martes, 3 de septiembre de 2013

Horizonte invisible



Corría una indeterminada hora de un día cualquiera.
La luz era mortecina, la lluvia caía con fuerza y el viento sacudía los chubasqueros del puñado de personas que recorrían las calles del pequeño pueblo costero.
El chico, dibujado con los trazos de un anciano, se sentía maduro. Sus pies chapoteaban en los numerosos charcos mientras su firme paso lo conducía a ninguna parte en particular.
A su izquierda un mar embravecido embestía con furia la base del muelle. Ciertas olas incluso escalaban muy por encima de la línea de asfalto al estallar. El chaval oteaba el horizonte de vez en cuando, sin recibir señales de catástrofe en ciernes.
El cielo estaba realmente cerrado. Sobre él los postes que sujetaban el cableado eléctrico se tambaleaban, y esquivaba de vez en cuando objetos varios que, en pleno vuelo, danzaban de un modo aleatorio.
A poca distancia se encontraba la entrada al camino de grandes rocas que se introducía en el mar. Las personas se desvanecían rápidamente, entrando en bares, casas o estrechas calles que les conducirían al centro del poblado.
Él necesitaba tomar la dirección contraria.
La primera parte del camino era tan sencilla que apenas tuvo que dirigir su mirada al suelo. La mantuvo fija en una de las playas que le rodeaban, ahí donde la gente pasearía o jugaría a atrapar cangrejos y pequeños pececillos. Ahí donde tantos pescadores habían pasado largas jornadas, y donde pasarían muchas más. El mar le ganaba terreno a la arena de un modo evidente.
Los truenos se acercaban cada vez más cuando se detuvo frente a la primera gran roca. Apoyó con cuidado su pie derecho en la parte más afilada, prácticamente de estructura piramidal. Como quien salta en pértiga proyectó su cuerpo hacia una segunda gran roca, y de ese modo fue avanzando hacia el fin del improvisado camino.
El mar ya empapaba la mitad inferior de sus pantalones cuando sonrió entrecerrando los ojos al contemplar como el oleaje crecía dándole la bienvenida.
Al fin, tras tanto tiempo, volvía a estar al principio de todo.
Alzó la vista al cielo permitiendo que la intensa lluvia acariciase sus humedecidos ojos. No habría huracanes ni tsunamis ese día. La vida en la que luchaba como tantos otros era mucho más fría y cruel, exenta de honor. El sistema político, sostenido por todos los que incluso arremetían patéticamente contra él, proporcionaba la dosis de catástrofe justa para que un ser humano pudiese morir lentamente, mucho antes de que aconteciese la verdadera muerte de todo su ser.

Pero no se encontraba ahí para pensar en cuanto había abandonado por un tiempo indefinido. Se quitó la chaqueta y la segunda capa, quedando en manga corta. Con cuidado tomó asiento en la última de las grandes rocas, sintiendo como el mar absorbía la mitad de su cuerpo.
En lugar de tiritar, acarició el agua en la que sus manos estaban zambullidas y habló con su viejo amigo. Todas las personas importantes en su vida se habían bañado en él, de modo que podía hablar con total propiedad y confianza de cualquier asunto pasado, presente y futuro.
El mar seguía tan serio como de costumbre. La última vez que sintió sus carcajadas él era una maldita luciérnaga de esperanza tan solo atormentada por un sinfín de pesadillas, que peleaba con las olas inventando docenas de inverosímiles movimientos.
Ahora todo era más realista, más pesado. Y eso sentía mientras acariciaba a su amigo alzando poco a poco a vista hacia el lejano e invisible horizonte.
Una lucecilla se desplazaba muy lentamente a lo lejos, ahí donde la niebla tanto se espesaba. Contrastaba sobremanera con el tono azul oscuro de las aguas más cercanas al viejo. Perdió la noción del tiempo siguiendo el tedioso desplazamiento, imaginando grandes petroleros, cruceros horteramente decorados y barcos pesqueros. Dejó escapar un suspiro abrazado a una pequeña sonrisa al pensar en las barcas de su padre. Y su amigo lo alentó con corrientes frías a nadar en esos lejanos recuerdos.
De modo que agarró sus ropajes, a salvo de la corriente un par de rocas tras él e improvisó un pequeño refugio para proteger su pequeña libreta de la incesante lluvia, más débil en ese instante que cuando llegó al lugar.

Difícil no es retroceder ni revivir,
Ni meditar acerca del pasado.
Difícil es sentirte de nuevo anclado,
En esas aguas que tanto dicen de ti,
De tus firmes convicciones,
De tus sueños olvidados.

El oleaje sacude la barca
En tu inseguro paso por aleatorias aguas,
No obstante tus guías te abrazan,
Te convencen y te demuestran,
Que si algún día llega la tormenta,
Las estrellas te guiarán,
Ahí donde ellos completaron su enseñanza.

Un cimiento subterráneo resistirá la carga,
Ancianos caídos seguirán queriendo sus helados,
Personas podridas mantendrán su reencontrada sonrisa,
Los bosques proporcionarán de nuevo tanta leña,
Que arderá por siempre la hoguera, sonriendo al mar,
Y al siempre presente cielo estrellado.

He visto ya mucho, he sentido cada experiencia.
Exhausto aterrizo en el punto de partida,
Languideciendo a cada minuto que me aleja,
Pasadas quedan las horas de dar guerra.

Maltrecho y agotado,
El mar me acaricia, me susurra y me alimenta.

Arrancó la hoja un instante después de forjar en ella el punto final. La arrugó hasta convertirla en un secreto encerrado en la cueva de su puño, y mordió con fuerza nada en particular mientras las lágrimas se abrían paso entre el bombardeo de gotas de agua.
Balbuceaba al mar un indescifrable discurso, sabedor de que sobraban las palabras.
Su arrugada piel ya temblaba, pues el frío interior resultaba infinitamente más severo que el que pudiese sentir su empapado cuerpo.
Las piernas le fallaron cuando trató de ponerse en pie, y tuvo que apoyarse con todas sus fuerzas para lograrlo. Tantos recuerdos para un solo deseo, una sola visión.
Por fin la pudo ver. Como cuando el chico, décadas atrás, alzó su vista alarmado por los gritos de su alrededor, para ver como la gigantesca ola de textura cuadriculada se abalanzaba a toda velocidad hacia él. En aquella ocasión alguien tiró de su cabellera para devolverlo a la superficie cuando ya dejaba de luchar tragando agua.
Esta vez la ola era algo más pequeña a sus ancianos ojos, pero iba a acometer con idéntica potencia y su cuerpo ya no era lo que una vez fue.

El golpe lo hizo caer de espaldas. Golpeó la roca totalmente sumergido en ese lametazo de su buen amigo, al que una vez más suplicaba un último viaje. Aplastado contra los cantos de la gran roca, sintiendo como la coraza de miles de mejillones desgarraba su piel, se vio incomprensiblemente a sí mismo, arrastrado hacia la profunda caída submarina a un par de metros de su posición.
Un viejo vacío de esperanza, con la fe en un lamentable estado, rotando como un muñeco de peluche en medio de un centrifugado.
De su rostro no surgía sentimiento alguno. Tan solo en su mirada podía atisbarse algo con cierta forma: La voluntad de entregar todo cuanto poseía al único lugar que siempre pareció existir en otro mundo. Sepultado por millones de litros de agua salada, el cadáver se descompondría, regalando a su aún más viejo socio cuanto le quedase de energía y la totalidad de su alma.

La ola que lo había derribado daba marcha atrás. Esta vez la visión sería una realidad. Relajó sus músculos y se dejó arrastrar por la fuerte corriente.
Respiró. Para su sorpresa, al abrir los ojos se encontró en pie, justo al borde de la última gran roca. Pequeñas olas jugaban con su calzado deportivo, y mientras el hombre recordaba la imagen del cadáver a la deriva, el cielo pareció iluminarse tímidamente durante unos instantes.
El mar le sonreía de un modo pícaro, y sus susurros iban cargados de una empática provocación.
Tylerskar dejó asomar sus dientes al sonreír a su viejo amigo.
Justo como recordó que el chico hacía tan a menudo.
Justo como sabía que el viejo anciano terminaría por hacer algún día.

Al abrir su puño derecho dio con la hoja arrugada en la que había escrito antes del incidente que había magullado buena parte de su cuerpo.
Fijando la vista en el horizonte invisible, apuntando a la lucecilla que seguía su camino, lanzó el texto con todas sus fuerzas.
Bien sabía que, en cualquier caso, caería en manos de esa antiquísima conciencia con la que tantos buenos ratos había pasado, de la que ahora se despedía, y a la cual, quizá un día cualquiera, todo le entregaría.

2 comentarios:

  1. Buenísimo relato, son sentimientos conocidos por mí, a más a más me sirven de inspiración (si no te importa)
    Besos;)♡

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