreaming John se le aceleró el
corazón. ¿Cómo era posible que se hubiesen vendido de golpe las
más de doscientas piezas que allí se exhibían?
Desolado por la pérdida, Dreaming John pasó la noche en la
taberna, donde el tabernero no daba crédito a lo que sus oídos
escuchaban.
– ¿Un títere, dice? ¿Desaparecido? – Él iba llenando
jarras, era todo cuanto le interesaba de la conversación con aquel
loco recién llegado a Los Sin Rostro.
Cuando despertó a Dreaming John, éste se percató de que se
había quedado dormido en la barra de la taberna, y que ya amanecía.
La taberna no cerraba nunca, al parecer.
Muerto de frío, pisó la calle dispuesto a aceptar su fracaso y
regresar a casa junto a Toby.
Cual fue su sorpresa cuando vio a Faceless al final de su calle,
con las piernecitas bien abiertas y apoyadas firmemente en el suelo,
señalándole con una de sus pequeñas manos de madera.
Quiso ir corriendo y llenar de besos la zona donde debería haber
un rostro, pero en ese momento montones de títeres y peluches
salieron del callejón cercano a Faceless a toda velocidad, en
dirección a Dreaming John.
Éste se puso a correr en dirección contraria, fascinado por lo
que le estaba ocurriendo, maravillado por la belleza del poblado que
lo rodeaba como si lo estuviese viendo por vez primera, y
aterrorizado por lo que aquel pequeño ejército estaba dispuesto a
hacerle.
*
John negaba para sus adentros. No quería acabar con esa historia.
Por primera vez desde que Mae muriera, estaba emocionado por algo. El
nombre del pequeño poblado era Los Sin Rostro, de modo que ahí
había un enigma por resolver.
Sumido en un llanto profundo, se hizo con papel de lija a raudales
y se encerró en su cuarto de baño. Desesperado, se miró al espejo
por última vez. Y comenzó a lijar. Con tanto ímpetu y decisión
que pronto se le deshicieron los ojos y, notando el húmedo papel de
lija en lo que quedaba de su rostro, siguió y siguió para
convertirse en el primer habitante de ese poblado imaginario llamado
Los Sin Rostro.
Le resultaba divertido. Entre alaridos de dolor incluso se le
escapó alguna que otra pequeña carcajada. Estaba siendo una de las
experiencias más terriblemente entretenidas de toda su vida.
*
El escritor, contrariado, dejó de escribir esa curiosa historia.
A su lado un árbol de navidad se erguía bello y acogedor junto a
Faceless.
Desde que lo encontró tirado por las calles de un pequeño
poblado norteño, no había desmontado ni una sola vez el árbol de
navidad que, según creía, mantenía satisfecho al títere.
Había algo de macabro en su gracioso gesto, algo oscuro entre
tanta lucecita. Una vez soñó que Faceless lo perseguía. Pues bien,
el dichoso títere ya tenía su historia y su víctima.
El escritor salió a la calle en un soleado día de principios de
otoño. Estaba dispuesto a disfrutar de su vida al máximo, a luchar
por ella, pero de ninguna manera se le ocurriría jamás comprar lija
alguna.
Pensar en Faceless le hacía sentir bien. Era como llevar con uno
mismo lo mejor del espíritu navideño durante todo el año. Y lo
peor de un mundo macabro y desconocido, también.
Faceless, el títere, era una arma de doble filo.
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