Las llamas jamás se apagarán.
Con esas palabras avanzaba resuelto el joven poeta por el rocoso
sendero al que la vida le había llevado. Se trataba de un mundo
marcado por un profundo sentimiento de soledad, del que costaba
horrores desprenderse y con el cual uno difícilmente podía respirar
en paz.
Recordaba muy bien lo que era sentirse realmente vivo, en
plenitud. Largo tiempo pensó en que ella era el único billete de
ida a la felicidad que existía. Ella iba y volvía, y él rellenaba
los huecos con lo único que sabía que le completaba por dentro, su
escritura. Aguardaba la repentina llegada del flechazo acurrucado en
un lecho de palabras. Frías por separado, pero cálidas en conjunto.
Hasta que el invierno llegó.
Antes un inesperado otoño había esparcido las visitas de sus
musas con tanto espacio entre ellas que la espera se había llegado a
tornar tediosa e insoportable. No podía ser que para sentirse bien
dependiese de la presencia de una de ellas, reflexionaba a menudo.
Pero el invierno era mucho peor. No había llegadas ni partidas.
Tan solo quedaban él y sus escritos, cada vez más profundos, más
tortuosos y menos inspirados.
Mediante metáforas recordaba su ardiente pasión por la vida de
épocas pasadas semejante a una gran hoguera que nunca menguaba.
Ahora el frío y el clima hostil la habían hecho desaparecer de su
entorno real, pero no de su imaginación. Mientras siguiese ahí sus
escritos podían refrescar su recuerdo, plasmar sus características
y evocar su calor. De ese modo el poeta sobrevivía a los días y las
noches, en el filo de perder por completo la esperanza en la llegada
de mejores días o mantenerla un poco más aún.
Reflexionaba acerca de su modo de proceder cuando la dicha le
sonreía, cómo seguro de las constantes apariciones de la energía
de la gran hoguera de la pasión él se entregaba a lanzarle un
cúmulo de experiencias sin fin, sin verse en perspectiva, sin atisbo
de duda.
Ahora no había ni hoguera ni excelsas experiencias, mientras el
miedo y la inseguridad parecían erguirse firmes y robustos en el
bosque de sus sentimientos.
Se sentía cansado y abatido, y cada vez más lejos tenía que
acudir para rescatar recuerdos que le permitiesen seguir escribiendo
acerca del fuego del que antes se alimentaba su existencia.
Cuando se sintió acorralado por las sombras, ya a un solo paso de
la caída final, algo se removió en su interior. Las llamas jamás
se apagarán, escuchó sin que aconteciese sonido alguno. Más bien
lo supo a ciencia cierta de repente. Esa tarde que ya vencía, agarró
papel y pluma para escribir, muerto de frío, aquello que debería
acompañarle mientras el invierno y la soledad mantuviesen firme su
pulso a la frágil esperanza que aún latía dentro del joven.
Agazapado y presa del pánico,
dibujo en mi lienzo
las palabras que jamás arderán,
de la hoguera de mi esperanza,
las llamas jamás se apagarán.
Solo y perdido, camino en círculos,
aguardándome a mi mismo, suspirando por mi aura,
trabajando para poder cortar la leña del bosque de mi
consciencia,
que me sirva para invocarte y quererte como años atrás,
y al encenderse me traiga el calor con el que solo se vivir.
Mientras dure el invierno
y prevalezca la soledad
de mi convicción que nada me saque,
que lejos queden las sombras de la oscuridad,
pues las llamas jamás se apagarán.
Aquello era como un tímido latido para el joven poeta. Acorralado
por la vida contra los fríos muros del arrepentimiento, desolado por
habérsele arrebatado la oportunidad de seguir peleando en el eterno
ciclo de la inspiración, pronunciaba las mismas palabras una y otra
vez. Como un loco que ha perdido el norte. Como un desesperado que se
agarra a su última opción. Como alguien cuya fe navega en un
furioso océano de amenazantes olas de corrección.
Las llamas jamás se apagarán.
Por mucho que durase el invierno, por mucho que su pareja de baile
causase estragos en su interior, se mantendría en pie esperando.
Aguardando la llegada de aquello que nunca debió irse para no volver
la vista atrás.
Más importante que ella, que cualquier colección de musas.
Su amor por la vida.
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