Corría una indeterminada hora de un
día cualquiera.
La luz era mortecina, la lluvia caía
con fuerza y el viento sacudía los chubasqueros del puñado de
personas que recorrían las calles del pequeño pueblo costero.
El chico, dibujado con los trazos de un
anciano, se sentía maduro. Sus pies chapoteaban en los numerosos
charcos mientras su firme paso lo conducía a ninguna parte en
particular.
A su izquierda un mar embravecido
embestía con furia la base del muelle. Ciertas olas incluso
escalaban muy por encima de la línea de asfalto al estallar. El
chaval oteaba el horizonte de vez en cuando, sin recibir señales de
catástrofe en ciernes.
El cielo estaba realmente cerrado.
Sobre él los postes que sujetaban el cableado eléctrico se
tambaleaban, y esquivaba de vez en cuando objetos varios que, en
pleno vuelo, danzaban de un modo aleatorio.
A poca distancia se encontraba la
entrada al camino de grandes rocas que se introducía en el mar. Las
personas se desvanecían rápidamente, entrando en bares, casas o
estrechas calles que les conducirían al centro del poblado.
Él necesitaba tomar la dirección
contraria.
La primera parte del camino era tan
sencilla que apenas tuvo que dirigir su mirada al suelo. La mantuvo
fija en una de las playas que le rodeaban, ahí donde la gente
pasearía o jugaría a atrapar cangrejos y pequeños pececillos. Ahí
donde tantos pescadores habían pasado largas jornadas, y donde
pasarían muchas más. El mar le ganaba terreno a la arena de un modo
evidente.
Los truenos se acercaban cada vez más
cuando se detuvo frente a la primera gran roca. Apoyó con cuidado su
pie derecho en la parte más afilada, prácticamente de estructura
piramidal. Como quien salta en pértiga proyectó su cuerpo hacia una
segunda gran roca, y de ese modo fue avanzando hacia el fin del
improvisado camino.
El mar ya empapaba la mitad inferior de
sus pantalones cuando sonrió entrecerrando los ojos al contemplar
como el oleaje crecía dándole la bienvenida.
Al fin, tras tanto tiempo, volvía a
estar al principio de todo.
Alzó la vista al cielo permitiendo que
la intensa lluvia acariciase sus humedecidos ojos. No habría
huracanes ni tsunamis ese día. La vida en la que luchaba como tantos
otros era mucho más fría y cruel, exenta de honor. El sistema
político, sostenido por todos los que incluso arremetían
patéticamente contra él, proporcionaba la dosis de catástrofe
justa para que un ser humano pudiese morir lentamente, mucho antes de
que aconteciese la verdadera muerte de todo su ser.
Pero no se encontraba ahí para pensar
en cuanto había abandonado por un tiempo indefinido. Se quitó la
chaqueta y la segunda capa, quedando en manga corta. Con cuidado tomó
asiento en la última de las grandes rocas, sintiendo como el mar
absorbía la mitad de su cuerpo.
En lugar de tiritar, acarició el agua
en la que sus manos estaban zambullidas y habló con su viejo amigo.
Todas las personas importantes en su vida se habían bañado en él,
de modo que podía hablar con total propiedad y confianza de
cualquier asunto pasado, presente y futuro.
El mar seguía tan serio como de
costumbre. La última vez que sintió sus carcajadas él era una
maldita luciérnaga de esperanza tan solo atormentada por un sinfín
de pesadillas, que peleaba con las olas inventando docenas de
inverosímiles movimientos.
Ahora todo era más realista, más
pesado. Y eso sentía mientras acariciaba a su amigo alzando poco a
poco a vista hacia el lejano e invisible horizonte.
Una lucecilla se desplazaba muy
lentamente a lo lejos, ahí donde la niebla tanto se espesaba.
Contrastaba sobremanera con el tono azul oscuro de las aguas más
cercanas al viejo. Perdió la noción del tiempo siguiendo el tedioso
desplazamiento, imaginando grandes petroleros, cruceros horteramente
decorados y barcos pesqueros. Dejó escapar un suspiro abrazado a una
pequeña sonrisa al pensar en las barcas de su padre. Y su amigo lo
alentó con corrientes frías a nadar en esos lejanos recuerdos.
De modo que agarró sus ropajes, a
salvo de la corriente un par de rocas tras él e improvisó un
pequeño refugio para proteger su pequeña libreta de la incesante
lluvia, más débil en ese instante que cuando llegó al lugar.
Difícil no es retroceder ni
revivir,
Ni meditar acerca del pasado.
Difícil es sentirte de nuevo
anclado,
En esas aguas que tanto dicen de
ti,
De tus firmes convicciones,
De tus sueños olvidados.
El oleaje sacude la barca
En tu inseguro paso por aleatorias
aguas,
No obstante tus guías te abrazan,
Te convencen y te demuestran,
Que si algún día llega la
tormenta,
Las estrellas te guiarán,
Ahí donde ellos completaron su
enseñanza.
Un cimiento subterráneo resistirá
la carga,
Ancianos caídos seguirán
queriendo sus helados,
Personas podridas mantendrán su
reencontrada sonrisa,
Los bosques proporcionarán de
nuevo tanta leña,
Que arderá por siempre la hoguera,
sonriendo al mar,
Y al siempre presente cielo
estrellado.
He visto ya mucho, he sentido cada
experiencia.
Exhausto aterrizo en el punto de
partida,
Languideciendo a cada minuto que me
aleja,
Pasadas quedan las horas de dar
guerra.
Maltrecho y agotado,
El mar me acaricia, me susurra y me
alimenta.
Arrancó la hoja un instante después
de forjar en ella el punto final. La arrugó hasta convertirla en un
secreto encerrado en la cueva de su puño, y mordió con fuerza nada
en particular mientras las lágrimas se abrían paso entre el
bombardeo de gotas de agua.
Balbuceaba al mar un indescifrable
discurso, sabedor de que sobraban las palabras.
Su arrugada piel ya temblaba, pues el
frío interior resultaba infinitamente más severo que el que pudiese
sentir su empapado cuerpo.
Las piernas le fallaron cuando trató
de ponerse en pie, y tuvo que apoyarse con todas sus fuerzas para
lograrlo. Tantos recuerdos para un solo deseo, una sola visión.
Por fin la pudo ver. Como cuando el
chico, décadas atrás, alzó su vista alarmado por los gritos de su
alrededor, para ver como la gigantesca ola de textura cuadriculada se
abalanzaba a toda velocidad hacia él. En aquella ocasión alguien
tiró de su cabellera para devolverlo a la superficie cuando ya
dejaba de luchar tragando agua.
Esta vez la ola era algo más pequeña
a sus ancianos ojos, pero iba a acometer con idéntica potencia y su
cuerpo ya no era lo que una vez fue.
El golpe lo hizo caer de espaldas.
Golpeó la roca totalmente sumergido en ese lametazo de su buen
amigo, al que una vez más suplicaba un último viaje. Aplastado
contra los cantos de la gran roca, sintiendo como la coraza de miles
de mejillones desgarraba su piel, se vio incomprensiblemente a sí
mismo, arrastrado hacia la profunda caída submarina a un par de
metros de su posición.
Un viejo vacío de esperanza, con la fe
en un lamentable estado, rotando como un muñeco de peluche en medio
de un centrifugado.
De su rostro no surgía sentimiento
alguno. Tan solo en su mirada podía atisbarse algo con cierta forma:
La voluntad de entregar todo cuanto poseía al único lugar que
siempre pareció existir en otro mundo. Sepultado por millones de
litros de agua salada, el cadáver se descompondría, regalando a su
aún más viejo socio cuanto le quedase de energía y la totalidad de
su alma.
La ola que lo había derribado daba
marcha atrás. Esta vez la visión sería una realidad. Relajó sus
músculos y se dejó arrastrar por la fuerte corriente.
Respiró. Para su sorpresa, al abrir
los ojos se encontró en pie, justo al borde de la última gran roca.
Pequeñas olas jugaban con su calzado deportivo, y mientras el hombre
recordaba la imagen del cadáver a la deriva, el cielo pareció
iluminarse tímidamente durante unos instantes.
El mar le sonreía de un modo pícaro,
y sus susurros iban cargados de una empática provocación.
Tylerskar dejó asomar sus dientes al
sonreír a su viejo amigo.
Justo como recordó que el chico hacía
tan a menudo.
Justo como sabía que el viejo anciano
terminaría por hacer algún día.
Al abrir su puño derecho dio con la
hoja arrugada en la que había escrito antes del incidente que había
magullado buena parte de su cuerpo.
Fijando la vista en el horizonte
invisible, apuntando a la lucecilla que seguía su camino, lanzó el
texto con todas sus fuerzas.
Bien sabía que, en cualquier caso,
caería en manos de esa antiquísima conciencia con la que tantos
buenos ratos había pasado, de la que ahora se despedía, y a la
cual, quizá un día cualquiera, todo le entregaría.
Buenísimo relato, son sentimientos conocidos por mí, a más a más me sirven de inspiración (si no te importa)
ResponderEliminarBesos;)♡
Me alegra que te inspire, todo tuyo Ona ;)
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