martes, 3 de septiembre de 2013

La esquiva luz de Stela



La mente de un niño suele ser la más pura de todas.

Pureza en luz y oscuridad, pues los sueños se ansían con temblor en el cuerpo y las pesadillas se dejan atrás con pánico reflejado en los ojos.

Esta es la historia de un niño que quiso encontrar una luz cegadora en un mundo de sombras.
Un niño que para comenzar a construir su casa, diseñó a partir de sus ideales el más alto adorno del que sería un lujoso tejado.
Una vez hubo terminado tan magnífico colofón, lo guardó en el lugar más recóndito y escondido de su interior, para confundirlo en esa parte de la mente donde todo se vuelve abstracto. Para olvidarlo a medida que miles de nuevos sueños de menor escala se amontonaban a su alrededor.
Sin embargo, no contaba con que dicho objeto había sido construido con tal mimo, corazón e idealismo, que al guardarlo en su interior lo había transformado en un generador alternativo de energía, en una brújula en perfecto funcionamiento, en una arma de doble filo.
Era todas esas cosas.
A medida que las fuerzas se apagaban tímidamente en sus primeros pasos, comenzó a percibir como la esperanza de algo que había olvidado lo obligaba a levantarse del suelo, lo forzaba a dar resueltos pasos y lo invitaba a no estancarse mirando atrás más de lo estrictamente necesario.
Si en algún momento sentía que algo fallaba, tiraba de instinto para escoger los términos de sus cada vez más profundas meditaciones. En ellas se perdía entre oscuros parajes de la mente humana, estremeciéndose al escuchar a lo lejos los truenos de una espectacular tormenta, ahí donde el bosque termina para dar paso al rocoso terreno plagado de abismos al que todos estamos invitados a acudir.
Deambulando entre sombras, de repente veía lo que andaba buscando. Un hilillo de luz, prácticamente invisible, pero de algún modo intenso como el mayor de los deseos que pudiese tener en vida. Trazaba un camino, y el niño se limitaba a seguirlo hasta que, al cabo de unos cuantos pasos, podía abrir los ojos y saber hacia donde debía dirigirse en su vida hipotéticamente real.
Era en su interior, donde alejado de su primera capa de conciencia, pasado por alto por cualquiera que le rodease, brillaba con fuerza durante las fases de meditación un pequeño objeto, demasiado hermoso como para tener cabida en un mundo corrupto, cuya luz, curiosamente, se asemejaba sobremanera a la difuminada aura que desprendía el hilillo de luz que guiaba sus pasos cuando todas las demás luces parecían languidecer.
En su caminar se sentía muchas veces hastiado. Pese a su tenaz persecución de algo que no lograba recordar, no parecía verse acompañado por nadie. Continuamente contemplaba a más niños, algunos ya adultos, acampando e incluso instalándose en pequeños claros alejados del oscuro bosque que todo lo invadía, a la luz de pequeñas farolas, risueños y distraídos como si no existiese nada más que una especie de necia autocomplacencia.
Se preguntaba por qué el no podía estar en esos claros por demasiado tiempo, por qué le producía tanta repulsión toda esa gente. A fin de cuentas, no le habían hecho nada malo salvo chismorrear a sus espaldas un puñado de ocasiones y lanzarle algunas piedras entre risas.
Con el tiempo, a medida que el niño creció, fue percatándose de los cimientos de su propia angustia. Por un lado los ya adultos habitantes de los claros parecían mantener una especie de intenso conflicto con él, pues de las pequeñas piedras entre risas habían pasado a herirle con armas blancas y munición pesada, a parte de colocar infinidad de cepos y demás trampas en la parte menos profunda de los bosques.
Comenzó a ver más personas que, como él, caminaban entre sombras a solas, como prosiguiendo paso a paso con una misteriosa búsqueda. Se sucedían las agresiones a todas ellas del mismo modo o de una forma mucho más atroz que hacia su propia persona. 
Aprendió a fabricarse sencillas máscaras, pues observando a los habitantes de los claros atisbó en un puñado de ocasiones como algún peregrino del bosque recurría a ellas para atajar por un claro su camino, despertando únicamente a su alrededor sonrisas y falsa complicidad con apenas un puñado de gestos y palabras.
Resuelto el problema que tanto le limitaba y retenía, ya habiendo aceptado que su vida sería posiblemente una eterna búsqueda de algo que se le escapaba de su memoria, decidió que quizá en las sombras más oscuras podría atisbar con más claridad el haz de luz que le guiaba hacia esa promesa que de tanta felicidad futura le llenaba.
Así fue como se jugó el todo por el todo. La colección de máscaras se incrustó, una por una, en su rostro y mente, y solo en su interior ante el reflejo de su propia soledad se encontraba con el niño que construyó algo magnífico, y que decidió caminar toda la eternidad si era necesario para dar con una base digna de servirle de apoyo.
Las semanas se fusionaron en meses y éstos en años.
Efectivamente, el hilillo de luz se intensificaba cuanto mayor era la oscuridad que lo envolvía. Todo parecía tener cada vez más sentido, el juego de máscaras se había pulido hasta un punto enfermizo. 
Intercalando meditación y peregrinaje su destino parecía acercársele a pasos agigantados, mientras que la oscuridad en la que tantas veces se zambullía hacía cada vez más mella en su desgastado interior.
Y aconteció un día que unas pocas gotas salpicaron su rostro en sueños. Por vez primera la lluvia aparecía en sus bosques del subconsciente. Aterrado, abriendo los ojos de par en par, contemplo como el cielo se iluminaba con una horripilante luz de miles de relámpagos zigzagueando en un cielo demasiado próximo a él.
La gran tormenta le había alcanzado o, lo que era peor, el hilillo de luz lo había llevado hasta ella.
Las máscaras se turnaron a cortas ráfagas para aparecer en su rostro, conformando un caótico conjunto de muecas que reflejaban un absoluto caos de sentimientos. Una de ellas, entre carcajadas, intentó asir la más intensa que nunca luz, y tiró de ella con fuerza para atraer hacia él lo que llevaba toda una vida persiguiendo.
Ante el horror del niño que gemía en lo más profundo de su interior, la luz se desvaneció por completo, mientras las máscaras se fusionaron dando forma a un horrible rostro que infectó con todo el odio y la desesperación acumulados a prácticamente todo su ser.
El suelo tembló a sus pies y al dirigir su colérica mirada a él, no vio hierba, sino roca. Un desolador paisaje se extendía a su alrededor, interrumpido aquí y allá por precipicios que no eran sino el comienzo de infinitos abismos teñidos de dolor y desesperanza.
El suelo vibró de nuevo, esta vez de un modo más violento. Recuperándose lentamente de su dantesca transformación, cayó en la cuenta de que eran los truenos los que provocaban los temblores, de que la lluvia le golpeaba con furia y de que, finalmente, su camino le había conducido al mismísimo centro de la catastrófica tormenta que años atrás le hacía estremecer.
La esperanza se diluía y la ilusión yacía moribunda en el lecho del desengaño. Fue entonces cuando el niño trató de emerger para volver a empezar tratando de aprender de sus errores.
Tamaña sorpresa le supuso no poder resurgir. Las máscaras habían cobrado vida propia y se reían de él cual habitantes de los claros. Si le empujaban hacia su interior con fuerza combinada, posiblemente el horripilante ser que dirigía sus pasos se haría con un eterno control de su alma.
Así sucedió. Cayó y cayó viendo como dejaba atrás ilusiones y sueños que nunca fueron alcanzados, todos ellos razonables, y justo cuando se preguntaba cuando se estrellaría contra la base de su ser, fue luz lo que encontró.
Manaba de un pequeño objeto, una promesa cargada de la mayor de sus ilusiones. Un objetivo al parecer heredado de un tiempo anterior a su propia vida. Entonces recordó. 
Abrió los brazos y sonrió. 
Quizá siempre fue un iluso. Quizá en los claros había todo cuanto debía haber en una vida. Quizá ese objeto que construyó era un imposible dada la inmensa complejidad a la que ataba al constructor para desarrollar luego su base. 
El niño moría junto con toda su ilusión, dando al monstruo de las máscaras un nombre y un cuerpo. Un instante antes de la colisión maldijo por vez primera. El había dado forma a su vida, había seguido su propio camino y había coleccionado todas las máscaras por separado. Y como si de un mago se tratase, lanzó un potente conjuro al monstruo que lo engullía para atar su destino al suyo propio. Imponiendo la ley del ojo por ojo, vaticinó al reventar contra el suelo la caída por caída.
Y así fue como el monstruo, tras destruir infinidad de claros con el fuego de su infierno personal, acabó donde empezó todo, rugiendo bajo la gran tormenta rodeado de abismos, donde al fin, muerto de una insaciable hambre, rodó precipicio abajo hasta iniciar la eterna caída por el negro abismo del sufrimiento.
Tanto el niño como el monstruo se arrastraron durante años desplazando su tullido y fracturado cuerpo por el suelo de oscuras cavernas impregnadas del hedor del rencor y el castigo.
Al meditar, la aberración que un mal día fue creada, aparecía en extraños lugares donde la gente bebía, se movía y sonreía sin reaccionar con pavor ante su presencia, saciando su sed a base de ingerir todo el líquido que pudiese retener. Rugía y se retorcía, pero solo aquellos que habían oído hablar de ella o habían sobrevivido a sus oscuros días parecían reaccionar, siempre con desprecio y repulsión.
Al mismo tiempo el niño se quedaba quieto, mientras dibujaba con sus uñas extraños proyectos, pequeños mundos de personas atacadas por la bestia o acogedores lugares prácticamente aislados de la corrupta realidad.
Ambos moribundos, dejaron que la llama de su casi nula esperanza se viese finalmente consumida tras una larga y agonizante espera. Sin fuerzas, el niño alzó su ojerosa mirada para mirar a los ojos al Viajero.
Para su sorpresa vio su pequeño objeto creado tanto tiempo atrás, brillando con una intensidad imposible, sostenido por una alta sombra que, imponente, le hacía sentir como una severa mirada le perforaba el alma mientras una mueca de sonrisa le tranquilizaba cual dulce caricia.

Lanzó el objeto hacia él y cuando se encontraba suspendido a medio camino, con un veloz movimiento, dejó al descubierto una gran espada sostenida por su otro brazo, que había permanecido oculta en su negro interior.

El mandoble final no se hizo esperar. Partió en dos el objeto que una vez quiso presidir el más precioso tejado del mejor hogar que jamás el niño pudo soñar para él y sus seres queridos, desparramando su luz interior por toda la inmensa caverna.

Antes de que la espada le abriese la cabeza, el niño pudo ver como millones de criaturas se retorcían a su alrededor, víctimas de su propia tortura eterna. 
Tras eso, con esa visión, la más absoluta oscuridad se ciñó al fin sobre él.

Soñó. 

Soñó con todo cuanto había vivido. Con lo que ya nunca viviría y lo que pudo haber sido.
Flotó en planos existenciales que le llenaban su aún raciocinio humano de una indescriptible angustia temporal.

Y ya dado por muerto, ahogado en las aguas donde tanto peleó por respirar, de repente sus ojos se abrieron de par en par.

La cueva, la espada y la luz.
La cueva iluminada como si un reluciente sol la enfocase.
La espada clavada en la roca ensangrentada, a medio palmo de su cabeza.
Confuso, se levantó. Un par de segundos le bastaron para dejar fluir un torrente de lágrimas incontrolado, mientras una risa histérica se entremezclaba con sus gemidos.
Estaba vivo.
Tenía una segunda oportunidad.
El hilillo de luz se encontraba justo delante suyo. Esta vez no se difuminaba ante la intensa luz emanada por el ya destruido adorno, sino que se dibujaba perfectamente ante su mirada indicándole la salida de la caverna sepultada en las profundidades del abismo por el que monstruo y niño se precipitaron en diferentes planos temporales.

Los seres moribundos no parecían percatarse de su presencia, comportándose como si siguiesen sumidos en la más sombría oscuridad. Avanzó sin pausa sintiendo como una inaudita paz interior le proporcionaba firmeza a sus pasos y resolución a su corazón.

Emergió de la cueva sin descanso.
Ascendió a las cumbres del abismo sin reposo.
Caminó hasta los bosques sin queja alguna.
Escuchó insultos desde todos los claros por los que pasó, soportó piedras lanzadas con cobardía hacia él y disparos a bocajarro de aquellos que un día creyeron que una máscara podía definir a un ser humano.
Lo soportó prácticamente sin esfuerzo alguno, pues en comparación a lo acontecido desde que llegó a este mundo, apenas significaban leves cosquillas para él. Quizá, en algún lugar de su interior, una bestia sedada se revolvía en sueños mostrando un atisbo de las fauces que no mucho tiempo atrás arrasaron con todo cuanto se cruzó en su camino.
Quizá todo cuanto ocurría a su alrededor carecía de relevancia al nacer de los claros que ya desde niño despreciaba, y se encontraba totalmente hipnotizado por el brillo y la consistencia del haz de luz que aún le indicaba el camino del mismo modo que lo había conducido hasta allí.
El hombre sabía a donde lo conducía, y pese a ignorar cuanta distancia debería caminar, sabía que podría hacerlo durante el resto de su vida.
Pero la clara visibilidad del hilillo luminoso indicaba la proximidad de su verdadera fuente.
Encontró habitantes en el bosque de los que hasta ese momento ignoraba su existencia, y detenía su avance encantado de disfrutar de su compañía. 
Sonriendo, una noche todos contemplaron una lluvia de estrellas. Saboreaba toda experiencia como si la estuviese viviendo por primera vez.
Y al fin, tras tantos años, supo de donde venía el haz de luz.
Emergía del núcleo de una estrella fugaz, que emanaba con gran intensidad el mismo color que nunca dejó de perseguir.
La estrella cayó en picado hacia una fatal colisión en una zona próxima a donde él se encontraba, pero a mitad de su descenso la coraza se abrió dejando caer a su alrededor docenas de brillantes fragmentos en llamas de diversos colores. 
Y quedó flotando una silueta.
Una preciosa silueta, cuyo rostro logro atisbar al encontrarse corriendo como un verdadero loco hacia ella. Emanaba la luz con la que había soñado despierto y presentido durmiendo durante toda su vida. El suelo desapareció a sus pies y se encontró cayendo hacia un lago. Ambos se sumergieron al mismo tiempo.
Al salir a la superficie, la encontró mirándole a los ojos.
Instantes después el beso en el que se fundieron hizo que la luz regase el interior del hombre saciando la sed del niño y de la bestia por igual.

Comprendió que el símbolo representado por el adorno que construyó décadas atrás seguía indemne pese a la destrucción del último, y que su construcción derivó en una búsqueda cuyo objetivo principal era el desarrollo de sólidos cimientos dignos de sostenerlo contra cualquier embestida de la vida o la muerte.

Los cimientos eran su personalidad, moldeada a base de profundas acometidas.
El adorno, el verdadero e indestructible adorno, era un corazón duro y tierno por igual, oscuro y luminoso en idénticas proporciones, que relucía por vez primera como si una eterna sonrisa hubiese sido tatuada en él.
La casa había sido construida, su hogar tenía forma.
Era caminar junto a ella.
Stela, se hizo llamar.
Regresando ya a la compañía de las criaturas del bosque incorruptibles, transformado en cuerpo y alma por la luz que ya corría por sus venas, contempló como a su alrededor en los claros el circo de máscaras y necias intenciones seguía dando cuerda a su macabro engranaje.

Sonrió.

- Que sigan jugando, yo viviré.


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