Hubo una vez una, cien y mil personas
que decidieron volcarse en el amor.
Su vida se regía según el reloj de la
moderación. En él hallaban el tempo para cada momento y situación.
Sin embargo un solo sentimiento detonaba cuantos principios seguían
a rajatabla.
A menudo derrotados o desgastados, esos
seres humanos regresaban paulatinamente al flamante reloj. Graduaban
la intensidad y la duración de ciertas fases de su vida, saboreando
el control que creían tener sobre determinadas situaciones.
Hubo una vez mil, un millón y un
billón de personas que aprendieron a contenerse hasta que el momento
fuese propicio. Bebían a sorbos la copa de la incertidumbre hasta
que sentían que era la siguiente copa la que les llevaría al camino
del éxtasis.
Sin embargo, la embriaguez era a menudo
el aliciente para hallar etéreas e inexistentes vías de escape al
laberinto de la vida. Vías que, de ser seguidas a rajatabla, quizá
podrían derrumbar ciertos muros. Pero la embriaguez no es algo que
dure eternamente o se grabe a fuego en nuestro interior.
Hubo, hay y habrá incontables seres
vivos que apuesten por una moderación eterna como la clave de una
vida equilibrada. Una autopista de infinitos carriles previamente
pavimentados en los cuales escoger destino y velocidad. Una inmensa
piscina en calma “que parece” el mar.
Bien es cierto que es un camino seguro.
Incluso cuando las cosas se ponen verdaderamente feas, como si las
tranquilas aguas prometiesen una apocalíptica revolución, esa
piscina pasa a ser cubierta por un automatizado sistema inerte a esas
personas, basado en una sólida capa de excusas y elementos “con
los que siempre se puede contar”.
Y es durante la noche, en sueños,
donde salen a relucir las infinitas grietas de ese plan de vida.
Pesadillas que no pasan a ser llamadas
advertencias.
Inquietud que no pasa a ser llamada
atención.
Señales que son ignoradas para,
velozmente con la ducha o el desayuno de la mañana, ser cubiertas
con el deslumbrante manto de la moderación.
Viven temiendo que una pequeña e
inexplicable ventisca suelte las pinzas que sujetan su vida.
Viven temiendo que un tiburón acceda a
su piscina.
Viven a carcajada limpia a base de ver
los impresionantes nubarrones que periódicamente se ciernen sobre
otras personas que les rodean.
Hubo una vez una y cien personas que
decidieron vivir.
Su vida giraba en torno a la
observación de cuanto entraba en escena. En torno a la reacción que
debían adoptar. Alrededor de cada pequeño detalle que saborear en
el mágico e inexplicable periodo en el que les había tocado
respirar y sentir.
Cada experiencia creaba profundas
raíces en su interior, mientras dotaba a su mente de información no
exenta de infinitud de pautas. El individuo, a base de morder el
polvo y levantarse, era capaz de aprender. Era capaz, mientras
sobrevivía, de discernir entre lo crucial y lo secundario. Era capaz
de pasar de largo o de adentrarse hasta el fondo.
Hubo una vez una, cien y mil personas
que vivieron segundo a segundo sus vidas. En el océano de su
existencia aprendieron a nadar en el agitado mar de una sola vida
desconectada de cuantas hubieron o quedaban por venir.
Catapultadas desde frías y superfluas
estructuras, aterrizaban a su alrededor incontables impedimentos para
seguir con el rumbo deseado.
Eran tildadas de variopintas maneras.
Su destino quedaba establecido en
función de la mentalidad más extendida entre las masas. Unas veces
ardían en hogueras ante la atenta y complacida mirada de cuantos se
refugiaban en artificiales estructuras. Otras eran catalogados bajo
ciertos criterios psicológicos para así ser encerrados en dantescos
lugares o ser privados de toda habilidad para volar, nadar o todo
cuanto difiriese del concepto de andar con mucha precaución.
Las colonias de frías estructuras
repletas de piscinas en calma se extendieron.
El mar original pasó a ser un mero
espectador a ojos de las personas moderadas.
Aludían a inexistentes dioses o a
hipócritas argumentos cada vez que el verdadero entorno castigaba
con furia sus estructuras, sus vidas y su interior.
Sin embargo, curiosamente desesperados,
se podía ver a unos cuantos salir nadando hacia ciertos lugares.
Impulsados por el amor nacido de la inseguridad, el éxito, la
riqueza o la fama, iniciaban neciamente una marcha repudiada por sí
mismos desde que tuvieron uso de razón.
Muchos se ahogaban en el corto
trayecto, incapaces de dejar de mirar la piscina del pasado.
Los pocos que llegaban montaban
instantáneamente infraestructuras para proteger el lugar que creían
haber conquistado.
Argumentaban insostenibles argumentos
acerca de la nula capacidad dañina de algo hecho a distanciadas
ráfagas temporales. Defendían ridículos principios apoyados en que
la locura puntual está bien vista si es edificada sobre un monótono
muro de estabilidad. Prácticamente se ahogaban en las lágrimas que
manaban del conocimiento de su propia supervivencia en “aguas
hostiles”.
De vez en cuando, cual shinigami,
ciertos individuos paseaban solitarios por la cumbre de invisibles
montañas. Los mismos seres que nadaron de bien pequeños en la
hostilidad. Los mismos que rechazaron la moderación como arma
preventiva. Todos cuantos escaparon de las garras de los manicomios.
Cuantos evitaron las hogueras. Cuantos supieron pasar inadvertidos
entre el demente espectáculo de comodidad que sus semejantes creaban
sin cesar.
Sintiendo la brisa acariciar la piel de
su cuerpo, contemplan severos como ciertos jóvenes son atacados en
mar abierto. Atisban de reojo falsos rumores, risas cobardes y
ataques sin fundamento que son catapultados cual carnaza hacia sus
posiciones, así como los miles de depredadores del océano de la
vida atraídos por tales acciones.
Maldicen para sus adentros y, unas
veces regresan a su jungla, otras entras en acción.
Unas veces regresan a la fuente de su
existencia que tanto esfuerzo les supuso encontrar.
Otras veces saltan con una mueca de
sonrisa tatuada en el rostro impensables caídas para acudir en ayuda
de aquellos cuyo destino permanece en jaque.
Moderan sus impulsos con maestría.
Son odiados por aquellos que creen
moderar sus impulsos a partir de la inmadurez.
Son queridos por aquellos que prefieren
la dificultad a lo preparado.
Avanzan en línea recta como resultado
a un efecto óptico producido por los millones de caminos que sopesan
a cada instante. Contienen su fuego interior conscientes de que habrá
de estallar para contrarrestar a la siguiente tormenta. Forjan con
extremismo su propia moderación.
Hubo una vez un planeta poblado de
cobardes y valientes.
Hubo una vez un puñado de personas
riendo en las mismas aguas que otros millones eludieron para tomar el
sol en acolchadas hamacas cubiertas por un techo de auto-compasión.
Hubo una vez un grupo de bruj@s y loc@s
que, viendo como gigantescas olas los desplazaban kilómetros y
kilómetros a su antojo, no dejaban de lucir esa sonrisa, esa mirada
encendida.
Pues a través de la tormenta, más
allá de la más alta ola, lejos del más amenazador nubarrón,
esquivando al más mortal relámpago... Hay un inmenso acantilado. El
tiempo ahí es agradable. La jungla a la que conduce dibuja la paz
ahí donde el océano perfila caos.
Y con el agua al cuello y la torrencial
lluvia golpeando su rostro, quizá con la muerte firmando la
sentencia un par de olas más allá, ese grupo de personas saluda con
respeto a quien, seguro, los contempla desde lo alto del acantilado.
Un día llegarán allí.
Y si no lo logran, si se ahogan...
… Habrá sido una emocionante
aventura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario