Cuando Eva abrió los ojos, fue un
paisaje nevado lo que vio.
Todo estaba lleno de barracones, con
gente yendo de un lado para otro a toda velocidad mientras unos pocos
hombres uniformados gritaban órdenes sin cesar.
La jornada de trabajo no fue sencilla
ni agradable. Algunos compañeros incluso se venían abajo fruto del
cansancio o las heridas, y eran inmediatamente abatidos por sus
captores. No había piedad, era un ilógico cúmulo de desgracias que
se sucedían con la frialdad del paso del tiempo.
Estaba, por supuesto, como observadora,
y nada de lo que estaba viendo le parecía adecuado.
Salvo cuando llegó la hora de
retirarse a los barracones. Ahí vio como la piedad y el buen humor
hacían acto de presencia entre sus camaradas. Como se curaban los
unos a los otros, como fantaseaban con retazos de su pasado, jugando
a componer imaginarias melodías de bienestar y prosperidad.
Eva se relajó un poco, al fin y al
cabo no estaba todo perdido.
En un campo de concentración nazi,
sentir eso era como poseer un tesoro en tiempos de crisis.
Pronto el joven cuerpo de la pequeña
Adah exhalaría su último suspiro, y sería hora de partir de vuelta
a casa. A entregar el informe.
No pensaba escatimar en detalles. La
crueldad sin sentido con la que se empleaban los nazis no podía
pasar desapercibida a ojos del consejo.
En la última noche, cercanos ya los
últimos latidos del cuerpo que usaba como receptor, le hizo un
último regalo. Adah luchaba por respirar rodeada de los suyos cuando
pudo ver las constelaciones de un modo diferente a como cualquiera de
sus semejantes lo hubiera hecho jamás. Se sintió parte de ellas,
como una estrella más, un fugaz estrella que, antes de morir, sintió
en su interior la paz que otorga saber que no estás solo, que hay
muchos otros velando por ti.
– ¿Y dices que se comportan como
bárbaros? – La voz del anciano sonaba fuerte, decidida.
– Sí, salvo los que se encontraban
en la peor situación. Esos eran aptos. – Eva había contado al
consejo con pelos y señales cuanto había visto estando en el cuerpo
de la pequeña Adah. Su nombre, sabido ya que iba a ser una
observadora, lo habían escogido sus padres teniendo en cuenta el
planeta al que debería estar dirigida toda su atención.
– Necesitamos más información.
Partirás en cuanto estés lista. – De nuevo la voz resultó
tajante.
– Sí, maestro. – Se limitó a
responder Eva, que salió de la estancia, triste y algo abatida.
Lo que nadie parecía tener en cuenta
es que en la condición de observador te llevas de regalo los
sentimientos que siente el ser que ocupas. Y la última experiencia
había resultado ser ciertamente desalentadora. Eva se quedaba con la
sensación de sorpresiva paz de Adah cuando vio las estrellas a su
alrededor, y toda la estructura piramidal que velaba por el bienestar
del universo más allá del tiempo.
Una primera fila de planetas contenían
a los recopiladores, seres cuya labor consistía en archivar toda la
información posible acerca del universo conocido. En un segundo
nivel estaban los observadores, grupo al que pertenecía Eva, que
siempre estaban inmersos en los sueños vívidos, término con el que
se definía a la experiencia de ocupar los cuerpos de otros seres
esparcidos por el universo. Normalmente se asignaba un planeta a cada
observador como mucho, aunque los más entrenados podían ocupar
varios cuerpos a la vez, del mismo o diferente lugar, del mismo o
diferente tiempo. Eva se había preparado duro para ser una buena
observadora, aunque muchos le recriminaban la intensa asociación de
sentimientos que hacía con los seres que ocupaba.
Demasiada empatía. Bah, tonterías,
pensaba Eva. Como puedes pretender conocer a ningún ser si no
sientes de primera mano todos y cada uno de sus sentimientos.
Se preparó para un nuevo sueño y
acudió a la zona de disparo energético. Iba a ser su tercera
incursión.
Cabalgaba libre por el rocoso
territorio. En su caballo colgaban también dos piezas de caza, la
cena de esa noche. Cuando Eva abrió los ojos, sintió el viento
acariciando fuertemente su rostro y torso desnudos. Se dirigía a
casa después de la jornada de cacería. El ser en el que se hallaba
se llamaba Anoki, y era un cazador de cierta tribu, con mujer y tres
hijos. Ahora se dirigía a reunirse con ellos.
Esa noche Anoki y Aponi, su mujer,
hicieron el amor hasta altas horas de la madrugada. Eva podía sentir
el calor que emanaban ambos cuerpos, y el amor que se desprendía de
aquel acto.
Al día siguiente los pequeños jugaban
en los exteriores de la chabola cuando de pronto se escucharon gritos
no muy lejos de allí. Anoki salió corriendo y armado a ver qué
ocurría. Se trataba de la aldea más cercana, estaba en llamas y
unos hombres uniformados acudían a su posición portando extrañas
armas que escupían fuego.
En cuestión de minutos la mayor de las
desgracias se cernía sobre Anoki. Mientras violaban a Aponi y
decapitaban a sus hijos, Anoki rugía y aullaba dolor. Eva lloraba en
su interior, no entendía como en ese mundo las cosas podían cambiar
tan rápido de la noche a la mañana.
La brutal paliza que recibió Anoki
cuando los desconocidos hubieron acabado su obra no dolió tanto como
el espectáculo que le habían obligado a ver. Totalmente desolado,
entregado a los acontecimientos, miró con la mirada vacía al cañón
que le apuntaba para poner fin a su vida.
Eva, como con la pequeña Adah,
recurrió a la visión estelar para tratar de dar consuelo al ser que
ocupaba, pero éste solo se sorprendió vagamente. En su interior
solo quería volver a ver a su mujer y a sus hijos con vida.
Cualquier otra cosa apenas tenía importancia en comparación con esa
visión. Y eso, Eva, no podía dárselo. Eso pertenecía a escalones
más elevados de la pirámide, donde existían seres capaces de
dominar el tejido del tiempo y el espacio y eran capaces de juntar a
dos almas en cualquier punto de su existencia.
Pero no una simple observadora. El
cañón disparó y todo se volvió negro.
– ¿En qué quedamos, Eva? ¿Son
despiadados o tiernos? ¿Iracundos o clementes? – El anciano
maestro exigía respuestas tras el último de los sueños. Eva no las
tenía, en su interior se mezclaban el amor profesado por esos seres
hacia los suyos y el intenso odio que en ocasiones desataban.
– Necesitaría más sueños para
responder, maestro. – Le dijo algo nerviosa.
– Hay muchos observadores en tu
nivel, si sigues sin emitir un veredicto tendremos que apartarte de
ese planeta y decidir que hacer contigo. – El anciano no bromeaba.
No toleraban la falta de resultados.
– Escogeré con más cuidado,
maestro. – Eva salió de la sala sin saber muy bien qué hacer, que
ser escoger para discernir con claridad qué fuerza guiaba con más
ímpetu a esos seres.
En su primer sueño, Adrian había
respondido al amor no correspondido de su pareja con una matanza sin
sentido en un colegio. En el segundo, Adah, una niña judía, había
sucumbido a la persecución más horrible que hubiese podido imaginar
jamás. Y por último, en su último sueño vívido, un indio llamado
Anoki había perdido lo que más le importaba justo en el momento en
que más lo amaba. La tragedia parecía inundar todo en lo que Eva se
posase.
Y así fue como en sus siguientes
sueños escogió a bohemios artistas que dedicaban todas sus fuerzas
y empeño a desarrollar con excelsa entrega la mayor de sus pasiones.
Su arte.
En su inmensa mayoría no eran vidas
fáciles ni mucho menos, pero latía en sus interiores el fuego de
aquello que llamaban la conexión con las musas. Se trataba, en
realidad, de la acción llevada a cabo en uno de los últimos niveles
de la pirámide, el de la creación.
Eva no estaba autorizada a ser
conocedora de la estructura piramidal que garantizaba el equilibrio
en el universo, pero su padre, antes de morir, le hizo entrega de un
manuscrito en el que se dibujaba esquemáticamente dicha estructura.
Eva nunca supo si estaba fundado o era fruto de la imaginación de su
padre, pero sentía que se trataba más de lo primero. Desconocía
cual era el trabajo de su padre, pero había una pista en la parte
más baja del manuscrito. “Hasta pronto, Eva”, rezaba.
¿Y si su padre trabajaba en los
niveles donde podían unirse a dos almas por el tiempo que fuese
necesario? ¿Y si Eva aún podía verle una vez más? Esa posibilidad
la alentaba a ser mejor observadora, para poder escalar en la
pirámide y llegar a los niveles en los que pudiese hacer eso posible
y en los que, seguramente, trabajaba su padre.
Decidió soñar con algo que estaba
prohibido, una decisión que cambiaría el curso de su destino por
siempre jamás.
Cuando Eva abrió los ojos vio a su
padre acariciándole el pelo con dulzura.
Se había metido en su cuerpo veinte
años atrás, ahora Eva tenía cinco años y su padre estaba vivo,
frente a ella, susurrándole las grandes cosas que estaba destinada a
hacer. Podía sentir el amor que ambos sentían el uno por el otro, y
estaba dispuesta a seguir en ese sueño vívido todo el tiempo que
fuese necesario.
De pronto, la puerta de la habitación
de Eva se abrió y entraron tres hombres completamente tapados. Al
quitarse uno de ellos la capucha descubriendo su rostro, Eva cayó en
la cuenta de que se trataba del maestro Abaddon.
Su padre no se resistió, acarició por
última vez el rostro de Eva y salió con ellos de la sala. Luego
ellos se acercaron a Eva y le hicieron daño en la cabeza.
La Eva huésped estaba muy contrariada.
No recordaba nada de este suceso de su infancia. Le estaban borrando
la memoria. Pensó en sus primeros recuerdos, y todos comenzaban en
la escuela de observadores, con su padre ya muerto según habían
comunicado a la familia.
Ahora, más bien, Eva diría que
desaparecido sería un término más adecuado.
– ¿Qué has decidido, Eva? – El
maestro Abaddon permanecía en silencio, en el último de los
asientos de la cámara de los ancianos maestros. Eva se tomó su
tiempo en responder, sentía la mirada de Abaddon clavada en ella más
que nunca.
– ¿Y bien? – El maestro insistió.
– Son seres de una extrema
sensibilidad. En función del curso que tomen sus vidas ésta puede
mantenerse o diluirse lentamente, momento en el cual son capaces de
lo peor. – No estaba dispuesta a condenar a ese planeta, no después
de los buenos momentos vividos con los seres que había ocupado.
– De acuerdo, cotejaremos tu
información con la del resto de observadores y tomaremos una
decisión sobre el curso que deberán tomar allí los
acontecimientos.
Eva había infringido una de las normas
más estrictas, soñar con uno mismo, y ahora creía saber el porqué
de esa norma. Si en los niveles superiores podían cambiar el curso
de los acontecimientos tomando parte en ellos y efectuando
modificaciones, entonces todo el sistema estaba podrido.
Tenía que disimular ante Abaddon y los
demás, no podía permitir que le parasen los pies antes de empezar a
hacer nada.
De modo que entregó el resto del
informe y se retiró de la cámara discretamente.
No podía ocupar el cuerpo de su padre
en un sueño vívido, pues sus datos estaban restringidos al ser
miembro de la pirámide, y desconocía la protección que le había
sido asignada. La única persona que podía arrojar algo de luz al
asunto era su madre, una persona a la que Eva no había visto en su
vida y de la que solo sabía una cosa. Trabajaba en el tercer nivel,
el de destrucción.
Trabajaría como observadora cuanto
fuese necesario con tal de obtener un puesto junto a su madre. Ella
debía de saber algo acerca de donde llevaron a su padre y por qué
motivo.
Cuando Eva abrió los ojos, vio que
estaba rodeada por un espeso y verde bosque. Iba de escalada con unos
amigos. Pasó un día estupendo, antes de caer en la cuenta de que no
se había conectado a ninguna máquina emisora. Estaba soñando por
sí misma. Ningún observador poseía tal habilidad.
Contempló una extraña puesta de sol,
que lanzaba tonos lilas y grises sobre la escarpada cima que habían
conquistado, y pensó en cuánto tiempo pasaría para que pudiese
volver a tener un sueño tan plácido como ese.
Ahora que Abaddon estaba en su
horizonte, el camino se antojaba peligroso y sin pausa.
Respiró profundamente.
Lo haría por su padre, al que habían
hecho desaparecer cuando ella tenía apenas cinco años de edad.
La pirámide del equilibrio universal
perdía credibilidad ante su mirada, cada vez más dura, más reacia
a creer en todo cuanto le habían inculcado desde que ingresó en la
escuela de obervadores.
El sol se puso, y Eva despertó.
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