Mirándose al espejo.
Buscando similitudes, analizando
detalles, simplemente contemplando... Un par de edificios de cristal
se miran el uno al otro.
Sin ser bien conscientes de que se
tienen enfrente más bien de que es su propio reflejo el que ven.
Caminando por calles desiertas recuerdo
que una vez soñaba.
En algún caótico lugar quedó escrito
que yo iba rezagado y que, en el paseo, de la noche navideña se pasó
al frío día tan fugaz y dolorosamente como los edificios se fueron
agigantando y separando los unos de los otros. Hasta que solo quedó
una playa, unos cocoteros, un balón tramposo que me llevó a caer al
agua y no poder ascender la resbaladiza y cortante pared de mejillón.
Ahora los años han pasado para todos
y, en muchas ocasiones, siento como ese frío día soleado nos
mantiene separados, mirándonos inmóviles, tal y como aquellos
edificios iban perfeccionando su defectuosa estructura colonial.
Sin embargo, de pronto te cruzas con
ciertas personas o te reencuentras con otras, y regresa la noche
navideña. Las fechas donde todo es relativamente alcanzable.
No se vuelve un edificio ser humano así
como así, del mismo modo que el camino de ida en ningún caso fue un
divertido juego de niños.
Los viajes de ida y vuelta son posibles
comprendiendo que existen límites en los fríos días donde nada
parece en realidad importar. En esos momentos donde hay que pisar
suelo sagrado y no salirse de él aunque frente a uno mismo las mil
tentaciones se combinen con mil plagas.
Un día escribí acerca de un oasis
infinito, y yo mismo he comprobado los efectos de cruzar esos pocos
pasos hacia el desierto.
Otra cosa es hacer las maletas y salir
en busca de otro oasis para compartir experiencias con otros altos
edificios donde vernos a nosotros mismos.
Solitarios viajeros, soñadores todos
ellos, que echan mano de lo poco que disponen para poder vivir en
lugar de sobrevivir, para poder disfrutar de un solo segundo de paz
en una vida que parece enfriarse cada vez más de un modo
irremisible.
Este es un texto dirigido claramente a
una persona, pero que se parte en pequeñas flechas y señales,
farolillos y velas, que parten rumbo a muchas otras.
De algunas puedo alcanzar a ver algún
gran ventanal a lo lejos queriendo dar un paseo a media tarde,
mientras a otras las tengo justo enfrente de mi acera viendo tan solo
el crudo reflejo del ser en el que un brote psicótico casi me
convierte.
Busco arrancar mis cimientos y ver mis
piernas de nuevo.
Los fríos días deben tocar a su fin.
Tan solo una melodía, una triste y
bonita canción, y brotan todas estas palabras quizá mal ordenadas.
Quizá debí empezar diciendo que mi rascacielos se hunde ahí donde
solo veía ruinas, o elogiando a los que desde esos mismos destrozos
parten felices hacia un nuevo anochecer.
En cualquier caso se trata de un nuevo
comienzo.
Buenas noches País de Nunca Jamás.
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