Suele ser corriente ver a las personas
usar tonos grisáceos en los lienzos de sus vidas.
Justifican que en la vida no todo es
blanco o negro. De un modo genérico ajustan sus listones para no
estar nunca del todo mal, pagando el precio de no poder estar nunca
del todo bien.
Obviamente desean esa supuesta completa
felicidad, lanzándose como lobos cuando la vida les pone peldaños
delante. En completo silencio, temerosos de que alzar la voz con
respecto a sus verdaderos deseos los vuelva a alejar de ellos, van
jugando al escondite con la vista puesta en la suerte.
Suerte sin esfuerzo, una extraña
pareja de baile.
Porqué cuando de verdad tienen los
peldaños frente a ellos, se amparan en la fácilmente accesible base
de excusas que el caos de una vida exenta de empatía proporciona.
Ciegos voluntariamente al hecho de que todo es en verdad
simplificable a un mismo y sencillo asunto, se escabullen de la
responsabilidad impregnada en todos y cada uno de los actos en vida,
tratando de pasarle el marrón al impredecible mañana.
La vida no es ninguna tienda de grises.
La vida es un pintor totalitario. Los grises son suyos, del mismo
modo que la totalidad de lienzos en activo. De modo que si ante tan
poderoso compañero de fatigas, pretendemos plasmar nuestra propia
realidad y forjarla pincelada a pincelada, no queda otra que hacer
uso de las tonalidades más puras e intensas que podamos imaginar.
Y seguir usándolas. Una, y otra, y
otra vez.
Pues la vida lanzará auténticos
charcos de grises sobre nuestro cuadro, dejando constantemente el
aspecto final moderadamente parecido a nuestros deseos si de veras
hemos perseguido con entereza y sinceridad nuestro objetivo.
Todo simplificable a un mismo asunto.
El ámbito laboral con idéntica raíz
que el mundo del deporte. El universo del arte compartiendo núcleo
con la filosofía. La metáfora de los lienzos contemplando en un
espejo el reflejo de una batalla invisible entre la luz y la
oscuridad.
Negros muñones curvando la espalda de
personas presumiendo de su búsqueda del bien.
Impolutas alas blancas extendiéndose
sobre aparentemente sucios seres.
Un sinfín de ejemplos de los cuales
solo hay que extraer la paja para atisbar donde mora la más sencilla
de las verdades.
Una buena persona se entrena en alma,
cuerpo y mente para comprender, tirar armas y exprimir los mundos a
los que tiene acceso para que los que le rodean reciban el lote.
Una mala persona se entrena en cuerpo y
mente para contemplar su vida consciente como un todo perfectamente
limitado en el que lo único que importa es el bienestar personal.
Mientras eso no se logre, mediante manipulación, fuerza bruta,
chantaje, traición y crueldad, se mira de reojo la cuenta atrás que
limita el tiempo para lograrlo.
Metafóricamente hablando, se sitúan
al final del tablero para conquistar las casillas anteriores.
Casillas que requieren humildad, sinceridad, empatía, compasión o
honestidad para al ser cruzadas proporcionar sabiduría, son
aplastadas por la ficha que falsifica todo ello, y que lo único que
aporta en última instancia es una potente mezcla de oscuridad e
ilusión de poder.
Normalmente un importante número de
seres humanos avanzan con tal resolución a la caza de sus objetivos,
deseos e incluso sueños, que no se paran a conocerse a sí mismos
antes de siquiera tirar el primer dado.
Ese primer error los aboca a sentir
inseguridad en lugar de humildad al empezar a moverse. También a
sentir ansias de ocultar en sustitución de la sinceridad, a
priorizar su propio ser por encima del entrenamiento por comprender
el interior de sus semejantes, a tender hacia el castigo mediante
legítimas fuerza y poder en lugar de inaugurar el aprendizaje que
mediante dicha comprensión permite repudiar nuestros actos antes de
ejecutarlos.
Ese primer error dibuja en el lienzo la
inmensa carcajada del que para sentirse elevado requiere de aplastar
a los demás, borrando de su interior por siempre jamás la más pura
tonalidad de la honestidad.
Bien es cierto que todo ser puede
reiniciarse y recorrer cuanto menos la primera casilla del tablero
con los valores adecuados.
Pero igual de cierto se antoja el hecho
de que el situarse en última casilla para conquistar desde ahí sin
sabiduría ni aprendizaje, desata un huracán en el océano interior
que cada ser humano posee. El fenómeno suele mostrar constantemente
idéntica violencia. La trampa de las fuerzas de la oscuridad es
traspasar al navegante sumido en la gran tormenta la sensación de
control sobre el huracán. Combinando ambas energías, el ser humano
es arrastrado de por vida, hipnotizado por el espectáculo de poder,
totalmente alejado de la realidad.
Una realidad que muestra segundo a
segundo como un ser inmóvil en la casilla de salida, con los ojos
cerrados y sonrisa pérfida en el rostro, se va oscureciendo al mismo
tiempo que unos muñones negros van tomando forma de pequeñas alas
de idéntico color.
En el mismo plano de realidad, un ser
humano ávido de sabiduría y capaz de mirar sin miedo a los ojos de
la existencia, caerá en la cuenta de que unas totalmente
desarrolladas alas blancas se dibujan en su lienzo personal.
Cualquier espejo, sin embargo, le
mostrará lo contrario.
La fe en sus propias creencias y
pequeñas muecas en personas semejantes a él, formarán el único
núcleo que pueda probar el hecho de tal visión.
Sin necesidad de armas o diferentes
planos de conciencia que oculten oscuros secretos, esa persona
dispondrá de un afable y directo trayecto de por vida.
El juego, pues, cuenta con una base
limpia, siendo el escenario una eterna lluvia de infinitos tonos
grises. Pero no se trata únicamente de un asunto relativo a la
resolución o a la resistencia. Luz y oscuridad quedarán condenados
a compartir camino, como si a su vez las personas que mueven sus
fichas fuesen en sí mismas fichas de un juego aún mayor.
La evolución personal es constante.
Los negros muñones del supuesto amo
del huracán se tornarán alas negras una vez el individuo posea la
más profunda certeza personal de que prefiere atacar a sus miedos e
inseguridades dándoles la forma de seres diferentes a él, a
enfrentarse a pecho descubierto a la caótica lluvia de grises que
eclipsa y amenaza con mutar sus más secretos deseos.
Las invisibles alas blancas del ser
humano que avanza firme y sincero permanecerán tan desarrolladas
como sea su propia resolución. Incluso serán reveladas cuanto mayor
sea su proximidad a la oscuridad.
Millones de lienzos repartidos en ese
salvaje campo de la existencia. Blancos y negros, siendo pintados con
sus respectivamente inversos colores. Y la eterna lluvia de grises
que tienta a ambos a pasarse al otro extremo.
La oscuridad tiende a utilizar las más
claras tonalidades para provocar procesos que contagien de negrura al
máximo perímetro que pueda alcanzar.
La luz posee la capacidad de recibir
oscuras tonalidades para emanar cantidades exponencialmente mayores
de blanca iluminación.
Ambos están mutuamente sujetos en la
eterna danza de este plano de realidad.
Solo existe un método para cambiar la
dinámica de toda una vida.
Hay que arrancarse las alas, pues
mientras nos quede aliento volverán a crecer de cero.
Y eso, como siempre ha ocurrido,
contiene una longeva invitación al purgatorio.
Hay que ser muy valiente para ascender
a la luz desde la oscuridad.
Hay que ser muy fuerte para iniciar la
caída libre hacia la oscuridad partiendo de la fuente de la luz.
El resto de elecciones son tan grises
como moderada es la dificultad que ofrecen.
La batalla real por el desarrollo de lo
único que nos quedará al hallar la muerte es encarnizada y
extremadamente intensa en muchos de sus puntos.
Solo existen dos bandos. Solo dos
colores.
Y eso es algo que se puede atisbar
saliendo a la calle cada día, en cualquier pintor.
Pues nunca ha habido ni habrá gris en
las alas.
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