Raphael era una persona sencilla en su
corteza, con una vida merodeando entre lo rutinario y lo superficial.
Sin embargo, en no pocas ocasiones su interior había salido a escena
a jugarle extrañas pasadas.
Andaba él recordando al volante
algunas de ellas cuando, de pronto, un cosquilleo recorrió gran
parte de su espalda. No iba excesivamente rápido pero en esa fría y
oscura noche invernal levantó casi instintivamente el pie del
acelerador.
Su mirada comenzaba a buscar cosas
donde no las debía haber, mala señal.
Fue entonces cuando la vio, apenas unas
pocas curvas más adelante, curvada y sonriente.
La mujer, ataviada con un empapado
vestido azulado que se le pegaba al cuerpo, brillaba como una farola.
Lo más aterrador del caso era su desencajada sonrisa, que provocó
el volantazo de Raphael.
Una combinación de suerte y habilidad,
en ese orden, dejaron al coche en la calzada y a velocidad reducida.
Pero también la dejaron a ella adentro, bien lo sabía el hombre.
No tuvo huevos de girar su rostro hacía
el asiento del acompañante hasta bien pasado el tramo de bosque
donde se produjo el incidente. Cuando finalmente lo hizo, su pulso se
aceleró hasta cotas insospechadas, puesto que la mujer lo miraba
esta vez severa, con una expresión tan fría como el aura que
emanaba su empapado cuerpo.
En su cáscara Raphael sabía que
pasaría una mala noche pero al día siguiente retomaría su rutina.
En su fuero interno era consciente de
que se había llevado un regalo de la carretera ese día.
Y así fue como pasaron los días, las
semanas y los meses.
Se levantaba, desayunaba algo fresco,
hacía un poco de ejercicio, se duchaba y salía de su pequeño
céntrico piso a la calle. De camino a la fábrica, en contadas
ocasiones quedaba con algún familiar para tomar un café.
- ¡Estás en los huesos! - Le comentó
su padre en una ocasión. Bien era cierto de que no le sentarían mal
algunos kilos de más, pero a Raphael le pareció más bien una
exageración de su ya dado a tales labores progenitor.
Otras de las personas con las que
perdía cada vez más contacto eran su madre y su hermana, pues de
pronto su actitud hacia él se tornó más bien alicaída, depresiva
y distante. No le gustaban demasiado los problemas, de modo que
paulatinamente fue cerrando el contacto con ellas.
Su turno en la fábrica se lo sabía de
memoria, y solo un molesto y extraño pitido lo desconcentraba en muy
contadas ocasiones. Él insistía en arreglar la máquina averiada,
pero los de arriba parecían saberse de memoria el discurso de la
crisis de turno.
La vuelta a casa era un extraño paseo,
aburrido, como si siempre se presentasen ante él los mismos
desordenados acontecimientos bajo un extraño sol no perteneciente a
ninguna estación en particular.
Aunque era el subirse al ascensor lo
que daba sentido a su extraña vida.
Era el pistoletazo de salida.
Apenas unos segundos para acariciarse
la perilla y comprobar su aspecto, y ahí estaba ella. Podía verla
de refilón, nunca con el valor suficiente para girarse o clavar sus
ojos en esa fría mirada que el espejo reflejaba.
Los últimos quehaceres diarios le
resultaban una auténtica tortura, pues ella se reflejaba en cada
superficie dada al caso. Dormía tiritando de frío incluso con la
calefacción al máximo, y no encontraba motivo ni momento para
explicarle su situación a nadie en particular.
Así pasaron los días, las semanas y
los meses.
Un día reunió todo su valor y,
afeitándose en plena madrugada, clavó su mirada en la de la mujer.
Lo que vio lo dejó pasmado, era el
rostro más bello que había contemplado en toda su vida.
Aún llevaba su empapado vestido
azulado enganchado al cuerpo que, poco a poco fue quitándose. A cada
movimiento de su cuerpo un pitido se intensificaba, como si la
máquina estropeada del trabajo se hubiese mudado a su casa.
Tuvo que llevarse las manos a los oídos
de puro dolor cuando el pitido se hizo continuo.
De pronto todo se detuvo, era como si
no sintiese siquiera necesidad de respirar.
Y fue al alzar la vista hacia ella,
cuando por fin obtuvo una respuesta.
- No sobreviviste al accidente,
Raphael. - Le espetó con total naturalidad. - Bueno, en realidad sí,
has estado en coma varios meses. - La piel de Raphael hizo un amago
de erizarse por completo, al tiempo que trataba de tragar algo de
saliva.
Eso explicaba la frase de su padre o
las otras muchas de sus amigos, el distanciamiento de su familia o el
molesto pitido que le había acompañado, ahora entendía, desde el
mismo día que vio a la chica de la curva.
Mentía, esa mujer que tenía enfrente
desnuda, quizá no fuese una Diosa, pero sí una princesa.
Lo había matado la belleza
personificada.
Se había fijado en él la princesa de
la curva.
Ella tendió su gélida mano hacia él.
- ¿Quieres salir conmigo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario