lunes, 2 de septiembre de 2013

El omnipresente extremismo de la moderación




Hubo una vez una, cien y mil personas que decidieron volcarse en el amor.

Su vida se regía según el reloj de la moderación. En él hallaban el tempo para cada momento y situación. Sin embargo un solo sentimiento detonaba cuantos principios seguían a rajatabla. 
A menudo derrotados o desgastados, esos seres humanos regresaban paulatinamente al flamante reloj. Graduaban la intensidad y la duración de ciertas fases de su vida, saboreando el control que creían tener sobre determinadas situaciones.

Hubo una vez mil, un millón y un billón de personas que aprendieron a contenerse hasta que el momento fuese propicio. Bebían a sorbos la copa de la incertidumbre hasta que sentían que era la siguiente copa la que les llevaría al camino del éxtasis. 

Sin embargo, la embriaguez era a menudo el aliciente para hallar etéreas e inexistentes vías de escape al laberinto de la vida. Vías que, de ser seguidas a rajatabla, quizá podrían derrumbar ciertos muros. Pero la embriaguez no es algo que dure eternamente o se grabe a fuego en nuestro interior.

Hubo, hay y habrá incontables seres vivos que apuesten por una moderación eterna como la clave de una vida equilibrada. Una autopista de infinitos carriles previamente pavimentados en los cuales escoger destino y velocidad. Una inmensa piscina en calma “que parece” el mar.

Bien es cierto que es un camino seguro. Incluso cuando las cosas se ponen verdaderamente feas, como si las tranquilas aguas prometiesen una apocalíptica revolución, esa piscina pasa a ser cubierta por un automatizado sistema inerte a esas personas, basado en una sólida capa de excusas y elementos “con los que siempre se puede contar”.

Y es durante la noche, en sueños, donde salen a relucir las infinitas grietas de ese plan de vida.
Pesadillas que no pasan a ser llamadas advertencias.
Inquietud que no pasa a ser llamada atención.
Señales que son ignoradas para, velozmente con la ducha o el desayuno de la mañana, ser cubiertas con el deslumbrante manto de la moderación.

Viven temiendo que una pequeña e inexplicable ventisca suelte las pinzas que sujetan su vida.
Viven temiendo que un tiburón acceda a su piscina.
Viven a carcajada limpia a base de ver los impresionantes nubarrones que periódicamente se ciernen sobre otras personas que les rodean.

Hubo una vez una y cien personas que decidieron vivir.
Su vida giraba en torno a la observación de cuanto entraba en escena. En torno a la reacción que debían adoptar. Alrededor de cada pequeño detalle que saborear en el mágico e inexplicable periodo en el que les había tocado respirar y sentir.
Cada experiencia creaba profundas raíces en su interior, mientras dotaba a su mente de información no exenta de infinitud de pautas. El individuo, a base de morder el polvo y levantarse, era capaz de aprender. Era capaz, mientras sobrevivía, de discernir entre lo crucial y lo secundario. Era capaz de pasar de largo o de adentrarse hasta el fondo.

Hubo una vez una, cien y mil personas que vivieron segundo a segundo sus vidas. En el océano de su existencia aprendieron a nadar en el agitado mar de una sola vida desconectada de cuantas hubieron o quedaban por venir.
Catapultadas desde frías y superfluas estructuras, aterrizaban a su alrededor incontables impedimentos para seguir con el rumbo deseado.
Eran tildadas de variopintas maneras.
Su destino quedaba establecido en función de la mentalidad más extendida entre las masas. Unas veces ardían en hogueras ante la atenta y complacida mirada de cuantos se refugiaban en artificiales estructuras. Otras eran catalogados bajo ciertos criterios psicológicos para así ser encerrados en dantescos lugares o ser privados de toda habilidad para volar, nadar o todo cuanto difiriese del concepto de andar con mucha precaución.

Las colonias de frías estructuras repletas de piscinas en calma se extendieron.
El mar original pasó a ser un mero espectador a ojos de las personas moderadas.
Aludían a inexistentes dioses o a hipócritas argumentos cada vez que el verdadero entorno castigaba con furia sus estructuras, sus vidas y su interior.

Sin embargo, curiosamente desesperados, se podía ver a unos cuantos salir nadando hacia ciertos lugares. Impulsados por el amor nacido de la inseguridad, el éxito, la riqueza o la fama, iniciaban neciamente una marcha repudiada por sí mismos desde que tuvieron uso de razón.

Muchos se ahogaban en el corto trayecto, incapaces de dejar de mirar la piscina del pasado.

Los pocos que llegaban montaban instantáneamente infraestructuras para proteger el lugar que creían haber conquistado.

Argumentaban insostenibles argumentos acerca de la nula capacidad dañina de algo hecho a distanciadas ráfagas temporales. Defendían ridículos principios apoyados en que la locura puntual está bien vista si es edificada sobre un monótono muro de estabilidad. Prácticamente se ahogaban en las lágrimas que manaban del conocimiento de su propia supervivencia en “aguas hostiles”.

De vez en cuando, cual shinigami, ciertos individuos paseaban solitarios por la cumbre de invisibles montañas. Los mismos seres que nadaron de bien pequeños en la hostilidad. Los mismos que rechazaron la moderación como arma preventiva. Todos cuantos escaparon de las garras de los manicomios. Cuantos evitaron las hogueras. Cuantos supieron pasar inadvertidos entre el demente espectáculo de comodidad que sus semejantes creaban sin cesar.

Sintiendo la brisa acariciar la piel de su cuerpo, contemplan severos como ciertos jóvenes son atacados en mar abierto. Atisban de reojo falsos rumores, risas cobardes y ataques sin fundamento que son catapultados cual carnaza hacia sus posiciones, así como los miles de depredadores del océano de la vida atraídos por tales acciones.

Maldicen para sus adentros y, unas veces regresan a su jungla, otras entras en acción.
Unas veces regresan a la fuente de su existencia que tanto esfuerzo les supuso encontrar.
Otras veces saltan con una mueca de sonrisa tatuada en el rostro impensables caídas para acudir en ayuda de aquellos cuyo destino permanece en jaque.
Moderan sus impulsos con maestría.
Son odiados por aquellos que creen moderar sus impulsos a partir de la inmadurez.
Son queridos por aquellos que prefieren la dificultad a lo preparado.

Avanzan en línea recta como resultado a un efecto óptico producido por los millones de caminos que sopesan a cada instante. Contienen su fuego interior conscientes de que habrá de estallar para contrarrestar a la siguiente tormenta. Forjan con extremismo su propia moderación.

Hubo una vez un planeta poblado de cobardes y valientes.
Hubo una vez un puñado de personas riendo en las mismas aguas que otros millones eludieron para tomar el sol en acolchadas hamacas cubiertas por un techo de auto-compasión. 
Hubo una vez un grupo de bruj@s y loc@s que, viendo como gigantescas olas los desplazaban kilómetros y kilómetros a su antojo, no dejaban de lucir esa sonrisa, esa mirada encendida.
Pues a través de la tormenta, más allá de la más alta ola, lejos del más amenazador nubarrón, esquivando al más mortal relámpago... Hay un inmenso acantilado. El tiempo ahí es agradable. La jungla a la que conduce dibuja la paz ahí donde el océano perfila caos.
Y con el agua al cuello y la torrencial lluvia golpeando su rostro, quizá con la muerte firmando la sentencia un par de olas más allá, ese grupo de personas saluda con respeto a quien, seguro, los contempla desde lo alto del acantilado.
Un día llegarán allí.
Y si no lo logran, si se ahogan...
… Habrá sido una emocionante aventura.

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