jueves, 5 de septiembre de 2013

No hay gris en las alas



Suele ser corriente ver a las personas usar tonos grisáceos en los lienzos de sus vidas.
Justifican que en la vida no todo es blanco o negro. De un modo genérico ajustan sus listones para no estar nunca del todo mal, pagando el precio de no poder estar nunca del todo bien.
Obviamente desean esa supuesta completa felicidad, lanzándose como lobos cuando la vida les pone peldaños delante. En completo silencio, temerosos de que alzar la voz con respecto a sus verdaderos deseos los vuelva a alejar de ellos, van jugando al escondite con la vista puesta en la suerte.
Suerte sin esfuerzo, una extraña pareja de baile.
Porqué cuando de verdad tienen los peldaños frente a ellos, se amparan en la fácilmente accesible base de excusas que el caos de una vida exenta de empatía proporciona. Ciegos voluntariamente al hecho de que todo es en verdad simplificable a un mismo y sencillo asunto, se escabullen de la responsabilidad impregnada en todos y cada uno de los actos en vida, tratando de pasarle el marrón al impredecible mañana.

La vida no es ninguna tienda de grises. La vida es un pintor totalitario. Los grises son suyos, del mismo modo que la totalidad de lienzos en activo. De modo que si ante tan poderoso compañero de fatigas, pretendemos plasmar nuestra propia realidad y forjarla pincelada a pincelada, no queda otra que hacer uso de las tonalidades más puras e intensas que podamos imaginar.
Y seguir usándolas. Una, y otra, y otra vez.
Pues la vida lanzará auténticos charcos de grises sobre nuestro cuadro, dejando constantemente el aspecto final moderadamente parecido a nuestros deseos si de veras hemos perseguido con entereza y sinceridad nuestro objetivo.

Todo simplificable a un mismo asunto.
El ámbito laboral con idéntica raíz que el mundo del deporte. El universo del arte compartiendo núcleo con la filosofía. La metáfora de los lienzos contemplando en un espejo el reflejo de una batalla invisible entre la luz y la oscuridad.

Negros muñones curvando la espalda de personas presumiendo de su búsqueda del bien.
Impolutas alas blancas extendiéndose sobre aparentemente sucios seres.
Un sinfín de ejemplos de los cuales solo hay que extraer la paja para atisbar donde mora la más sencilla de las verdades.
Una buena persona se entrena en alma, cuerpo y mente para comprender, tirar armas y exprimir los mundos a los que tiene acceso para que los que le rodean reciban el lote.
Una mala persona se entrena en cuerpo y mente para contemplar su vida consciente como un todo perfectamente limitado en el que lo único que importa es el bienestar personal. Mientras eso no se logre, mediante manipulación, fuerza bruta, chantaje, traición y crueldad, se mira de reojo la cuenta atrás que limita el tiempo para lograrlo.

Metafóricamente hablando, se sitúan al final del tablero para conquistar las casillas anteriores. Casillas que requieren humildad, sinceridad, empatía, compasión o honestidad para al ser cruzadas proporcionar sabiduría, son aplastadas por la ficha que falsifica todo ello, y que lo único que aporta en última instancia es una potente mezcla de oscuridad e ilusión de poder.

Normalmente un importante número de seres humanos avanzan con tal resolución a la caza de sus objetivos, deseos e incluso sueños, que no se paran a conocerse a sí mismos antes de siquiera tirar el primer dado.
Ese primer error los aboca a sentir inseguridad en lugar de humildad al empezar a moverse. También a sentir ansias de ocultar en sustitución de la sinceridad, a priorizar su propio ser por encima del entrenamiento por comprender el interior de sus semejantes, a tender hacia el castigo mediante legítimas fuerza y poder en lugar de inaugurar el aprendizaje que mediante dicha comprensión permite repudiar nuestros actos antes de ejecutarlos.
Ese primer error dibuja en el lienzo la inmensa carcajada del que para sentirse elevado requiere de aplastar a los demás, borrando de su interior por siempre jamás la más pura tonalidad de la honestidad.

Bien es cierto que todo ser puede reiniciarse y recorrer cuanto menos la primera casilla del tablero con los valores adecuados.
Pero igual de cierto se antoja el hecho de que el situarse en última casilla para conquistar desde ahí sin sabiduría ni aprendizaje, desata un huracán en el océano interior que cada ser humano posee. El fenómeno suele mostrar constantemente idéntica violencia. La trampa de las fuerzas de la oscuridad es traspasar al navegante sumido en la gran tormenta la sensación de control sobre el huracán. Combinando ambas energías, el ser humano es arrastrado de por vida, hipnotizado por el espectáculo de poder, totalmente alejado de la realidad.
Una realidad que muestra segundo a segundo como un ser inmóvil en la casilla de salida, con los ojos cerrados y sonrisa pérfida en el rostro, se va oscureciendo al mismo tiempo que unos muñones negros van tomando forma de pequeñas alas de idéntico color.

En el mismo plano de realidad, un ser humano ávido de sabiduría y capaz de mirar sin miedo a los ojos de la existencia, caerá en la cuenta de que unas totalmente desarrolladas alas blancas se dibujan en su lienzo personal.
Cualquier espejo, sin embargo, le mostrará lo contrario.
La fe en sus propias creencias y pequeñas muecas en personas semejantes a él, formarán el único núcleo que pueda probar el hecho de tal visión.
Sin necesidad de armas o diferentes planos de conciencia que oculten oscuros secretos, esa persona dispondrá de un afable y directo trayecto de por vida.

El juego, pues, cuenta con una base limpia, siendo el escenario una eterna lluvia de infinitos tonos grises. Pero no se trata únicamente de un asunto relativo a la resolución o a la resistencia. Luz y oscuridad quedarán condenados a compartir camino, como si a su vez las personas que mueven sus fichas fuesen en sí mismas fichas de un juego aún mayor.

La evolución personal es constante.
Los negros muñones del supuesto amo del huracán se tornarán alas negras una vez el individuo posea la más profunda certeza personal de que prefiere atacar a sus miedos e inseguridades dándoles la forma de seres diferentes a él, a enfrentarse a pecho descubierto a la caótica lluvia de grises que eclipsa y amenaza con mutar sus más secretos deseos.
Las invisibles alas blancas del ser humano que avanza firme y sincero permanecerán tan desarrolladas como sea su propia resolución. Incluso serán reveladas cuanto mayor sea su proximidad a la oscuridad.

Millones de lienzos repartidos en ese salvaje campo de la existencia. Blancos y negros, siendo pintados con sus respectivamente inversos colores. Y la eterna lluvia de grises que tienta a ambos a pasarse al otro extremo.

La oscuridad tiende a utilizar las más claras tonalidades para provocar procesos que contagien de negrura al máximo perímetro que pueda alcanzar.
La luz posee la capacidad de recibir oscuras tonalidades para emanar cantidades exponencialmente mayores de blanca iluminación.
Ambos están mutuamente sujetos en la eterna danza de este plano de realidad.

Solo existe un método para cambiar la dinámica de toda una vida.
Hay que arrancarse las alas, pues mientras nos quede aliento volverán a crecer de cero.
Y eso, como siempre ha ocurrido, contiene una longeva invitación al purgatorio.
Hay que ser muy valiente para ascender a la luz desde la oscuridad.
Hay que ser muy fuerte para iniciar la caída libre hacia la oscuridad partiendo de la fuente de la luz.

El resto de elecciones son tan grises como moderada es la dificultad que ofrecen.
La batalla real por el desarrollo de lo único que nos quedará al hallar la muerte es encarnizada y extremadamente intensa en muchos de sus puntos.
Solo existen dos bandos. Solo dos colores.

Y eso es algo que se puede atisbar saliendo a la calle cada día, en cualquier pintor.
Pues nunca ha habido ni habrá gris en las alas.

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