lunes, 2 de septiembre de 2013

El oasis infinito



No recordaba prácticamente nada. Tan solo sentía que estaba totalmente fuera de lugar.

No exactamente por el horrible calor, cuya intensidad provocaba que ríos de sudor viajasen desde su pelo hasta la arena que abrasaba sus pies navegando por todo su cuerpo.

No exactamente por el desolador paisaje que le rodeaba allá donde fijase su agotada vista, semejante a un desierto pero conteniendo extraños elementos que parecían indicar que no siempre fue así.
Se sentía fuera de lugar porque ya no estaba allí. Sus pies estaban entrenados en el árido terreno. Su mente digería cada desfallecimiento, cada duda, cada miedo o inseguridad, para filtrarlos en una nueva tanda de resueltos pasos. Todo su ser sabía en su misma esencia que tipo de actitud debía adoptar para moverse en ese lugar.
Pero ya surgió de él. Lo que vivía no podía ser real. Pero el suelo quemaba, la asfixia estrangulaba sus pulmones y la misma agonía, el idéntico desaliento, atormentaba a su corazón.

Ya con la mirada sombría, atisbó a lo lejos un oasis. Media sonrisa se dibujó en su rostro y, mientras se dirigía hacia él, poco a poco recuperó esa sensación de paz que no lograba recordar pero sabía que había logrado alcanzar.

El oasis era inmenso, una selva. Penetró en él hasta dar con un lugar que le resultaba familiar. 
Al pie de un arroyo, dejaba que la fría agua se deslizase entre sus pies mientras contemplaba las ramas superiores de los viejos árboles que imponentes se alzaban a su alrededor. Mecidas por el viento le serenaban, y poco a poco difuminaban en su rostro la sombría mirada que en el desierto hizo amago de renacer.

Frunció el ceño al dar con un grupo de pequeñas tortugas en una charca cercana a él. Solo eran visibles un instante en su turbia superficie, pues constantemente se sumergían. La consternación lo invadió al golpear su mente la imagen de un chica acompañándole en un lugar abarrotado de gente en el que infinidad de puestos exponían miles de novelas gráficas.

- Ella no está aquí.

El latido de su corazón se alborotó al escuchar esa tajante voz. Se giró rápidamente pero no logró ver a nadie, ni siquiera un rastro de que alguien hubiese estado en ese lugar. De hecho, pensó, la voz prácticamente había sonado junto a su oreja.

Inquieto se alejó del lugar al tiempo que una noche cerrada se cernía sobre el intrincado bosque en el que se encontraba.

Vagas imágenes se mezclaban a ráfagas en su mente. Cubatas en fríos y oscuros lugares. Bufones demoníacos danzando bajo llamativas luces artificiales, con mentes sucias como barro sobre plata y corazones oscuros como petróleo ennegreciendo un muñeca albina.

- “Soledad entre las masas.” – pensó. Su mirada ganó fuerza, pero también pesadez. De nuevo sintió como una tímida sombra se dibujaba en ella, hambrienta de luz. Un extraño nerviosismo se apoderó de él. No lograba entender, no conseguía recordar. Estaba en el lugar que le correspondía pero aún no había llegado del todo. ¿Cómo podía explicarlo? Entre la oscuridad discernía como docenas de ramas le golpeaban a toda velocidad cara y cuerpo. Estaba corriendo.

- Ah, pobre infeliz. ¿A dónde crees que vas?

No sabía muy bien que lo había hecho correr aún más, si el sonido seco de la voz susurrándole de nuevo o el dantesco sonido de la carcajada que resonó a su espalda cuando empezó a acelerar. En todo caso el bosque se interrumpió de repente, dando paso a un abismo en cuyo fin se hallaba la promesa de un lago en calma.

- “Un salto de fe.” – recordó. El venía de la tormenta y la desesperación. No tenía porqué girarse hacia el ser que sabía lo observaba risueño y amenazador a pocos metros tras él. Las imágenes llegaron cuando ya caía al vacío. Había alguien en las discotecas junto a él. No estaba solo. Largas conversaciones en un rocoso puerto. Interpretaciones musicales en un piso extrañamente familiar. Diversión y comprensión mutua. Prácticamente podía recordar un nombre…

- Él no está aquí.

Justo antes de colisionar tras el gran salto lo vio. Emergió del agua con sus fauces abiertas en una mueca de malévola sonrisa. Los ojos en llamas llenos de un gélido odio. Y sus palabras, de nuevo esas palabras ahora destruyendo por segunda vez a alguien que quería, necesitaba, recordar.

Tras eso se zambulló en el lago. La caída lo llevó muy hondo, y relajado en las profundidades sintió de repente que al fin estaba en su lugar. No se trataba de una ubicación, sino de algo o alguien que se encontraba cerca de él. Al comenzar a ascender escuchó un ruido ensordecedor, y al emerger cientos de luces conformaron ante él un precioso espectáculo. Eran cometas colisionando entre ellos en un estrellado cielo iluminado por la luna más gigantesca que jamás pudo imaginar.

- “¿Puedo darte un beso?” – La frase lo golpeó en lo más hondo de su ser. Como a un jugador de póker que pone su alma sobre el tapiz en su más ambiciosa y desesperada jugada, el tiempo pareció congelarse. Una sonrisa se dibujó en su rostro al vislumbrar la imagen de una preciosa chica dibujando mentalmente una gran medusa en el agua. Una lágrima le recorrió la mejilla al sentir como el calor entraba a raudales en un inhóspito y frío lugar, muy parecido al desierto del que venía, muy parecido al sentimiento que le invadía al sentir su mirada sombría tratar de regresar.

Sintió como unos dedos acariciaban el dorso de su mano, justo en el momento en el que el oscuro ser apareció al final del lago, inexpresivo y señalando hacia el desierto que más allá reanudaba su reinado.

- Ella no volverá a estar aquí.

La mano que lo acariciaba se retiró como empujada por una fuerza abismal.

- ¡Nadie estará jamás en este lugar! – La figura se encorvó hacia delante mostrando de nuevo sus fauces, y en su mirada asomó un fuego en el que ardían todas las personas a las que quería recordar. Miles de chispas salían disparadas en dirección al desierto, y ahí donde caían una oscura figura emergía de las profundidades de la arena ya antorcha en mano.
No daba crédito a los rostros que se acercaban amenazantes al oasis. No podía creer que ellos fuesen los culpables del incendio que iba a poner fin a todo cuanto siempre fue.

La figura se retorcía entre unas estremecedoras carcajadas. La mirada sombría se potenciaba a cada una de ellas, hasta que fueron sus propias carcajadas las que resonaban en mitad del lago. Sus ojos mutaron, su sonrisa perforó al ser que lo había provocado y éste, satisfecho, pronunció sus últimas palabras:
- Ahí están tus seres queridos, viejo amigo. Vienen del desierto a tu ridículo oasis. Vienen cargando antorchas, y solo tú puedes detenerles. Escoge. Aquellos que no están aquí, cuyo recuerdo solo es vago y difuso, o quemar toda esta imposibilidad de paz y bienestar para pelear el fuego con fuego en tu terreno, en tu mundo, en tu medio, - su sonrisa contrastaba con su perforadora mirada – en mi desierto.

A grandes zancadas inició su salida del lago, evaluando a cada ser querido, analizando cada punto débil, listo para la última batalla en la que toda persona que amenazase su territorio, sus recuerdos desaparecidos, caería herida de muerte. Madre o hermano, padre o compañera, verían arrancada y descuartizada su alma si una sola lengua de fuego lamía siquiera una hoja de su heredado paraíso.

- “Soy tu vaina”.

Ya en los confines de su oasis se detuvo. No recordaba nada con claridad, pero no estaba solo. En el oasis no solo estaba él. La chica de las tortugas. El hombre que viajó con él entre demonios. Y ella.

Se giró lentamente hacia la sombra que instantes antes había sido el grotesco ser que le sermoneaba. Y esta vez fue su voz la que resonó alta y clara:
- Este lugar no es mi oasis secreto. Aquí es donde todo el mundo acabará llegando, y a cada buena persona que entre, una porción de tu desierto quedará integrada, rebosante de agua que aliviará el corazón de toda persona tocada por ti. Hay miles de oasis en tu desierto, pero solo hay que cerrar los ojos y sentir nuestra propia existencia para saber que tan solo representan pequeños mares que quieren conectarse de nuevo al eterno océano del equilibrio universal. Cada grano de tu arena representa la codicia, la mezquindad, la necedad, la envidia, el ocultismo y el egoísmo de todo tu ejército de ciegos atormentados. Sin embargo no puedes cegar su ojo interior. A él tarde o temprano se mostrará el océano eterno. Y mientras algunos pobres demonios se enterraran junto a ti en tus arenas, seremos la mayoría los que existamos felices en el gran entramado de oasis que todos tenemos al alcance de nuestro corazón.
La mano regresó a sus dedos, y el calor de su caricia le hizo desfallecer. Unos brazos lo sostuvieron, y una lengua lamió su mejilla. La sombra ya no tenía silueta alguna, se mostraba como un agujero negro del cual surgían extraños gemidos de sufrimiento y dolor. Prosiguió con sus palabras:

- Seres queridos vivos o muertos. ¿Lo ves, viejo amigo? Están aquí conmigo y eso no puedes incendiarlo con tus antorchas. Di con un fragmento del océano eterno y en él he lavado mi alma. De él han surgido o se han limpiado mis seres queridos. Vaga por siempre en tu desierto diablo, nuestros días de sanguinaria sociedad han acabado. Toma lo que es tuyo.
Y tras esas palabras, un grito ensordecedor invadió el oasis. Toda la ira contenida tras una vida de ignorancia y ansiedad detonó su corazón y prendió fuego a todo su ser. El agujero negro se mezcló entre las llamas y desde algún oscuro lugar interior susurró:
- Abandona tu mar un solo instante, y te verás calcinado para existir en una eterna agonía.
Ya a solas en la periferia del oasis, la figura entre llamas comenzaba a quedarse quieta. Con el rostro desencajado de dolor, comprendió que había mantenido la última batalla contra el ser oscuro. Quedarse en su oasis, era todo cuanto debía hacer.
¿Pero y si la negra sombra tenía razón? ¿Y si nadie estaba allí?

- Te quiero.


Al abrir los ojos no recuerdo nada. Solo veo a la chica de mis sueños frente a mí, adormilada y sonriendo. Me abraza.
Me siento tan bien que prácticamente no recuerdo nada de todos los años malos de mi vida que precedieron a mi última época.

Me viene a la mente un oasis. Un oasis tan grande que desiertos enteros lo salpican aquí y allá. Un oasis al que me gustaría hacer llegar a todos cuantos quiero. Un oasis donde el fuego no existiese, no por estar prohibido, sino por no ser necesario. Tan grande y complejo que toda buena persona, por confusa que se encontrase, tuviese cabida. Tan inconmensurablemente verídico y ancestral que las arenas de los desiertos retrocediesen ante la energía que emanase desde su interior.
Un oasis infinito.

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