jueves, 5 de septiembre de 2013

La extinción de dos plantas



Amaneció besando el calor de una llamarada.

En pleno centro del bosque profundo, como si estuviese tirándose, en algún lugar e instante, a la princesa de Avatar, sentía arder su propia piel.
Inconexo y paranoico. Era, sin duda, una esquiva parábola en su tiempo inconsciente.

No obstante, vivía. Vivía un ciclo vital lo suficientemente complejo como para esquivar la etiqueta de irreal. Ahí estaban los sentimientos, los sueños, las intuiciones y todos los demás.

-- Vaya, de modo que nombrándome.  -- Intuición se apoyó en la mesa donde tecleaba el solitario personaje. De un modo severo a la par que simpático fijó su mirada en la pantalla, mientras poco a poco desvió su mano izquierda hacia el tenso hombro del escritor.  -- Mira chico, aquello fue gordo, tal y como te dije que podría ser.  -- Intuición se giró hacia él, apoyando su trasero en el pequeño mueble, justo frente a la impresora. Asintió en silencio un par de veces y prosiguió: 
-- Todo tiende a adelgazar si no se dispone de alimento que dar.  -- Soltó justo antes de estallar en carcajadas.  -- Eso es lo que dice un viejo conocido mío. También he escuchado de manos de un buen amigo que hay cosas que, una vez plasmadas, permanecen inmutables en el único lugar infranqueable del ser humano. 
El hombre quedó inmóvil.
Horas antes derramaba lágrimas en solitario. Minutos antes desdoblaba su personalidad dirigiéndola a un enfrentamiento deportivo casero. Segundos antes...

Segundos antes estallaba ante sí el mundo imposible. Su única posibilidad.

Dirigió su mirada hacia Intuición, topándose con un bofetón. En el lapso que su rostro tardó en deformarse, reformarse y ejecutar una mueca, ya tenía un dedo fregándole el ojo izquierdo. Apuntaba a un lugar no demasiado remoto e imposiblemente lejano y olvidado.

El frío no era un problema.
Caminaba resuelto, ahogando un atisbo de inquietud en un mar de resolución.
Conciencia seguía tan desaparecida como presente, imponiendo el escenario mental desde, quizá, alguna de las preciosas estrellas que presumían sobre él. Que retaban dentro de él. Que susurraban a través de él.
El segundo cigarro en un demasiado escueto cúmulo de pasos lo condujo a torcer la calle y ver el farolillo.

El joven, adolescente, viejo y moribundo bar.
La última Taberna.

Entró. 
El humo le hizo inspirar luciendo una amplia sonrisa. Las primeras miradas fugaces, los primeros tímidos empujones y la recién nacida ansiedad lo llevaron hacia el taburete.
En pocos instantes tenía media cerveza en el cuerpo y algo de interés por el derrotado, aunque tenso, personaje que bebía a un par de palmos de él.
Hablaba sin cesar con melancólica mirada, como si un catastrófico desastre extendiese su sombra sobre el entorno del modo más cruel. Lentamente y sin vuelta atrás.

Se desentendió del individuo dirigiendo su ya encendida mirada al impresionante repertorio de alcohol que yacía frente a él. Majestuoso en el pasado, cabría decir. Algo se deshinchaba en el ambiente. Algo no encajaba. Cuando de repente entró la pieza de ese Tetris improvisado.

Media hora y el piso superior adquiría no solo el color de antaño, sino todo el abanico que el término calidez pueda conllevar.

Cuadros arrancados regresaban a su legítimo lugar.
Y recuerdos enterrados resurgían hacia idéntico sitio.

Farolillos reemplazados brillaban con la bohemia de mejores tiempos.
Y averiadas brújulas calibraban sus mecanismos hacia momentos evaporados.

Conjunciones emotivo-musicales arrasaban su interior.
Y cansadas arrugas en su mirada se apartaban ante el sol que amanecía.

El alcohol subía las escaleras y descendía a través de su garganta. Su alma quería estar en casa. Y su casa estaba maldita. El contaminado presentimiento del piso inferior infectaba el ambiente. Salvo su mesa. Curioso escudo el formado por la persona que yacía frente a él y su propia persona.
El tiempo perdía sentido. El exterior se difuminaba. Dos pasados, dos ríos de barro, abrazándose y sellando una eterna unión que con el tiempo se tornaría rocosa. Con cierta predisposición a las brechas, con total torpeza ante la separación.

Ya corría un enigmático número de rondas cuando, por enésima vez, acudió al meadero.
-- Veo que has regresado. -- La voz apenas lo sobresaltó. Respondió instantáneamente:
-- Lo mismo te digo. --  La amarga risa apenas resultó audible. 
-- Vamos, sabes que tuve que irme por el bien común. No nos ha ido nada mal, aunque está claro que empiezas a desfilar de un modo un tanto anárquico.  -- Conciencia lo miraba desde su oscura altura, inexpresivo y contundente, como siempre.
-- No necesito ningún consejo ahora mismo vieja amiga. Se muy bien cuantas son las conversaciones que tenemos pendientes. Y se muy bien hacia donde irá el asunto. Ahora estoy en el hospital, deja que sane mis heridas.

Una segunda voz lo sobresaltó, aquel asqueroso lavabo parecía ya una asamblea.
-- ¡Bravo! Vienes aquí sin norte, y acabas apuntando a la cima de la maldita montaña con unas igualmente inmensas copa de whisky y sonrisa.  -- Resolución lo contemplaba a tiempo partido mientras intercambiaba miradas de complicidad con Conciencia. Eso solo podía significar una cosa: El caótico equilibrio había regresado.

Salió velozmente para encontrarse con el ambiente que tanto le sanaba.
Una mirada, un aroma, un tacto de madera tirando a piel y un roce de piel tirando a madera. Una canción, mil ruidos, un reloj parado y un permanente volcán en erupción. Sentimientos por los aires, recuerdos danzando en imaginaria eternidad, atados por una mente que nunca terminó de irse.

Paz.
Paz ante un vestidor con prendas cargadas de nostalgia manchada de ira.
Y el caos envolviendo todo el local.

Se sumergió en él como lo haría un peregrino al borde de la muerte por sed en un infinito desierto al dar con un oasis. No un charco ni un lago. Un precioso oasis que ya definió su vida no mucho tiempo atrás y que ahora volvía a abrir sus ojos y a inundar sus sentidos.
Se perdió en la profundidad de sus transparentes aguas y disfrutó de cada bocanada suicida, de cada caricia de la fría corriente en su desnudo cuerpo, de cada alivio exhalado en forma de sonrisa, de cada reencuentro y cada recuerdo de pérdida.

Torcía la calle y veía el farolillo.
Entraba la reina del Tetris y subía las escaleras.
Relajaba todo su ser mientras el escenario retroalimentaba su imperecedera esencia.
Meaba conversando con Resolución y, ni más ni menos, la reaparecida Conciencia.
Nadaba. Buceaba y surfeaba por las aguas del oasis que lo mantenía a salvo desde hacía más de un año. Lo sentía como la primera vez. Inmenso y cerrado.
Ya nunca se le escap...
-- El local cierra. -- El hombre derrotado había subido hasta su posición para escupir las terribles palabras.

El resto de la historia podría haberla escrito de no ser por el estirón que sintió en su espalda, que casi desgarra sus ropajes.
-- Este es el fin del relato, ¿No crees? 

Lo malo que tiene Intuición, meditó encendiéndose un cigarro, es que, con o sin razón, siempre es recomendable hacerle caso.

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