La mente de un niño suele ser la más
pura de todas.
Pureza en luz y oscuridad, pues los
sueños se ansían con temblor en el cuerpo y las pesadillas se dejan
atrás con pánico reflejado en los ojos.
Esta es la historia de un niño que
quiso encontrar una luz cegadora en un mundo de sombras.
Un niño que para comenzar a construir
su casa, diseñó a partir de sus ideales el más alto adorno del que
sería un lujoso tejado.
Una vez hubo terminado tan magnífico
colofón, lo guardó en el lugar más recóndito y escondido de su
interior, para confundirlo en esa parte de la mente donde todo se
vuelve abstracto. Para olvidarlo a medida que miles de nuevos sueños
de menor escala se amontonaban a su alrededor.
Sin embargo, no contaba con que dicho
objeto había sido construido con tal mimo, corazón e idealismo, que
al guardarlo en su interior lo había transformado en un generador
alternativo de energía, en una brújula en perfecto funcionamiento,
en una arma de doble filo.
Era todas esas cosas.
A medida que las fuerzas se apagaban
tímidamente en sus primeros pasos, comenzó a percibir como la
esperanza de algo que había olvidado lo obligaba a levantarse del
suelo, lo forzaba a dar resueltos pasos y lo invitaba a no estancarse
mirando atrás más de lo estrictamente necesario.
Si en algún momento sentía que algo
fallaba, tiraba de instinto para escoger los términos de sus cada
vez más profundas meditaciones. En ellas se perdía entre oscuros
parajes de la mente humana, estremeciéndose al escuchar a lo lejos
los truenos de una espectacular tormenta, ahí donde el bosque
termina para dar paso al rocoso terreno plagado de abismos al que
todos estamos invitados a acudir.
Deambulando entre sombras, de repente
veía lo que andaba buscando. Un hilillo de luz, prácticamente
invisible, pero de algún modo intenso como el mayor de los deseos
que pudiese tener en vida. Trazaba un camino, y el niño se limitaba
a seguirlo hasta que, al cabo de unos cuantos pasos, podía abrir los
ojos y saber hacia donde debía dirigirse en su vida hipotéticamente
real.
Era en su interior, donde alejado de su
primera capa de conciencia, pasado por alto por cualquiera que le
rodease, brillaba con fuerza durante las fases de meditación un
pequeño objeto, demasiado hermoso como para tener cabida en un mundo
corrupto, cuya luz, curiosamente, se asemejaba sobremanera a la
difuminada aura que desprendía el hilillo de luz que guiaba sus
pasos cuando todas las demás luces parecían languidecer.
En su caminar se sentía muchas veces
hastiado. Pese a su tenaz persecución de algo que no lograba
recordar, no parecía verse acompañado por nadie. Continuamente
contemplaba a más niños, algunos ya adultos, acampando e incluso
instalándose en pequeños claros alejados del oscuro bosque que todo
lo invadía, a la luz de pequeñas farolas, risueños y distraídos
como si no existiese nada más que una especie de necia
autocomplacencia.
Se preguntaba por qué el no podía
estar en esos claros por demasiado tiempo, por qué le producía
tanta repulsión toda esa gente. A fin de cuentas, no le habían
hecho nada malo salvo chismorrear a sus espaldas un puñado de
ocasiones y lanzarle algunas piedras entre risas.
Con el tiempo, a medida que el niño
creció, fue percatándose de los cimientos de su propia angustia.
Por un lado los ya adultos habitantes de los claros parecían
mantener una especie de intenso conflicto con él, pues de las
pequeñas piedras entre risas habían pasado a herirle con armas
blancas y munición pesada, a parte de colocar infinidad de cepos y
demás trampas en la parte menos profunda de los bosques.
Comenzó a ver más personas que, como
él, caminaban entre sombras a solas, como prosiguiendo paso a paso
con una misteriosa búsqueda. Se sucedían las agresiones a todas
ellas del mismo modo o de una forma mucho más atroz que hacia su
propia persona.
Aprendió a fabricarse sencillas
máscaras, pues observando a los habitantes de los claros atisbó en
un puñado de ocasiones como algún peregrino del bosque recurría a
ellas para atajar por un claro su camino, despertando únicamente a
su alrededor sonrisas y falsa complicidad con apenas un puñado de
gestos y palabras.
Resuelto el problema que tanto le
limitaba y retenía, ya habiendo aceptado que su vida sería
posiblemente una eterna búsqueda de algo que se le escapaba de su
memoria, decidió que quizá en las sombras más oscuras podría
atisbar con más claridad el haz de luz que le guiaba hacia esa
promesa que de tanta felicidad futura le llenaba.
Así fue como se jugó el todo por el
todo. La colección de máscaras se incrustó, una por una, en su
rostro y mente, y solo en su interior ante el reflejo de su propia
soledad se encontraba con el niño que construyó algo magnífico, y
que decidió caminar toda la eternidad si era necesario para dar con
una base digna de servirle de apoyo.
Las semanas se fusionaron en meses y
éstos en años.
Efectivamente, el hilillo de luz se
intensificaba cuanto mayor era la oscuridad que lo envolvía. Todo
parecía tener cada vez más sentido, el juego de máscaras se había
pulido hasta un punto enfermizo.
Intercalando meditación y peregrinaje
su destino parecía acercársele a pasos agigantados, mientras que la
oscuridad en la que tantas veces se zambullía hacía cada vez más
mella en su desgastado interior.
Y aconteció un día que unas pocas
gotas salpicaron su rostro en sueños. Por vez primera la lluvia
aparecía en sus bosques del subconsciente. Aterrado, abriendo los
ojos de par en par, contemplo como el cielo se iluminaba con una
horripilante luz de miles de relámpagos zigzagueando en un cielo
demasiado próximo a él.
La gran tormenta le había alcanzado o,
lo que era peor, el hilillo de luz lo había llevado hasta ella.
Las máscaras se turnaron a cortas
ráfagas para aparecer en su rostro, conformando un caótico conjunto
de muecas que reflejaban un absoluto caos de sentimientos. Una de
ellas, entre carcajadas, intentó asir la más intensa que nunca luz,
y tiró de ella con fuerza para atraer hacia él lo que llevaba toda
una vida persiguiendo.
Ante el horror del niño que gemía en
lo más profundo de su interior, la luz se desvaneció por completo,
mientras las máscaras se fusionaron dando forma a un horrible rostro
que infectó con todo el odio y la desesperación acumulados a
prácticamente todo su ser.
El suelo tembló a sus pies y al
dirigir su colérica mirada a él, no vio hierba, sino roca. Un
desolador paisaje se extendía a su alrededor, interrumpido aquí y
allá por precipicios que no eran sino el comienzo de infinitos
abismos teñidos de dolor y desesperanza.
El suelo vibró de nuevo, esta vez de
un modo más violento. Recuperándose lentamente de su dantesca
transformación, cayó en la cuenta de que eran los truenos los que
provocaban los temblores, de que la lluvia le golpeaba con furia y de
que, finalmente, su camino le había conducido al mismísimo centro
de la catastrófica tormenta que años atrás le hacía estremecer.
La esperanza se diluía y la ilusión
yacía moribunda en el lecho del desengaño. Fue entonces cuando el
niño trató de emerger para volver a empezar tratando de aprender de
sus errores.
Tamaña sorpresa le supuso no poder
resurgir. Las máscaras habían cobrado vida propia y se reían de él
cual habitantes de los claros. Si le empujaban hacia su interior con
fuerza combinada, posiblemente el horripilante ser que dirigía sus
pasos se haría con un eterno control de su alma.
Así sucedió. Cayó y cayó viendo
como dejaba atrás ilusiones y sueños que nunca fueron alcanzados,
todos ellos razonables, y justo cuando se preguntaba cuando se
estrellaría contra la base de su ser, fue luz lo que encontró.
Manaba de un pequeño objeto, una
promesa cargada de la mayor de sus ilusiones. Un objetivo al parecer
heredado de un tiempo anterior a su propia vida. Entonces recordó.
Abrió los brazos y sonrió.
Quizá siempre fue un iluso. Quizá en
los claros había todo cuanto debía haber en una vida. Quizá ese
objeto que construyó era un imposible dada la inmensa complejidad a
la que ataba al constructor para desarrollar luego su base.
El niño moría junto con toda su
ilusión, dando al monstruo de las máscaras un nombre y un cuerpo.
Un instante antes de la colisión maldijo por vez primera. El había
dado forma a su vida, había seguido su propio camino y había
coleccionado todas las máscaras por separado. Y como si de un mago
se tratase, lanzó un potente conjuro al monstruo que lo engullía
para atar su destino al suyo propio. Imponiendo la ley del ojo por
ojo, vaticinó al reventar contra el suelo la caída por caída.
Y así fue como el monstruo, tras
destruir infinidad de claros con el fuego de su infierno personal,
acabó donde empezó todo, rugiendo bajo la gran tormenta rodeado de
abismos, donde al fin, muerto de una insaciable hambre, rodó
precipicio abajo hasta iniciar la eterna caída por el negro abismo
del sufrimiento.
Tanto el niño como el monstruo se
arrastraron durante años desplazando su tullido y fracturado cuerpo
por el suelo de oscuras cavernas impregnadas del hedor del rencor y
el castigo.
Al meditar, la aberración que un mal
día fue creada, aparecía en extraños lugares donde la gente bebía,
se movía y sonreía sin reaccionar con pavor ante su presencia,
saciando su sed a base de ingerir todo el líquido que pudiese
retener. Rugía y se retorcía, pero solo aquellos que habían oído
hablar de ella o habían sobrevivido a sus oscuros días parecían
reaccionar, siempre con desprecio y repulsión.
Al mismo tiempo el niño se quedaba
quieto, mientras dibujaba con sus uñas extraños proyectos, pequeños
mundos de personas atacadas por la bestia o acogedores lugares
prácticamente aislados de la corrupta realidad.
Ambos moribundos, dejaron que la llama
de su casi nula esperanza se viese finalmente consumida tras una
larga y agonizante espera. Sin fuerzas, el niño alzó su ojerosa
mirada para mirar a los ojos al Viajero.
Para su sorpresa vio su pequeño objeto
creado tanto tiempo atrás, brillando con una intensidad imposible,
sostenido por una alta sombra que, imponente, le hacía sentir como
una severa mirada le perforaba el alma mientras una mueca de sonrisa
le tranquilizaba cual dulce caricia.
Lanzó el objeto hacia él y cuando se
encontraba suspendido a medio camino, con un veloz movimiento, dejó
al descubierto una gran espada sostenida por su otro brazo, que había
permanecido oculta en su negro interior.
El mandoble final no se hizo esperar.
Partió en dos el objeto que una vez quiso presidir el más precioso
tejado del mejor hogar que jamás el niño pudo soñar para él y sus
seres queridos, desparramando su luz interior por toda la inmensa
caverna.
Antes de que la espada le abriese la
cabeza, el niño pudo ver como millones de criaturas se retorcían a
su alrededor, víctimas de su propia tortura eterna.
Tras eso, con esa visión, la más
absoluta oscuridad se ciñó al fin sobre él.
Soñó.
Soñó.
Soñó con todo cuanto había vivido.
Con lo que ya nunca viviría y lo que pudo haber sido.
Flotó en planos existenciales que le
llenaban su aún raciocinio humano de una indescriptible angustia
temporal.
Y ya dado por muerto, ahogado en las aguas donde tanto peleó por respirar, de repente sus ojos se abrieron de par en par.
Y ya dado por muerto, ahogado en las aguas donde tanto peleó por respirar, de repente sus ojos se abrieron de par en par.
La cueva, la espada y la luz.
La cueva iluminada como si un
reluciente sol la enfocase.
La espada clavada en la roca
ensangrentada, a medio palmo de su cabeza.
Confuso, se levantó. Un par de
segundos le bastaron para dejar fluir un torrente de lágrimas
incontrolado, mientras una risa histérica se entremezclaba con sus
gemidos.
Estaba vivo.
Tenía una segunda oportunidad.
El hilillo de luz se encontraba justo
delante suyo. Esta vez no se difuminaba ante la intensa luz emanada
por el ya destruido adorno, sino que se dibujaba perfectamente ante
su mirada indicándole la salida de la caverna sepultada en las
profundidades del abismo por el que monstruo y niño se precipitaron
en diferentes planos temporales.
Los seres moribundos no parecían percatarse de su presencia, comportándose como si siguiesen sumidos en la más sombría oscuridad. Avanzó sin pausa sintiendo como una inaudita paz interior le proporcionaba firmeza a sus pasos y resolución a su corazón.
Los seres moribundos no parecían percatarse de su presencia, comportándose como si siguiesen sumidos en la más sombría oscuridad. Avanzó sin pausa sintiendo como una inaudita paz interior le proporcionaba firmeza a sus pasos y resolución a su corazón.
Emergió de la cueva sin descanso.
Ascendió a las cumbres del abismo sin
reposo.
Caminó hasta los bosques sin queja
alguna.
Escuchó insultos desde todos los
claros por los que pasó, soportó piedras lanzadas con cobardía
hacia él y disparos a bocajarro de aquellos que un día creyeron que
una máscara podía definir a un ser humano.
Lo soportó prácticamente sin esfuerzo
alguno, pues en comparación a lo acontecido desde que llegó a este
mundo, apenas significaban leves cosquillas para él. Quizá, en
algún lugar de su interior, una bestia sedada se revolvía en sueños
mostrando un atisbo de las fauces que no mucho tiempo atrás
arrasaron con todo cuanto se cruzó en su camino.
Quizá todo cuanto ocurría a su
alrededor carecía de relevancia al nacer de los claros que ya desde
niño despreciaba, y se encontraba totalmente hipnotizado por el
brillo y la consistencia del haz de luz que aún le indicaba el
camino del mismo modo que lo había conducido hasta allí.
El hombre sabía a donde lo conducía,
y pese a ignorar cuanta distancia debería caminar, sabía que podría
hacerlo durante el resto de su vida.
Pero la clara visibilidad del hilillo
luminoso indicaba la proximidad de su verdadera fuente.
Encontró habitantes en el bosque de
los que hasta ese momento ignoraba su existencia, y detenía su
avance encantado de disfrutar de su compañía.
Sonriendo, una noche todos contemplaron
una lluvia de estrellas. Saboreaba toda experiencia como si la
estuviese viviendo por primera vez.
Y al fin, tras tantos años, supo de
donde venía el haz de luz.
Emergía del núcleo de una estrella
fugaz, que emanaba con gran intensidad el mismo color que nunca dejó
de perseguir.
La estrella cayó en picado hacia una
fatal colisión en una zona próxima a donde él se encontraba, pero
a mitad de su descenso la coraza se abrió dejando caer a su
alrededor docenas de brillantes fragmentos en llamas de diversos
colores.
Y quedó flotando una silueta.
Una preciosa silueta, cuyo rostro logro
atisbar al encontrarse corriendo como un verdadero loco hacia ella.
Emanaba la luz con la que había soñado despierto y presentido
durmiendo durante toda su vida. El suelo desapareció a sus pies y se
encontró cayendo hacia un lago. Ambos se sumergieron al mismo
tiempo.
Al salir a la superficie, la encontró
mirándole a los ojos.
Instantes después el beso en el que se
fundieron hizo que la luz regase el interior del hombre saciando la
sed del niño y de la bestia por igual.
Comprendió que el símbolo representado por el adorno que construyó décadas atrás seguía indemne pese a la destrucción del último, y que su construcción derivó en una búsqueda cuyo objetivo principal era el desarrollo de sólidos cimientos dignos de sostenerlo contra cualquier embestida de la vida o la muerte.
Comprendió que el símbolo representado por el adorno que construyó décadas atrás seguía indemne pese a la destrucción del último, y que su construcción derivó en una búsqueda cuyo objetivo principal era el desarrollo de sólidos cimientos dignos de sostenerlo contra cualquier embestida de la vida o la muerte.
Los cimientos eran su personalidad,
moldeada a base de profundas acometidas.
El adorno, el verdadero e
indestructible adorno, era un corazón duro y tierno por igual,
oscuro y luminoso en idénticas proporciones, que relucía por vez
primera como si una eterna sonrisa hubiese sido tatuada en él.
La casa había sido construida, su
hogar tenía forma.
Era caminar junto a ella.
Stela, se hizo llamar.
Regresando ya a la compañía de las
criaturas del bosque incorruptibles, transformado en cuerpo y alma
por la luz que ya corría por sus venas, contempló como a su
alrededor en los claros el circo de máscaras y necias intenciones
seguía dando cuerda a su macabro engranaje.
Sonrió.
Sonrió.
- Que sigan jugando, yo viviré.
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