Amaneció besando el calor de una
llamarada.
En pleno centro del bosque profundo,
como si estuviese tirándose, en algún lugar e instante, a la
princesa de Avatar, sentía arder su propia piel.
Inconexo y paranoico. Era, sin duda,
una esquiva parábola en su tiempo inconsciente.
No obstante, vivía. Vivía un ciclo
vital lo suficientemente complejo como para esquivar la etiqueta de
irreal. Ahí estaban los sentimientos, los sueños, las intuiciones y
todos los demás.
-- Vaya, de modo que nombrándome. --
Intuición se apoyó en la mesa donde tecleaba el solitario
personaje. De un modo severo a la par que simpático fijó su mirada
en la pantalla, mientras poco a poco desvió su mano izquierda hacia
el tenso hombro del escritor. -- Mira chico, aquello fue gordo,
tal y como te dije que podría ser. -- Intuición se giró
hacia él, apoyando su trasero en el pequeño mueble, justo frente a
la impresora. Asintió en silencio un par de veces y prosiguió:
-- Todo tiende a adelgazar si no se
dispone de alimento que dar. -- Soltó justo antes de estallar
en carcajadas. -- Eso es lo que dice un viejo conocido mío.
También he escuchado de manos de un buen amigo que hay cosas que,
una vez plasmadas, permanecen inmutables en el único lugar
infranqueable del ser humano.
El hombre quedó inmóvil.
Horas antes derramaba lágrimas en
solitario. Minutos antes desdoblaba su personalidad dirigiéndola a
un enfrentamiento deportivo casero. Segundos antes...
Segundos antes estallaba ante sí el
mundo imposible. Su única posibilidad.
Dirigió su mirada hacia Intuición,
topándose con un bofetón. En el lapso que su rostro tardó en
deformarse, reformarse y ejecutar una mueca, ya tenía un dedo
fregándole el ojo izquierdo. Apuntaba a un lugar no demasiado remoto
e imposiblemente lejano y olvidado.
El frío no era un problema.
Caminaba resuelto, ahogando un atisbo
de inquietud en un mar de resolución.
Conciencia seguía tan desaparecida
como presente, imponiendo el escenario mental desde, quizá, alguna
de las preciosas estrellas que presumían sobre él. Que retaban
dentro de él. Que susurraban a través de él.
El segundo cigarro en un demasiado
escueto cúmulo de pasos lo condujo a torcer la calle y ver el
farolillo.
El joven, adolescente, viejo y
moribundo bar.
La última Taberna.
Entró.
El humo le hizo inspirar luciendo una
amplia sonrisa. Las primeras miradas fugaces, los primeros tímidos
empujones y la recién nacida ansiedad lo llevaron hacia el taburete.
En pocos instantes tenía media cerveza
en el cuerpo y algo de interés por el derrotado, aunque tenso,
personaje que bebía a un par de palmos de él.
Hablaba sin cesar con melancólica
mirada, como si un catastrófico desastre extendiese su sombra sobre
el entorno del modo más cruel. Lentamente y sin vuelta atrás.
Se desentendió del individuo
dirigiendo su ya encendida mirada al impresionante repertorio de
alcohol que yacía frente a él. Majestuoso en el pasado, cabría
decir. Algo se deshinchaba en el ambiente. Algo no encajaba. Cuando
de repente entró la pieza de ese Tetris improvisado.
Media hora y el piso superior adquiría
no solo el color de antaño, sino todo el abanico que el término
calidez pueda conllevar.
Cuadros arrancados regresaban a su
legítimo lugar.
Y recuerdos enterrados resurgían hacia
idéntico sitio.
Farolillos reemplazados brillaban con
la bohemia de mejores tiempos.
Y averiadas brújulas calibraban sus
mecanismos hacia momentos evaporados.
Conjunciones emotivo-musicales
arrasaban su interior.
Y cansadas arrugas en su mirada se
apartaban ante el sol que amanecía.
El alcohol subía las escaleras y
descendía a través de su garganta. Su alma quería estar en casa. Y
su casa estaba maldita. El contaminado presentimiento del piso
inferior infectaba el ambiente. Salvo su mesa. Curioso escudo el
formado por la persona que yacía frente a él y su propia persona.
El tiempo perdía sentido. El exterior
se difuminaba. Dos pasados, dos ríos de barro, abrazándose y
sellando una eterna unión que con el tiempo se tornaría rocosa. Con
cierta predisposición a las brechas, con total torpeza ante la
separación.
Ya corría un enigmático número de
rondas cuando, por enésima vez, acudió al meadero.
-- Veo que has regresado. -- La voz
apenas lo sobresaltó. Respondió instantáneamente:
-- Lo mismo te digo. -- La amarga
risa apenas resultó audible.
-- Vamos, sabes que tuve que irme por
el bien común. No nos ha ido nada mal, aunque está claro que
empiezas a desfilar de un modo un tanto anárquico. --
Conciencia lo miraba desde su oscura altura, inexpresivo y
contundente, como siempre.
-- No necesito ningún consejo ahora
mismo vieja amiga. Se muy bien cuantas son las conversaciones que
tenemos pendientes. Y se muy bien hacia donde irá el asunto. Ahora
estoy en el hospital, deja que sane mis heridas.
Una segunda voz lo sobresaltó, aquel
asqueroso lavabo parecía ya una asamblea.
-- ¡Bravo! Vienes aquí sin norte, y
acabas apuntando a la cima de la maldita montaña con unas igualmente
inmensas copa de whisky y sonrisa. -- Resolución lo
contemplaba a tiempo partido mientras intercambiaba miradas de
complicidad con Conciencia. Eso solo podía significar una cosa: El
caótico equilibrio había regresado.
Salió velozmente para encontrarse con
el ambiente que tanto le sanaba.
Una mirada, un aroma, un tacto de
madera tirando a piel y un roce de piel tirando a madera. Una
canción, mil ruidos, un reloj parado y un permanente volcán en
erupción. Sentimientos por los aires, recuerdos danzando en
imaginaria eternidad, atados por una mente que nunca terminó de
irse.
Paz.
Paz ante un vestidor con prendas
cargadas de nostalgia manchada de ira.
Y el caos envolviendo todo el local.
Se sumergió en él como lo haría un
peregrino al borde de la muerte por sed en un infinito desierto al
dar con un oasis. No un charco ni un lago. Un precioso oasis que ya
definió su vida no mucho tiempo atrás y que ahora volvía a abrir
sus ojos y a inundar sus sentidos.
Se perdió en la profundidad de sus
transparentes aguas y disfrutó de cada bocanada suicida, de cada
caricia de la fría corriente en su desnudo cuerpo, de cada alivio
exhalado en forma de sonrisa, de cada reencuentro y cada recuerdo de
pérdida.
Torcía la calle y veía el farolillo.
Entraba la reina del Tetris y subía
las escaleras.
Relajaba todo su ser mientras el
escenario retroalimentaba su imperecedera esencia.
Meaba conversando con Resolución y, ni
más ni menos, la reaparecida Conciencia.
Nadaba. Buceaba y surfeaba por las
aguas del oasis que lo mantenía a salvo desde hacía más de un año.
Lo sentía como la primera vez. Inmenso y cerrado.
Ya nunca se le escap...
-- El local cierra. -- El hombre
derrotado había subido hasta su posición para escupir las terribles
palabras.
El resto de la historia podría haberla
escrito de no ser por el estirón que sintió en su espalda, que casi
desgarra sus ropajes.
-- Este es el fin del relato, ¿No
crees?
Lo malo que tiene Intuición, meditó
encendiéndose un cigarro, es que, con o sin razón, siempre es
recomendable hacerle caso.
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